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15 de junio de 2004

El placer de no ser político

Uno de los grandes placeres de la vida es no ser un político. Si fuera un político, para empezar, no podría vestirme como me visto.

Por: Antonio Ungar - Edición 52
| Foto: Antonio Ungar - Edición 52

Uno de los grandes placeres de la vida es no ser un político.
Si fuera un político, para empezar, no podría vestirme como me visto. Mi asesor de imagen aconsejaría ponerme corbata, una distinta para cada día: la del color del partido, la de moda entre los otros políticos, la del gusto de los votantes. Y cuál peinado, qué gestos, qué sonrisa usar. Lo necesario para parecer al mismo tiempo un estadista serio, un líder y un hombre del común, sin competir en protagonismo con mi jefe político. Me pasaría horas delante del espejo o de los maquilladores, calculando con cuidado cada detalle de la trampa para electores. Tampoco hablaría como hablo; no diría nada políticamente inconveniente, tendría las palabras y los gestos completamente controlados. No podría opinar libremente, emborracharme con los amigos, salir a cantar por la calle.

Asistiría además a actos públicos aborrecibles. Desde aburridísimos cocteles hasta solemnes sesiones del parlamento, pasando por recepciones en embajadas, reuniones del partido, inauguraciones de puentes, eventos en escuelitas, discursos en plazas públicas: siempre con alguien queriendo palmearme el hombro, darme una queja, brindar con trago, echarme cepillo, hacerme fotos, llorar en mi hombro. Tendría que tomar whisky con los políticos más viejos y poderosos, almorzar con posibles aliados, estar mintiendo desde el desayuno. Nunca podría encerrarme en mi casa, dar una vuelta sin haberme bañado, irme tranquilo a las fiestas de un pueblo.
Tendría los gustos y las costumbres de un político: tomaría aguardiente con mis copartidarios, viajaría a Bogotá todos los lunes, usaría un gran anillo de oro, echaría chistes verdes, sería autoritario con mis subalternos, perseguiría a las secretarias. Sería dueño de una finca en tierra caliente que recorrería a caballo y con sombrero, seguido de mis secuaces. Abriría cuentas secretas para los dineros robados. Y tendría, por supuesto, una amante muy maquillada, de largas piernas envueltas en medias de seda, labios carmesí y melena teñida de rubio. Una que maullaría en la cama del motel y me diría 'papi chuli' acariciándome la barriga (yo tendría una gran barriga) para que yo le financiara todos sus caprichos.

Estaría siempre vigilado, obsesionado con mi seguridad. No podría caminar tranquilo, a cualquier hora del día y con cualquiera, ni montar en bus, ni llegar caminando a la casa de madrugada. Tendría escoltas de gafa negra y revólver, coches blindados, horarios programados, rutas cambiantes, bramido de radioteléfonos alrededor. Sospecharía de todos mis subalternos, de todos los que me aplaudieran en una multitud.
Y tendría que obedecer, por supuesto. Seguir las líneas del partido, hacerle el trabajo sucio al líder, echarle cepillo al cabeza de lista, inclinarme ante ministros, hacer genuflexiones ante presidentes, besar los pies de empresarios, mafiosos y embajadores. Ser amiguete de los periodistas poderosos, de los capos de San Andresito, de los esmeralderos. Tener con cada uno un discurso distinto. Y quedar bien además con los parientes de mi mujer, de mi cuñado, de la empleada del servicio: conseguirles puestico a todos. Sonreír, sonreír mucho.

Todo eso agregado, claro, a las bien conocidas actividades propias del político. Asistir a interminables sesiones en el Parlamento, aguantarse horas de exposiciones, proyectos de ley, enmiendas, discursos de todos los representantes. Tragarse las mentiras del ministro, soportar los regaños del presidente. Tenerse que leer (o fingir leer) infinitos informes económicos, análisis contables, presupuestos de obras. Y echar discursos en la plaza pública, siempre seguro, siempre sonriente, siempre confiable.
Y todo eso (la manera de hablar, de vestirse, las costumbres, el discurso, la seguridad, la prepotencia, la obediencia) serían solo las primeras escenas de la pesadilla que implica ser un político, pero basta para confirmar el inmenso placer de no serlo. La alegría que da haberse librado de ser esa especie de muñeco inflable, sonriente, desconfiado, hinchado de orgullo y de arrogancia. Esa víctima de sus electores, de sus jefes, de su poder, de su imagen perfecta repetida en todos los medios de comunicación.