21 de octubre de 2010
El amanecer en Corabastos

Fue como si de repente prendieran la luz en medio de una noche bien dormida. Una noche verde. Venía de la acelga, del apio y del brócoli: apio a la derecha, acelga a la izquierda, y tanto brócoli aquí y allá que sus árboles diminutos le daban a uno la impresión de haberse perdido en un bosque de miniaturas. Di la vuelta al final de una hilera de 12 o 15 puestos de apio, en la bodega más verde de Corabastos, y el reino del cilantro se abrió ante mis ojos. Pero no fue en la cantidad descomunal de cilantro en lo que reparé, no fue en las ramas aromáticas que reposaban unas encima de otras en un arrume imposible de armar o de desarmar sin escalera. Ni siquiera en la intensidad de un aroma que tanto me agrada —cuando paso a su lado en el mercado de mi barrio me gusta restregar una rama con el índice y el pulgar—, pero que multiplicado tantas veces, elevado a semejante potencia, sofoca. Fue en unas pocas flores de caléndula perdidas entre la marea verde: ahí fue donde se detuvieron mis ojos por instinto, de inmediato, antes de que pudiera caer en la cuenta del primer calificativo que las describía en aquel lugar, antes que hermosas, antes que encendidas. Pocas. Así fue: apenas unas cuantas flores de caléndula en un rincón del mundo en el que se celebran los excesos, en el que se habla de toneladas, en el que no se vende por puchos ni por simples docenas. Pocas. Como extraviadas de un invernadero. Como si su destino fuera un lugar más exclusivo.
Casi ni contaban. Solo al hombre que unas horas atrás las arrancó de su huerto y las empacó con destino a la central de abastos más grande de Suramérica se le habría pasado por la cabeza que sus caléndulas serían tenidas en cuenta entre todos aquellos productos que da la tierra. Cada día entran a las bodegas de Corabastos 12.000 toneladas de alimentos.
Entran y salen. Entran casi todos en las tardes y en las primeras horas de la noche, y salen a partir de las tres de la mañana. Salen para que unas horas más tarde vuelvan a entrar otras 12.000 toneladas. Salen para darles de comer a los poco más de ocho millones de habitantes de Bogotá y sus alrededores. Entran y salen para darles trabajo a miles de personas: a muchas más que a los 6500 comerciantes que allí trabajan. A muchas más que a los 3000 coteros que ayudan a llevar los bultos repletos de frutas y de verduras desde los puestos hasta los camiones. A muchas más que a los 1500 que ofrecen tinto, que preparan arepas con queso para un tentempié de madrugada, que multiplican la sustancia de una pata de gallina en decenas de caldos con los que muchos ayudan a desafiar el frío, que exprimen centenares de naranjas compradas allí mismo para sacarles tanto jugo como sea posible.
Entre unos y otros, más los que llegan para comprar por bultos y por cargas las cebollas largas que crecen a orillas de la laguna de Tota, las piñas dulces del norte del Valle del Cauca, los maracuyás de las riberas del alto Magdalena, las papas criollas de Usme y de Chipaque o los duraznos que se levantan a mitad de camino entre Sogamoso y Duitama, entre muchísimos otros productos, suman 180.000 las personas que cada día —y en especial cada noche, una tras otra, todo el año, con excepción del Viernes Santo y del primero de enero— llegan a esa especie de ciudadela de los excesos del suroccidente de Bogotá.
Ciento ochenta mil entre los cuales no se han tenido en cuenta los mendigos, que se hacen presentes todas las noches, aunque no en abundancia. Saben que a pesar de que allí cada gramo cuenta y cada fruto suma, hay muchos comerciantes que siguen practicando la caridad convencidos de que algún dios se los multiplicará. Saben que aquellos vendedores que se han ganado una muy buena fama por la calidad de sus productos desechan los frutos o las hortalizas que les llegan con alguna magulladura o pasados de punto. Los tiran al piso sin consideración, en pequeños arrumes que más tarde recogerán los encargados del aseo, y de los cuales los más necesitados realizan una selección para rescatar aquellos alimentos a los que todavía se les puede sacar algún provecho.
