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16 de diciembre de 2005

El día después de... una noche en una whiskeria

Por: Daniel Coronell

No sabía qué era más desconcertante, si la pasajera o la dirección a la que iba. Calle 23 con avenida Caracas. Un sector nada recomendable para una mujer sola, y menos aún para una vestida de novia. Los taxistas bogotanos no son muy dados a sorprenderse, pero este no podía quitar la vista del retrovisor.
-Dele, dele que allá le pago -sollozó ella mordiéndose las uñas pintadas de carmesí.
Solo entonces cayó en la cuenta de que las novias no tienen cartera. Ni bolsillos para guardar la plata. La pasajera debía tener apenas 20 años. El maquillaje le resbalaba entre lágrimas. Miraba cada segundo hacia atrás como si la estuvieran persiguiendo.
-Un hijueputa -dijo Luisa para adentro, mientras se secaba la nariz con la manga.
Temblaba como una hoja. La embargaba una mezcla de miedo, tristeza y frío. Estaba descalza y el vestido blanco debía pesar el doble por la lluvia helada que lo había empapado. El taxi la había recogido frente a uno de esos edificios con mejor pasado que presente, en Chapinero.
-¿Al barrio Santafé?, ¿está segura? -preguntó el conductor-. Esa es una zona de tolerancia.
-¿Sí?. no digás -replicó ella intentando una sonrisa que no le salió.
La dirección que le había dado correspondía a un sitio mítico, de esos que le dan fama al sector más caliente de Bogotá. Dos horas antes, como de costumbre, El Castillo Night Club había quedado súbitamente en silencio. Las luces se encendieron mientras las jóvenes se escabullían por las escaleras y los clientes miraban para otro lado con la intención de que no les vieran la cara.
-El Castillo Night Club agradece su presencia y la del maestro Jorge Oñate en esta noche de gala -se despedía el discjockey con voz impostada- e invita a la distinguida clientela a disfrutar de su atención de lunes a sábado con las chicas más bellas y la mejor rumba.
Solo un cliente seguía en su mesa. Cayó profundo sobre la mesa húmeda de ron y lágrimas. Un mesero tocó su espalda para despertarlo. El hombre, un cincuentón con aspecto de visitador médico, abrió los ojos y tardó unas fracciones de segundo en recordar dónde estaba. Sacudió la cabeza con estupor y se llevó la mano al lado izquierdo del pecho. Sonrió aliviado cuando notó que la billetera seguía ahí. No había cuenta por pagar. En estos sitios todo, absolutamente todo, se cobra por adelantado.
-No, no es por desconfianza, es la costumbre -dice Óscar, el gerente-. Esos son los ingresos del establecimiento. Lo de las muchachas es para ellas. Va de 50 a 200 mil por el método S.M.: según el marrano.
Óscar no ha cumplido cuarenta. Jamás se toma un trago. Si algún empleado bebe, lo despide inapelablemente.
-¿Qué tal un borracho al frente de un negocio de licores? -se pregunta mientras les firma vales al barman, a los de seguridad y al de servicios generales-. Este es un negocio bonito, pero hay que saber manejarlo.
El Castillo es un edificio de seis pisos. Allí trabajan 80 personas, entre ellas 62 "niñas". Ellas viven y comen ahí, bajo el techo generoso de la empresa. No duermen en la misma cama en la que ejercen el oficio más antiguo del mundo. Sus habitaciones quedan en otro piso, prohibido para los clientes. En cada uno de los cuartos viven tres o cuatro muchachas que comparten un baño. La intimidad no existe. Los únicos recintos con una sola cama son los destinados a la atención de los clientes, se llaman "piezas de ratos".
-Yo duermo en esta junto a la puerta -señala Sara, como se hace llamar una bonita muchacha de pelo largo, liso y rabiosamente negro-. En esta del lado, Beatriz. En el camarote de abajo, Juliana y la Negra, en el de arriba.
