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12 de abril de 2012

Zona crónica

El hombre que se convirtió en espejo

Nahuel Maciel no se llama Nahuel Maciel ni habló nunca con García Márquez, Vargas Llosa o Carl Sagan, aunque publicó entrevistas con ellos en la prensa argentina. Crónica que acaba de ganar el premio Las Nuevas Plumas, sobre un periodista fantástico en todo el sentido de la palabra.

Por: Eliezer Budasoff

El Mesón de Jeremías es un restaurante que no existe, ubicado en un punto preciso de la costanera de Gualeguaychú, frente a la isla Libertad. Lo inventó Nahuel Maciel, que no se llama Nahuel Maciel, para poder escribir sobre cocina en el diario El Argentino: los clientes de Jeremías nacían al llegar al lugar y morían un párrafo después del proceso de cocción, una vez agotadas sus historias de pasiones cotidianas, la receta, el espacio disponible para el texto.

—Algunos lectores llamaron al diario para saber cómo podían llegar al restaurante –dice Maciel, mirando hacia el río. Es de noche, la orilla está iluminada.
—En un momento llegó a haber como diez o quince personas que aseguraban que habían comido en el mesón de Jeremías. Era una ficción, ¡un recurso!
Maciel abandona una sonrisa a mitad de camino y apura el cigarrillo. Lo tira. Lo pisa.
—Pero claro, algunos ya preguntaban: “¿Volviste a las andanzas, Nahuel?"

A principios de los noventa, Nahuel Maciel se convirtió en leyenda por plagiar e inventar con eficacia, sin vacilación, largas entrevistas a personalidades como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Juan Carlos Onetti y Carl Sagan, que fueron publicadas entre 1991 y 1992 por el suplemento de cultura de El Cronista. Los hechos a los que nos referimos ocurrieron hace dos décadas, en Buenos Aires, y se prolongaron algunos años en Paraná, capital de Entre Ríos, donde se fue a vivir después del hito más conocido de su pasado, lo que se considera el punto más elevado al que lo llevó el ciclo ascendente de la mitomanía: en 1992, ante una sala repleta de 500 personas, el joven Maciel presentó en la Feria del Libro de Buenos Aires Elogio de la utopía, una edición de conversaciones ficticias o copiadas con García Márquez, prologada por un texto de Eduardo Galeano que Galeano nunca escribió, con un prefacio a cada capítulo plagiado casi literalmente de un libro del sacerdote argentino Mamerto Menapace, a cuyos textos les había cambiado la palabra ‘Dios’ por ‘utopía’. 
Nahuel Maciel tiene 47 o 48 años, y hace más de diez que trabaja en Gualeguaychú, una ciudad entrerriana de 90.000 habitantes, en el límite con Uruguay, famosa en el país por sus carnavales. Un lunes de agosto de 2011 le pregunté si había nacido en Entre Ríos. Estábamos en su oficina, en la redacción del diario El Argentino, sin grabadores. “No –me dijo–, no sé, no sé”, y su mirada se tornó esquiva un instante. En otra vida llegó a tener varios documentos, dijo. En el de ahora, ha dicho, figura como Arquímedes Benjamín Maciel. Pero hace veinte años que firma las notas con el mismo nombre. 
Nahuel Maciel, que no se llama Nahuel Maciel, no se cambió el nombre.
“El pasado te alcanza siempre”, me dijo esa tarde.
Nahuel Maciel no quiere que escriba sobre él.
“Estoy cansado, flaco”, me dijo. 
“Me han matado”. 
El último que mató a Nahuel Maciel fue Eduardo Montes-Bradley, un polemista argentino que hace documentales, porteño por adopción, cuya perspectiva particular de la realidad nacional, en este caso, podría describirse como la mirada de un turista extranjero indignado: una señora pituca de Buenos Aires que acaba de volver al país después de unas largas vacaciones en Miami, y todo lo que ve a su alrededor le genera pánico moral y rechazo estético. Así es como suena. En 2004, Montes-Bradley leyó una nota sobre Maciel en la revista Noticias, ‘El gran simulador’, y se fue a Gualeguaychú con una cámara, a buscar una complicidad que no halló. “Habla el más exquisito embaucador del periodismo, tras años de anonimato. La increíble historia del hombre que inventó hasta un libro con García Márquez”, decía la presentación de la nota, y llevaba la firma de Emilio Fernández Cicco, periodista conocido por postular “una forma salvaje de hacer crónicas” (el “periodismo border”) basada en la experiencia directa. Era un diálogo telefónico grabado a distancia, redactado con la aparente pretensión de ocultar con sarcasmo una mirada superficial. 
