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15 de junio de 2004

El placer de no ir al campo

Como será de estéril la naturaleza que en el campo no provoca ni comer ni fornicar. Es claro que en medio de la naturaleza nacen niños, y que también allí se traga.

Por: Alberto Aguirre
Alberto Aguirre

Como será de estéril la naturaleza que en el campo no provoca ni comer ni fornicar. Es claro que en medio de la naturaleza nacen niños, y que también allí se traga. Pero tragar simplemente para alimentarse en función de la naturaleza, esto es, en función animal, que se realiza por necesidad. Y lo que se hace por necesidad no es nunca placer. En el campo no se podría pensar en un coq-au-vin. El placer del paladar sólo se disfruta en la ciudad, en medio de la civilización, lejos de la naturaleza. Igual sucede con aquel otro placer. Ayuntarse como los perros para tener hijos es una pura mecánica, que excluye por sí el placer. (Por eso -dígase de pasada- el matrimonio es fenómeno de la naturaleza). El placer del coito y de los múltiples modos de la fornicación es hecho de cultura, de elaboración, bien lejos de lo natural. ¿O se podría alguien imaginar un swinger en el Alto del Chocho?
Con razón y suma perspicacia poética decía Barbey d'Aurevilly: "Maldito sea el campo donde los pollos se pasean crudos". Pues solo una chucha es capaz de comerse un pollo crudo. La cocción que da la sabrosura es eso: cultura. El campo es siempre presa dura. Que la delicia viene solo desdeñando la naturaleza y alejándose de su maquinismo. Y solo así se encuentra la cultura, que es el placer del coq-au-vin y del coito y del swing y de las Cuatro Estaciones y del Entierro del Conde de Orgaz y de A la recherche du temps perdu y del teorema de Fermat y de una verónica de Manolete.
Otra cosa deliciosa es que la cultura permite la pedantería. Dice Todorov: "El hombre vive simultáneamente en dos universos distintos: en el de la naturaleza y en el de la cultura; la naturaleza está ahí, y el hombre no es más que un elemento entre otros; el de la cultura es un mundo que él ha creado y cuyos valores encarna". No se concibe a un campesino leyendo a Todorov.
Es sabrosa la cultura, y más adobada con aquel ingrediente de la información o de la ufanía, que abre al hombre ante los demás hombres. Porque el campesino es estanco, y no ve más allá de sus narices, y camina con los ojos clavados en el surco que deja el buey. No se le ocurre pensar siquiera en lo que habrán dicho otros hombres. La naturaleza desconoce la cita, y el prurito citacional es puro prurito de cultura. Decía Huysmans: "La naturaleza... ¡qué monótono almacén de prados y de árboles, qué banal exhibición de mares y montañas! La naturaleza, esa sempiterna vieja chocha".
Cuando mi compañera me dice: "Ve, qué paisaje tan lindo". Yo lo reviro de inmediato (y sin necesidad de mirar): "Es el mismo". Todos los paisajes son iguales, en cualquier latitud y en cualquier longitud y en cualquier altitud. Monótonos y aburridos. Y por una simple razón: no cambian. Y lo que no cambia no se puede soportar, para el caso: el marido, la mujer, el rito religioso, la facultad de derecho, las novelas de Laura Restrepo, los concursos literarios, el premio Simón Bolivar, el papá, las ruinas del Coliseo y del Partenón, el Santa Fe.
Por todas esas razones a uno en el campo se le seca el caletre. En medio de la naturaleza no se puede pensar e incluso a los beatos de natura solo les cabe extasiarse. Tampoco se puede escribir. Tampoco se puede leer, y solo dan las entendederas para entrarle a La Hojita Parroquial. Se vive en estado de naturaleza, que es estado de primitivismo. Y no se escribe nada, a excepción de versos chirles de poeta colombiano. Nunca en el campo se ha producido
siquiera un pensamiento.
El silencio de la naturaleza mete pavor, y el anofeles puya.