Sara cumplió 18 años hace unos meses. Con la mayoría de edad pudo aspirar a entrar a un lugar como El Castillo. Pero ha ejercido el oficio desde que tenía 14. Primero por necesidad y después mezclándole algo de gusto, como reconoce con picardía o resignación, es difícil saberlo. La inició su primer novio, un portero de la escuela de su comuna en Medellín. Perdió la virginidad de afán sobre un pupitre, muerta de miedo de que alguien abriera la puerta del salón, ese sábado de bazar.
-Olía horrible, a aguardiente y marihuana -recuerda ya sin dolor-. No me había llegado la primera regla. A el le parecía bien que lo diera por plata, si le entregaba una parte. Ahora solo trabajo para mí y cobro por ejemplo 92 mil, 162 mil o 202 mil. Depende cómo esté la cosa.
La terminación en dos mil obedece al costo de la "pieza de ratos". Hay que pagarle $12.000 de alquiler al sitio, el resto es para la mujer. Esta noche Sara ha optado por quedarse en El Castillo. Tan pronto salga el sol, se irá con otras cuatro compañeras a Medellín. Van a pasar una semana de vacaciones, a repartir lo que han ganado con sus familias. Otras se marchan tan pronto salen los clientes.
-Vamos para la San Lucas, en la Primero de Mayo -comenta Andrea con desparpajo-. Es una chimba de discoteca.
Van solas. Descansan de la rumba con más rumba, pero, claro, hay diferencias.
-Solo cuando estoy por mi cuenta, doy besos en la boca -sonríe Andrea-. Entonces una no tiene que acostarse con nadie. Y la pueden querer no más por bonita o por bailar bien.
De las 62 muchachas, 15 se han quedado en El Castillo. Entre ellas Juliana, la compañera de cuarto de Sara, una rubiecita de ojos amarillos y pestañas larguísimas que habla por un celular luminoso, a grito herido.
-Manuel, vos si sos la chimba, dejá de llamarme -vocifera haciéndose la furiosa-. Eh, maricón, vos no sos intenso, sino extenso. Huy.
Juliana se tongonea forrada en los descaderados más descaderados que se hayan visto. Ella también tiene 18, pero habla de la vida con el sabio hastío de los ancianos.
-Mirá, no quiero saber más de vos, ene-o. ¿Entendés? NO -y pulsa con cierta crueldad la teclita que corta la conversación-. Lo que me faltaba, se enamoró este.
Y antes de que alguien se lo pregunte, está contando la historia de Manuel. Un muchacho que vende celulares y que no hace sino llamarla después de haber pasado un rato pagado con ella, hace dos meses. Fue él quien le regaló este aparatico de múltiples luces, a través del cual lo insulta cada vez que llama.
Afuera, la lluvia no para. El taxi se desliza por un vecindario sórdido lleno de busconas y travestis. Luisa, la novia sollozante, se tranquiliza. El conductor, que piensa que esa noche no puede recibir una sorpresa más, se confunde cuando ve que a la muchacha le vuelven los colores a la cara tan pronto entra a la zona de tolerancia. Una especie de "hogar, dulce hogar" se dibuja en su frente, cuando llegan a esos callejones de mala muerte y peor vida.
-Disculpe, señorita. señora, ¿qué fue lo que le pasó? -se atreve a preguntar el taxista-. ¿Qué pasó en su matrimonio?
-¿Cuál matrimonio?, ¿vos sos güevón o qué? -grita otra vez por el teléfono Juliana a unas cuadras de allí, en el quinto piso de El Castillo respondiéndole a Manuel la cuarta llamada de la noche-. ¿Vos creés que me voy a salir de aquí a aguantar hambre?... ¿Quién le va mandar plata a mi mamá y a mi hermano?... ¿O es que te imaginás, gonorrea, que es muy baratico vivir en Bellavista?