—¿A vos te costó encontrarme? –pregunta Nahuel Maciel apenas se sienta en la mesa del bar. Es la primera vez que nos vemos. La pregunta es retórica–. ¿Viste? Después sale que estoy escondido. Que estoy en el anonimato: todas las semanas firmo mis notas con el mismo nombre. Trabajo en una empresa que cumplió 100 años. Cada vez que quise contar que estoy agradecido (porque había que tener huevos para tomarme entonces, cuando me tomaron en El Argentino), sale que estoy escondido.
—Pero yo no pondría esas cosas. 
—Sí, todos dicen lo mismo. Te puedo hablar de la mala praxis con nombre y apellido. Te puedo hablar de la confianza, porque la perdí en mí mismo. Yo escribía algo y decía: “Pero ¿esto es mío o creo que es mío y lo leí?”. Tuve que laburar mucho la confianza en mí. Y después tenés que bancarte que cualquier boludo venga a cobrarte una factura, y vos ni lo conocés. ¿Y vos quién sos? 
Eduardo Montes-Bradley. Su ‘documental-ensayo’ El gran simulador, presentado en Uruguay como No a los papelones, se estrenó en Punta del Este en enero de 2007, en pleno conflicto argentino-uruguayo por la instalación de una inmensa fábrica de pasta de celulosa en Fray Bentos, frente a Gualeguaychú, del otro lado del río Uruguay. Montes-Bradley sale de Buenos Aires, maneja 226 kilómetros, llega a Gualeguaychú, se escandaliza porque ve carteles rotos en las calles, busca a Nahuel Maciel, se frustra por su modo de reconocer el pasado, busca polémica entre los ambientalistas, se escandaliza con la clase media entrerriana, se burla de sus argumentos contra la contaminación, busca a Nahuel Maciel, se frustra porque habla en serio de sí mismo, filma íconos religiosos en la ruta, y todo eso lo lleva a concluir que “la simulación y la impostación en este país son extraordinarias”, y que sus compatriotas son unos imbéciles, y todo eso lo escandaliza y lo frustra muchísimo. Uno no entiende por qué en las críticas del film se repiten tanto las palabras ‘provocador’ y ‘provocación’.
—Buscá ‘prestigio’ –dice Maciel, y me pasa uno de los libros marrones que forman una pila en su escritorio, al lado de la computadora. Es una edición vieja, en tomos, del diccionario de la Real Academia, con tapas semiduras y ribetes descoloridos por el uso, por el paso del tiempo.
—“Prestigio: del latín preaestigium… Engaño, ilusión o apariencia con que los prestigiadores emboban y embaucan al pueblo…”. 
—¿Viste? Cuando te dicen que alguien es “un prestigioso periodista”, hay que tener cuidado con lo que están diciendo. 
Me mira de reojo.
—Y este no es un diccionario que escribió Nahuel Maciel, eh. 
Nahuel Maciel, que no se llama Nahuel Maciel, es un personaje trágico y un hombre feliz. 
* * * 
—A Paraná cayó a principios del 93. Nosotros hacíamos el semanario, pero ya estábamos con el proyecto del diario. Cayó con los libros que había publicado con El Cronista: se conoce el de García Márquez, pero tenía más, como cuatro o cinco. Vino a preguntar qué podía hacer. Y yo lo puse a capacitar gente.
Dice Daniel Enz, director del Semanario Análisis de Paraná y exdirector de Hora Cero, el diario donde Maciel empezó a trabajar cuando se fue de Buenos Aires. 
—Justo me faltaba alguien que me ayudara a preparar gente para la redacción del Hora Cero. ¿Entendés? Entonces lo puse a hacer una especie de taller intensivo para varios, que fue lo que hizo durante tres o cuatro meses. Y lo hizo bien. Al loco le gusta enseñar. Además, Nahuel es bueno en eso: tiene mucha parla. 
“Me presentan un tipo morocho, de barba, flaquísimo, muy locuaz pero a la vez muy tímido, de gestos muy suaves, de palabras muy suaves y cuidadosas, muy caballero. Muy seductor: no solo con las mujeres sino con todo el mundo, incluso con los niños. Y de veras que tenía una impronta muy diferente a todos nosotros. Maciel era de una madera distinta. Pero a todo esto lo puedo ver ahora. Lo puedo leer ahora, después del paso del tiempo”, dice Marcela Canalis, y en realidad logra que su descripción tenga el destello de un trance, que es como recuerda esos años: con la consistencia de una atmósfera cálida, un poco alucinada, que no se diluye a pesar de los ruidos de la esquina más transitada de Paraná un lunes a mediodía. 
