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10 de septiembre de 2007

Darse un pico con un amigo

La fantasía de los hombres siempre es vernos con otra mujer dándonos un beso si es que no nos piden más. Pues bien, llegó la hora del desquite y de proponerles lo mismo. El periodista Juan Andrés Valencia aceptó hacerlo con uno de sus mejores amigos.

Por: Juan Andrés Valencia
| Foto: Juan Andrés Valencia

 
Lograr que un buen amigo accediera a darse un pico conmigo sirvió, entre muchas otras revelaciones, para concluir dos cosas de manera contundente: la primera, que no tengo tan buenos amigos como pensaba ­—¿porqué será que cuatro de ellos se complicaron a la hora de demostrar su afecto, por medio de un inofensivo beso sin lengua—, y la segunda, que definitivamente una cosa es que la fantasía generalizada de nosotros sea tener en frente dos mujeres besándose, y que dos hombres dándose un pico está muy lejos de generarle algún placer psicológico y hasta fisiológico a una mujer.

Porque, para ser sincero, no hay algo más lejano que un punto de encuentro entre las fantasías sexuales masculinas y las preferencias eróticas femeninas. Mientras nosotros soñamos con mujeres besándose en frente de nosotros, para ellas dos hombres en las mismas puede llegar a ser de lo más repulsivo que pueda haber. Y esta suposición, que no tiene nada que ver con machismo ni mucho menos —a pesar de que lo más seguro es que el par de hombres besándose sean gays—, no es aplicable a lo que quieren ver ustedes, las mujeres.

Besos van, besos vienen

Aunque no se sabe a ciencia cierta cuándo se dio el primer beso, lo que sí es seguro es que se define como el acto de tocar con un movimiento de labios, sea por amor, deseo, amistad, reverencia, traición e incluso muerte. Y si algunos primates lo hacen instintivamente y otras actrices se los dan a Lincoln Palomeque, a pesar de todo y en cuanto set de grabación haya, ¿por qué iba a ser difícil para nosotros, los seres humanos normales, hacer lo mismo y en mejores condiciones?

Claro que la historia se ha encargado de demostrar que no todos los besos han logrado sacar bien librados a sus beneficiarios. Bastante conocido es el beso que Judas Iscariote le dio a Jesús en la mejilla antes de entregárselo a los romanos por treinta monedas de plata, como también lo fue el beso de la muerte que le dio en la boca Michael Corleone a su hermano Fredo en El Padrino para avisarle que debía asesinarlo.

A pesar de que hay otros que no tienen efectos tan negativos, como saludarse con un beso en cada mejilla como en Francia o con uno solo como sucede en Argentina —más allá de tener que sentir la áspera sensación de las barbas rozando las comisuras de los labios—, o tener que agacharse para saludar a cualquier autoridad eclesiástica con un beso en su mano, las consecuencias para mí fueron lamentables.

Y no debían serlo. Hace un par de meses, dos de mis mejores amigos se encontraban jugando "espejito" con dos mujeres. La dinámica consiste en tomar mucho trago —cómo no— y que cada pareja haga lo que la otra hace. En algún momento tenía que surgir la tentación del hombre por ver a dos mujeres besándose, y ellos decidieron darse un pico en la boca. Antes de que esto ocurriera, una de ellas los retó diciéndoles que no eran capaces, y que les apostaba un millón de pesos para sustentar su convicción. Pero perdió por partida doble: no solamente le tocó pagarles, semanas después, quinientos mil pesos a cada uno, sino que mis amigos también se deleitaron viendo cómo dos chicas se besaban en frente de ellos.

Con la errada idea de que no tenía por qué irme mal, fui a un mirador en La Calera con la mujer con la cual estaba saliendo y el único de los cuatro amigos que accedió a que experimentáramos qué se sentía darnos un pico en frente de una mujer. No pudo haber salido peor: duramos veinte minutos intentando darnos un pico, mientras nuestra virilidad rechazaba con risas nerviosas el que nos besáramos de forma natural. Entonces decidimos que la única forma posible de lograrlo era cerrando los ojos, fórmula que finalmente sirvió para que pegáramos nuestros labios, muy bien cerrados. Y lo que sentí no fue agradable, por fortuna para mi hombría: labios grandes y duros, bigotes afilados y amenazantes, olor de la piel indescriptible pero para nada femenino. Los tres segundos que duramos pegados fueron para mí interminables: mientras me avergonzaba por la gente que nos veía alrededor, cuestioné las razones de las mujeres para fijarse en nosotros. Si yo fuera mujer, rematé, seguro sería lesbiana. Entonces escupí con desagrado hacia el suelo mientras una fogata ardía a nuestro lado y las luces de Bogotá —particularmente románticas esa noche— alumbraban la cara de desaprobación de mi chica.

Fantasías sexuales solo para mujeres

Una cosa es cuando uno estaba estudiando y se imaginaba desnuda a cualquier profesora, con lentes y una moña, delante del tablero, lista para enseñar lecciones más interesantes, y otra muy distinta es que una mujer, en plena explosión de su adolescencia, se imagine, digamos, al profesor de educación física quitándose una sudadera blanca manchada con la clorofila del pasto y descubriendo su cuerpo de tío cuarentón trabajado con balones medicinales.

¿O cómo imaginárselas a ustedes fantaseando con un enfermero que, con seguridad, desalentaría cualquier intento de preámbulo por el solo hecho de oler a alcohol antiséptico y usar batas y pantalones de algodón color azul cielo? Y claro, no podía faltar el aeromozo, aquel equivalente masculino de la azafata, quien con su chalequito y prendedor con alas motiva más pedirle una toalla húmeda que cualquier pirueta sexual.

Ya entrada en gastos, y para seguir alimentando el mito, supongamos que llega hasta el punto de salir con cualquiera de estos personajes; qué mejor que poner al profesor, al enfermero o al aeromozo a tratar de excitarla con un vestido de cuero que deje al descubierto sus nalgas y sus tetillas, y que con un material enmallado insinúe su zona púbica afeitada bruscamente. Si a esta dantesca escena le sumamos un látigo (los hombres también podemos apropiarnos del sadomasoquismo), el resultado es digno de un freak show: una especie de travestido con instinto violador que, a punta de golpes suaves, pretende pararle a una mujer algo que no tiene.

Si la liberación sexual significa que ustedes las mujeres también tengan la opción de recrear su vida íntima con los mismos lugares comunes de nosotros los hombres, me opongo enérgicamente. Cuando ustedes son profesoras, enfermeras o azafatas, se ven extremadamente sensuales. Cuando quieren estar juntas, logran calentar al más insensible de nosotros. Pero solo funciona en ustedes, bajo la manipulación armónica de su figura femenina, y no en la burda humanidad de un hombre que, si además de todo decidiera untarse cremas en la ingle, muy cerca de los testículos para tener un sexo mejor, estaría condenado al fracaso. Tal como me pasó a mí, a quien terminaron echando por ponerse a hacer maricadas que no le corresponden.