Y dicen que no son solo mendigos los que ayudan a hacer más ligera la carga de los responsables de levantar la basura: también algunos rebuscadores que así y solo así pueden ofrecer por 1000 o 2000 pesos almuerzos abundantes que están más del lado del corrientazo que del ejecutivo. Ojos que no ven…
Otros que no forman parte de las estadísticas oficiales, pero que también visitan Corabastos cada noche, son los atracadores. Muchos de ellos provenientes de un barrio aledaño llamado oficialmente María Paz, pero popularmente conocido como El Cartuchito, saben que entre su mundo de escasez y el mundo de la abundancia de la central de abastos no hay más que una puerta por la que hace mucho tiempo aprendieron a colarse, casi siempre fingiendo ser braceros o ayudantes en alguno de los muchos oficios de fuerza que allí se desempeñan.
A pesar de que cada bodega cuenta al menos con un par de vigilantes y muchos otros recorren de punta a punta el inmenso predio con sus chalecos eléctricos, a pesar de que hay incluso una estación de Policía destinada con exclusividad a la central, a pesar del ojo atento de los comerciantes, que han aprendido a hacerse guiños ante los sospechosos, es rara la noche en que no se reporte al menos un atraco. Son tantos los recovecos en el interior de las bodegas, es tal la algarabía y la confusión en los días de mayor venta, que las estadísticas siempre llevan alguna mancha.
La tentación es muy grande: con excepción de algunos puestos en las bodegas de granos y procesados, en todos los demás los negocios se realizan en efectivo. Y hay compradores que llegan con camiones vacíos que llenan hasta el tope para surtir otros mercados, restaurantes elegantes, comederos populares e infinidad de tiendas de barrio. O que vienen de otras ciudades, como Daniel Murcia, que dos veces a la semana viaja desde Tunja —sí, desde Tunja, a pesar de que Boyacá es quizás la principal despensa de la capital— para surtir su mercado con frutas y verduras de otras regiones. Todos saben, compradores y amigos de lo ajeno, que comerciantes como él suelen llevar en sus bolsillos varios millones en billetes recién sacados del banco.
La noche del primer sábado de octubre, pasadas las 2:00 a.m., dos disparos pusieron en alerta a algunos de los que visitaban Corabastos por primera vez: se trataba de un ladrón que pretendía escapar del cerco que le habían tendido poco más de 20 vigilantes privados que se dieron a la tarea de perseguirlo para capturarlo y entregarlo a las autoridades. Lo lograron. Pero los agentes estaban seguros de que el hombre no iba solo y que sus compinches volverán tarde o temprano. Para quienes trabajan allí o son visitantes habituales, la escena es conocida.
Unos días atrás, dos ladrones aún más jóvenes y más ágiles que el de aquella noche se subieron a una camioneta que salía cargada de víveres y lograron hurtar una cantidad de aguacates equivalente a un millón de pesos. Mientras el conductor avanzaba hacia la salida en medio del trancón que se arma sin remedio cada madrugada con las primeras luces del día, uno de ellos deshizo los nudos que mantenían la carpa en su lugar y le alcanzó al otro, que corría al lado del vehículo, cinco bultos con la fruta, uno a uno.
No extraña descubrir de vez en cuando algún gato que posa como porcelana sobre los bultos de hortalizas. Aunque lo de ellos no es prevenir los embates de las ratas humanas, sino de aquellas de cuatro patas que andan pendientes de averiguar de dónde vienen esos olores concentrados que se mezclan, y que dan cuenta de frutas y de verduras que han empezado a descomponerse.
Dicen que en Corabastos hay para todos. Y que nadie se muere de hambre, si está decidido a no dejarse morir, por las buenas o por las malas. Eso lo sabe Kafir, un perro que tuvo la fortuna de haber nacido muy cerca de la central de abastos y que desde cachorro cruzó la reja y se hizo amigo de los vigilantes, a quienes actualmente acompaña a realizar sus rondas nocturnas y de quienes espera que le compartan algo de lo que reciben de los comerciantes como señal de agradecimiento.