En 1993, Marcela Canalis regresó a vivir al Litoral argentino después de pasar ocho años en Buenos Aires, y Enz la convenció para que se sumara al proyecto de Hora Cero, donde terminó al frente de las producciones especiales. Canalis tenía experiencia en gestión cultural y en televisión, pero nunca había hecho gráfica. Esos primeros días le pidieron que ayudara a organizar los talleres que iba a dar Nahuel Maciel, un periodista recién llegado, que venía con credenciales de Le Monde. 
—Él mantenía una distancia con nosotros. Era un profesor, y realmente lo era. Asumió ese rol entonces, como luego asumió un montón de otros roles. En ese momento, cuando estaba en la cresta de la ola, él era el personaje que vos querías que él fuera. 
“¿Un indio mapuche que hace entrevistas por fax? El concepto no podía ser más fascinante. Tenía ese contraste que tanto nos seduce a los periodistas: esa mezcla del mundo primitivo y la hipercivilización”, escribiría después Mario Diament, exdirector de El Cronista, en una versión de la historia que publicó en 1996 en la revista Noticias. 
La primera vez que Maciel apareció en la redacción de El Cronista, cuenta Diament, fue a finales de 1991, una mañana que a la editora de El Cronista Cultural se le había caído su nota principal: “Se presentó como un indio mapuche que había escrito artículos para Le Monde de París y el National Geographic, algunas de cuyas fotocopias traía consigo para probarlo. Venía a ofrecer –dijo– una entrevista con Mario Vargas Llosa que había realizado vía fax, lo cual, para una editora que ve pulverizarse la nota principal del suplemento, caía como maná del cielo”.
El pasado mítico de Nahuel Maciel (su crianza o filiación indígena, su conexión con grandes figuras literarias y con medios gráficos internacionales) operó con la misma eficacia cuando apareció por primera vez en El Cronista, en Buenos Aires, y cuando llegó a Paraná, dos años después. En Entre Ríos, sin embargo, se reconoce como un plus, como una atenuante y un rasgo de genialidad a la vez, el hecho de que la prensa porteña haya sucumbido primero, tan voluntariamente, a la figura del descendiente de mapuches que hacía entrevistas por fax; el hecho de que Maciel hubiera penetrado tan limpiamente en las grandes estructuras de la capital, que se suponen más evolucionadas e inaccesibles. Una mirada igualmente improductiva para la realidad de Nahuel Maciel, que solo reconoce como motor íntimo la mezcla fatal de insatisfacción y locura que cargaba esos días. 
—Yo tuve mil oportunidades de zafar en el 92. Podría haber dicho: “Con esto demostré la mediocridad, primero, del mercado cultural argentino y, segundo, la debilidad del sistema, que cualquier cosa se publica”. Y quedaba como un capo. Primero me iban a hacer papilla nacional, pero después me convertía en un héroe: el caso va a la universidad y se estudia. Pero era mentira. Yo sabía que no era así. Aquello fue un error. ¿Cuál fue el error? No separar entre la fantasía y la realidad. 
“Error involuntario”, dice Maciel, es una expresión redundante. 
Y pone en marcha el auto.
* * * 
En diciembre de 1995, Eduardo Galeano publicó una nota en el semanario uruguayo Brecha –‘Resignación’–, en la que narraba el hallazgo del prólogo que supuestamente había escrito para el libro de Maciel: se había topado con Elogio de la utopía por casualidad, en una biblioteca de Estados Unidos, tres años después de su publicación. Galeano, que nunca escribe prólogos, advertía al comienzo de este prólogo: “Es tarea y es propio de los maestros prologar las obras de sus discípulos, pero lo cierto es que no considero a este joven periodista como un discípulo, puesto que casi siempre es él quien me enseña”. En Argentina, los libros se habían quitado de circulación tiempo después de la presentación: fueron recuperados y quemados ante escribano público cuando el sacerdote Mamerto Menapace envió a los editores las pruebas del plagio.