Sara, que está al lado de la monita grosera, explica que el hermano mayor de Juliana está en la cárcel de Bellavista. Lo condenaron a 19 meses efectivos por concierto para delinquir, extorsión e intento de homicidio. Le fue bien, porque Juliana jamás lo ha desamparado con plata para el abogado. Ni con los 200 mil semanales para que lo protejan, le den colchón, cobijas y no tenga que comer del bongo, como le dicen a la cocina oficial de la prisión.
-Y para que tampoco se lo coman a él -añade Juliana sonriente, como si se tratara del mejor chiste-. Pero el lunes, o máximo póngale el martes, lo largan, Sarita. Te lo voy a presentar pa‘ poderte decir cuñaíta, oíste, mamita?
Óscar, el gerente, recibe el reporte de los cajeros. No fue tan bueno el día como otros. El amo de El Castillo maneja el tema con frialdad profesional. El trabajo es nuevo para él, antes tenía un cargo administrativo en el Congreso, pero su posición le ha enseñado otra forma de ver la "vida alegre".
-Ellas nos dan de comer a todos -replica inspirado, mientras se toma a sorbos cortos su gaseosa-. Por lo general, son buenas madres y buenas hijas. Aquí en El Castillo lo que consiguen es para ellas, se les da comisión por lo que tomen los clientes, no pagan arriendo y reciben tres comidas diarias.
Sara está dichosa con El Castillo y con los resultados de su trabajo. Ha tenido meses de diez millones de pesos. El promedio de ingresos para una de sus colegas es de tres millones. Las cifras de Sara son realmente excepcionales.
-Pero esto es como plata robada -sentencia ella-. Conforme uno la gana, conforme uno la gasta. No he ahorrado prácticamente nada.
Y no debe ser por desorganizada. Su plan de vida está rigurosamente trazado.
-Con los primeros ahorros me voy a operar las tetas -se levanta inesperadamente la camiseta mínima y nos deja ver a Juliana, a Juan David, el fotógrafo, y a mí unos senos pequeños y perfectos-. Con tetas grandes se consigue más plata. Después me opero la nariz y cuando esté divina busco la forma de irme para Aruba o para Japón. De allá voy a traer para comprar mi casa.
Luisa suelta una carcajada triste que le eriza la nuca al taxista. Ya han pasado Troya, Los Delfines y Las Paisas, tres establecimientos cotizados del sector. Varios malandrines de poca monta conversan con los patrulleros de la policía que a esa hora no quieren detener a nadie, lo único que anhelan es que la puñalada no los sorprenda en los minutos que restan del turno. Está abierta la fritanguería que anuncia desayunos, almuerzos, comidas o picadas por dos mil pesos.
-Ningún matrimonio, home -le dice Luisa en tono confidente al conductor-. No se deje creer del vestido de novia, yo trabajo allí en El Castillo. Anoche un cliente llegó y pago los 100 mil pesos de multa para sacarme del sitio. Arregló conmigo por 150 mil. Me los pagó, los dejé en la caja y empaqué en la carterita un paquete de cigarrillos, dos condones y 20 mil pesos pa‘l taxi de la devuelta. Suba aquí hasta la Caracas y bajamos por la 23.
Sara y Juliana narran que hay gente con gustos raros. Manías inconfesables que encuentran cauce frente a una mujer de alquiler. Un cliente habitual, por ejemplo, tiene la costumbre de "estrenar" a las jóvenes de El Castillo. Cada vez que ve una nueva, la invita, le regala ropa, paga la multa, la lleva a conocer su casa, le hace el amor apasionadamente y la devuelve con una buena propina. Después no le vuelve a hablar nunca, ni la voltea a mirar siquiera.
-El más raro en este perreo me tocó hace como tres meses -relata Juliana mientras arroja cosas en su maleta-. Era un cangri de 25 años bien vestido, un hombrón con cuerpo de deportista. Me llamó desde lejos. No me pidió rebaja. Cuando subimos me empezó a desnudar y a ponerse mi ropa -la muchacha se sonroja en un gesto de pudor impensable un minuto antes-. Quedó vestido de mí y me habló con voz suavecita: "Me llamo Tatiana. Juguemos a que somos par lesbianitas".