Sí, hay para todos. Eso también lo sabe la Abuela, que es como conocen y le dicen cariñosamente a Cecilia Novoa, cuya historia está ligada a la de Corabastos: al fin y al cabo trabaja allí, de manera informal, desde cuando se dio al servicio la central, hace poco más de 38 años. Dice, con ese humor que le celebran quienes la conocen y la protegen, que empezó con un puesto de tinto hasta que se volvió zorra. Suelta una carcajada y corrige: "Hasta que me dediqué a llevar bultos de las bodegas a los camiones". Le iba tan bien que consiguió seis zorras que aún hoy administra, a pesar de la prohibición de que una sola persona tenga más de una de estas carretillas de madera a las que también denominan VIH: vehículos de impulsión humana. Los mejores tiempos la Abuela los conoció cuando no había horarios específicos para descargar y para comprar, ni había tantos coteros como hoy: se calcula que superan los 3000. Actualmente, en un día realmente bueno puede conseguir hasta 30.000 pesos, pero necesita trabajar de 4:00 de la madrugada a 12:00 del día y contar con muy buena suerte. Hay días en los que solo consigue 3000 o 4000 pesos, con los cuales no tiene opción de pensar en uno de esos whiskies que tanto le gustan, "de los finos, no de los chiviados".
Como ella, y con los mismos 68 años en la cédula, el Guácaro, como le dicen a este tolimense, responde, sumido en una tristeza que espanta, que hace mucho tiempo no logra contar más de 10.000 pesos al final de la jornada. Tan poco que a veces se lo piensa para tomarse uno de esos tintos de 250 con los que entretiene ese frío de las madrugadas que en todo caso dejó de asustarlo hace mucho tiempo, cuando se acostumbró a dormir tres o cuatro horas en el día y a trabajar —o a esperar que le salga trabajo— en las noches.
No conoce otra manera para ganarse la vida. Pero al menos el Guácaro tiene una pieza en donde puede aterrizar. Hay colegas suyos que se fueron quedando solos en la vida y para quienes no hay mundo más allá de las rejas y de los muros de Corabastos. Aunque no está permitido, allí viven, allí duermen sobre sus propias carretillas: no les falta la comida y de vez en cuando se asean con las mismas mangueras con las que otros lavan la papa o con las que a veces le quitan la costra de barro a uno que otro camión.
Allí están, al mismo tiempo, su forma de vida y su razón para vivir: esos pocos amigos con los que de vez en cuando juegan al tute, comentan los partidos de fútbol del fin de semana o se emborrachan en alguno de los muchos amanecederos que hay en la central: esa mezcla de tiendas y bares de pueblo que sirven cada noche cantidades industriales de aguardiente y ron. Cuando el trabajo escasea hasta el punto de amenazarlos con peores condiciones que las muy lamentables que llevan, tratan, casi siempre sin lograrlo, de conseguir chanfa al lado de los que cada noche se dedican a desgranar arveja con una habilidad y una rapidez que asombran. Como ganan por kilo desgranado, son capaces de desenvainar en dos o tres horas un bulto completo, y se llevan hasta 15.000 pesos para la casa. De noche, siempre de noche, pues quienes los contratan necesitan que el producto esté listo para ofrecer y vender aún a oscuras, desde las 3:00 a.m.
A partir de las 5:00 a.m., cuando casi todos los camiones han quedado cargados, comienza una especie de hora pico en Corabastos. Los trancones parecen de domingo al final de la tarde en la entrada a Bogotá. Pero el ruido de los motores se opaca con las bocinas y los gritos de los braceros, que corren por los andenes de las bodegas y se meten entre los camiones con destreza circense para alcanzar el equilibrio que les permite llegar hasta su destino sin dejar caer los bultos y las cajas que llevan encima.
Con los primeros rayos de sol, la mayoría de los empleados que a esa hora completan varias horas recibiendo bultos, armando cajas y despachando frutas y hortalizas empiezan a pensar en un desayuno que casi siempre tiene cara de almuerzo. Y en la cama que los espera en algún lugar de esta ciudad superpoblada que come lo que pasa por esas bodegas en las que muchas veces da la impresión de ser una galería de arte, debido al despliegue de colores y a la geometría de algunos puestos. Una galería en la que casi todo es posible y en la que las mejores historias suceden al amanecer.