En junio de 1996, a seis meses de la nota de Galeano, Mario Diament publicaba su versión del paso de Maciel por la redacción de El Cronista. Allí, en su texto ‘Inventando a Gabo’ decía lo siguiente sobre el libro que había derivado en la ruptura definitiva del idilio con Maciel: “No pude asistir a la presentación, pero pregunté al día siguiente cómo había salido todo, y si Galeano había estado presente, y todo el mundo me aseguró que sí”.
Los finales de las relaciones también tienen un mito de origen. Para Diament, por ejemplo, la relación con Maciel se comenzó a derrumbar con un muerto: Shmuel Yosef Agnón, escritor israelí que recibió el Nobel de Literatura en 1966, fallecido en 1970. Una tarde, escribe Diament, cuando Maciel ya se había convertido en colaborador permanente de El Cronista, Nahuel se le acercó en la redacción para preguntarle si le interesaba “una nota con el premio Nobel israelí I. S. Agnón”: 
—¿Él quiere hacerla? –le pregunté. 
—Bueno, se puede intentar –me respondió, masticando su bigote como solía hacerlo–. Tengo buenos contactos.
—Tienen que ser muy buenos –le dije–, porque resulta que Agnón está muerto. 
“Se quedó cortado un momento, y luego murmuró: ‘No lo sabía’”, cuenta.
Y también cuenta esto: que después de ese episodio, que había profundizado sus inquietudes, Maciel publicó en El Cronista una entrevista más, a Juan Carlos Onetti –que era conocido por su aversión a las entrevistas–, antes que “se impusiera una veda a la publicación de sus notas”. 
—Yo siempre me peleo con los periodistas porteños: ninguno hizo nada para ver cómo lo sacaban adelante a Nahuel. Todos lo condenaban, pero ninguno hacía nada. Cuando yo cuento la historia, todo lo que hicimos con Nahuel y cómo se recuperó, los porteños no saben dónde meterse. Se meten la lengua en el ojete –dice Enz–. Y terminan pidiendo perdón. 
Hay tres cosas que cualquier periodista de Entre Ríos sabe sobre Daniel Enz: que su furor por el periodismo es ingobernable, que sus empresas han sido duras pagadoras, y que su reflejo de protección a quienes considera en situación de extrema debilidad es instintivo y está por fuera de todo cálculo. Para mayo de 1994, cuando comenzó a salir a la calle Hora Cero, el rango de Maciel en la estructura de la redacción había entrado en transición. “Lo puse al frente de un suplemento de la zona de La Paz (interior de Entre Ríos). Él coordinaba todo eso y hacía una contratapa. Ahí encontramos que su contratapa tenía similitudes con algunas notas de Soriano. Entonces yo empiezo a averiguar: ahí me entero”, dice Enz. 
Un llamado a un colega en Francia confirmó que Maciel no trabajaba para Le Monde, y tendió una soga de pólvora hasta Buenos Aires, donde estaba anudada a una bomba con su pasado reciente. Enz se asesoró, confrontó a Maciel con las pruebas, le ofreció ayuda profesional, y lo puso a producir en segundo plano, para que pudiera seguir escribiendo.
—Nahuel tiene una capacidad de producción como pocos. Puede escribir un suplemento de doce páginas por día, si quiere. Además, porque le vuela el mate. Y le encanta jugar así, al límite entre la verdad y la ficción –dice Enz, mientras su coche traquetea por calles de tierra, en las afueras de Paraná, antes de tomar la ruta hacia Gualeguaychú. 
“Él había caído en desgracia y yo necesitaba gente que escribiera. No podía escribir un suplemento por día los siete días de la semana: ni me interesaba ni era mi rol. Entonces me dieron a Nahuel. Hacíamos un suplemento que se llamaba Chau chau cocina, y a lo mejor, ponele, paralelamente, nos tocaba hacer uno sobre Evita. O sobre Perón. Y él escribía, desde textos sobre los funerales de Evita hasta unas notas espectaculares sobre vinos. Vos pensá que no se podía googlear. No era que él entraba a una computadora y se ponía a cortar y pegar. Él se sentaba en una máquina, te hacía la nota y te la traía, escrita magistralmente”, recuerda Canalis. 
* * * 
“Google es el oráculo de los mediocres”, me dice Nahuel Maciel otro lunes, frente al mismo río. 
Es la segunda vez que nos vemos. Maciel no ha cambiado su opinión respecto de la nota. No le interesa hablar del pasado. “No es una película –dice–, yo al principio pensé que era una película, pero esto no tiene final feliz”. 
Le digo que su presente parece contradecirlo. Que se lo ve entero. Que parece feliz.