Sara suelta una risa desmedida que deja ver sus dientes bonitos. Mientras en la grabadora Sankey suena una bachata. "Decisiones tomó aquella madre, la prostitución la llevó a progresar. Amor de madre, es un amor infinito.
-Por eso yo los prefiero viejos y borrachos -confiesa Sara ante el asombro de todos-. Esos cuchos lo que quieren es pagar y no hacer nada. Cuando llegan al cuarto duermen un cuarto de hora y salen dándoselas de Supermán con los amigos.
La lluvia había amainado. El taxi estaba en la puerta de El Castillo. Luisa le relataba al conductor que el cliente la llevó a una vieja casona en Chapinero. Era una casa oscura pero bonita, llena de espejos y retratos al óleo. No la invitó a sentarse ni le dio un trago. La hizo subir por una escalera que crujía a cada paso, hasta una habitación que olía a guardado. En el cuarto había un maniquí ataviado con un vestido de novia. El hombre le pidió que se lo pusiera, y se fue.
-Cuando me vi vestida de novia, me dieron unas ganas de llorar horribles. Un minuto después entró el tipo de frac y sombrero cubilete -Luisa volvió a estremecerse al recordarlo-. Me dio miedo verlo, pero casi me muero cuando vi que en la mano llevaba un fierro. Un revólver con el que me encañonó y me mostró la puerta de la habitación.
-Que por esta puerta salga, que por esta puerta vuelva -reza Sara arrastrando su maleta-. Aquí hay muchos agüeros. Uno no presta la escoba, hay que barrer con ruda y pegarles con ramas a las paredes para atraer la buena suerte. ¿Tenés los paz y salvos, Juliana?
El Castillo tiene en su puerta una alcabala infranqueable. Con maleta solo puede salir la muchacha que muestre el paz y salvo de la caja. Ese es el único momento en el que se usan la cédula y el nombre verdadero. Por último, un empleado requisa la maleta.
-Movete, guajiro, que vamos a perder el bus -le decía Juliana al portero cuando volvió a sonar su celular-. Dejame en paz, cabrón, que estoy con un cliente haciendo bien rico lo que sé hacer.
Al otro lado del portón de madera, el taxista escucha a Luisa, estremecido.
-Me llevó a otro cuarto donde había un ataúd tirado en el piso. No oía mis súplicas, me amenazaba todo el tiempo con el revólver y me obligó a meter en el cajón. Cuando pensé que me iba a pegar el tiro, guardó el tote y empezó a cerrar la caja. Abrió la ventana del féretro y pude ver cómo encendía cuatro velas alrededor. Se montó en el cajón y empezó a tocarse. Cuando pudo llegar, abrió el ataúd y dijo que si me volvía a ver no me la rebajaba. Salí corriendo, dejé mi ropa, mi cartera y dos cuadras después paré su taxi. Voy a pedirle al portero que le pague.
-Eh, ¡no joda!, volvieron rápido las rumberas -pensó en voz alta el guajiro cuando oyó que alguien golpeaba-. Sara y Juliana pueden salir, buen viaje, nos vemos en ocho días.
-Ocho días es lo que llevo esperando que me abrás, guajiro -replicó Luisa alzando hasta las rodillas su traje blanco y mojado-. Pagale al mancito y me lo anotás.
-Las cosas que se ven en este chochal -reflexionó Sara cuando a su lado pasó Luisa vestida de novia.
-Cojamos el mismo taxi de esta -sugirió Juliana chasqueando los dedos-. Hey, man, ¿nos llevás a la Terminal de Transporte?
-Qué tal la historia de la que se acaba de bajar -preguntó el taxista contando los 14 mil pesos que le acababa de dar en billetes de mil el guajiro.
-Tampoco le coma a esa perra -replicó Juliana prendiendo un cigarrillo-. Todas esas putas son mentirosísimas.