—Claro, yo soy muy feliz. ¿Para qué tener una charla, entonces? ¿Para qué pelearme con un sentimiento, si después sale publicada cualquier cosa? Tengo una actitud que es reparadora: hacer lo que tengo que hacer, de la mejor manera posible, sabiendo que no tengo margen para el más puto error. Vos podés escribir una crónica y olvidarte una cita, y no pasa nada. Yo no puedo. ¿Entendés? No tengo derecho al olvido.
“Hay cosas con las que no podría convivir; con eso puedo convivir. No sé si está bien o está mal: a mí me joden otras cosas. Pero yo vi un veneno terrible. Cuando llegaron detalles de la situación de él, hubo gente que hizo causa común. Gente que decía: ‘Nos estafó a todos’. Y yo decía: ‘¿Pero desde qué lado…?’”, recuerda Alfredo Ibarrola una mañana de septiembre de 2011, tres meses antes de ser nombrado secretario de Cultura de Paraná por su extensísima experiencia en el área. Ahora, en la vieja estación de trenes donde funciona su oficina, Ibarrola regresa a esa época, hace diecisiete años, en la que lidiaba con su separación, con la muerte de su padre y con la distribución del diario Hora Cero. Durante algunos meses, Ibarrola alojó a Maciel en una casita que había alquilado en calle Misiones, en Paraná. Ambos compartieron, simultáneamente, el hogar y la intemperie: los dos asistían entonces al derrumbe de lo que habían sido sus vidas hasta hace muy poco. Ibarrola disfrutaba de estar con Maciel, cuenta, de su humor ácido y de su conversación, y no hacía demasiadas preguntas. Tenía suficiente con sus propios demonios.
—Yo estaba tratando de no caer en la depresión, mis hijos me daban mucha mano y Nahuel fue uno de los tipos que estuvieron ahí, que se quedaron cerca. Después en un momento tomó su rumbo. Cuando termina Hora Cero, él se va a Concepción del Uruguay. Ahí conoce a su actual mujer, tuvo un hijo, tuvo una hijita. Cuando retomé el contacto, ya estaba en Gualeguaychú hace varios años. Lo vi estabilizado como persona, ya fuera del personaje. Lo que pasa es que yo también veía que había cosas que lo perseguían y que lo van a seguir persiguiendo de por vida.
Me digo que es una exageración: que los periodistas que llegan a Maciel buscando a ese impostor fabuloso, y lo reconstruyen tal como necesitan que sea y no como es, no son enviados por los dioses del olimpo periodístico a comerle el hígado, como castigo, cada vez que le crece uno nuevo. Que haber desafiado –desconocido, burlado, actuado como si no existieran– los códigos de un sistema que se propone representar ‘la realidad’, no es lo mismo que revelar el secreto del fuego. Que es un despropósito hablar de Prometeo, o de su análogo Loki, ese personaje camaleónico de la mitología nórdica, de maldad atenuada, que se mezcló libremente con los dioses, los estafó, y fue castigado. Pero uno a veces necesita recurrir a los mitos, para que el propio relato no se convierta en uno. Porque hay una lógica de fábula que persiste en esta historia si evadimos la comodidad del maniqueísmo: Nahuel Maciel, haya sido o no su voluntad, terminó revelando que ese olimpo también estaba construido de palabras y de creencias, que esas proezas y esas jerarquías también eran obra de unos hombres y de sus ambiciones. Que también se cree porque se quiere creer.
—Nahuel nos marcó a todos, porque interactuó con todos. Era tan Zelig, que con cada uno se relacionaba desde otro lugar. Era un poco la exacerbación del personaje de cada uno. Los varones grandes, por ejemplo, lo tenían allá, a la distancia. Creo que les puso un espejo a todos. El espejo de la propia invención que uno hace de uno mismo, ¿no? Todos hacemos un personaje. Y si no tenés eso más o menos claro… Cuando te ponen frente a ese espejo, sobre todo a los varones, a los machos alfa de la redacción, les provocaba un pánico, un terror. 
Canalis tantea su atado de cigarrillos de arriba de la mesa. Saca uno. Lo enciende. Exhala.
—Me parece que lo que pasó fue eso: que fue un espejo para todos. Y los que estábamos más o menos bien de la cabeza, o peor, pudimos no asustarnos con ese espejo –dice, y se queda unos segundos en silencio. Alrededor hay menos ruido. Son casi las 14:00. 
En Paraná, la agitación de mediodía cede lugar a la siesta. 

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