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12 de junio de 2008

El primer día de un rural

El escritor Antonio García se puso en la tarea de hacerle un seguimiento a un médico en su primer día de rural. Crónica de un debut.

Por: Antonio García
En su primer día, el médico David Guarín tuvo que antender 21 pacientes, desde las 8 y 30 de la mañana. | Foto: Antonio García

La víspera

Se llama David. Sus amigos le dicen 'Guaro', aunque no toma, ni fuma, y es posible que no sepa bailar. También es posible que organice su ropa por colores y que jamás se haya dejado crecer la barba. Fue el mejor bachiller de su promoción. Antes de estudiar Medicina en la Nacional hizo cuatro semestres de Ingeniería Mecánica allí también. Lleva cinco años restaurando él mismo un Mercedes Benz modelo 73. Le gusta la pizza de jamón serrano y queso brie, prefiere los libros de historia a las novelas y va con frecuencia a cine. Hace tres días se graduó, antier tomó un bus hasta Yopal, ayer hizo el papeleo de su contratación, esta mañana y parte de la tarde estuvo esperando una firma para cerrar el contrato. Son las ocho de la noche y acaba de bajarse en el parque central de Trinidad, un pueblo del Casanare anclado en la ribera del río Pauto, a casi tres horas de Yopal, con dos cafés internet, un Banco Agrario, tres hoteles, cuatro calles pavimentadas, una iglesia, un Telecom y un centro de salud. Mucho más de lo que esperaba David. Le habían dicho que solo existía un lugar en todo Trinidad donde se conseguía Coca-Cola y, basado en ello, había traído provisiones de cepillos, cremas dentales, desodorantes y Deopiés.

Llueve. David escampa junto a sus maletas en el alero de una cafetería. Saca su recién adquirido Comcel, pues entre las muchas cosas que de verdad no llegan a Trinidad está la señal de Tigo, y llama a Gustavo Bernal, director del centro de salud, su nuevo jefe y quien por ahora también lo hospedará. David Guarín, el nuevo médico rural, tiene unas maneras y un modo de andar que encontrarán su horma cuando cumpla 50 años, pero ahora parece un niño perdido mirando hacia los lados, un niño bueno de zapatos limpios y camiseta verde limón.

El hospital está en una de las calles aledañas, frente a un garaje azul cobalto con un letrero que dice "Cristancho Llamadas Sincar" y media docena de tendajones que exhiben bisutería plástica y mercancía china de mala calidad. Es un edificio de una sola planta donde trabajan cuatro médicos, dos de ellos rurales, dos enfermeras, seis auxiliares, una odontóloga y una bacterióloga con sus respectivas ayudantes, la señora encargada de farmacia y la que maneja facturación, tres aseadoras, tres vigilantes y un conductor de ambulancia. Gustavo Bernal es un tipo pragmático, vital. Es posible que haya pertenecido a la selección Colombia de algún deporte rudo. También es posible que tenga un par de medallas y que en su equipo haya sido el capitán. "Venir de doctor hasta acá es hacer patria", le dice a David, mientras recorren las instalaciones. Además de hacer patria también es hacer magia, pues hay 120 bombillos pero funcionan solo 30, hace meses escasearon los insumos para el equipo de rayos equis, no funciona la única incubadora que hay en Maternidad, algunos aparatos de diagnóstico están dañados, les faltan piezas o no hay quién los pueda operar. Eso, para no mencionar la escasez de algunos elementos esenciales. Ahora, por ejemplo, solo hay guantes talla 8 y no es raro que falten la hidrocortisona y el acetaminofén. Aunque hay computadores, no se ha podido conseguir el dinero para sistematizar las historias clínicas, dice Gustavo, mientras abre la puerta de un archivo con estanterías atiborradas de carpetas cafés. El recorrido termina en la parte trasera, frente a un amplio solar con gallinas, gato, matas de plátano, un moriche y un cocotero. Gustavo cuenta que empezó su rural en Tauramena, al suroccidente del departamento, y lo trasladaron a Trinidad el 30 de octubre de 2001, pues el director que estaba antes dijo "arréstenme o hagan lo que sea, ¡pero yo me voy!". Era el único médico cuando llegó. Recuerda sin dramatismo la época en que el Bloque Centauros, al mando de Miguel Arroyave, y las Autodefensas Campesinas del Casanare, leales a 'Martín Llanos', se enfrascaron en una sanguinaria confrontación territorial motivada por el control de la cocaína, las regalías petroleras y dividendos provenientes de la extorsión a ganaderos, agricultores y comerciantes de la región. Lo venían a buscar, se lo llevaban a sus fincas para que atendiera todo tipo de enfermedades y heridas. "Y no pedían el favor: uno tenía que ir". Siempre asistió él, excepto una ocasión en que se había ausentado porque estaba atendiendo un caso en Bocas del Pauto, a cinco horas de allí, y los paras se llevaron a una médica rural que renunció apenas la regresaron al pueblo. Recuerda los meses en que hubo al menos una y hasta tres necropsias diarias. Y la noche en que un para borracho intentó matarlo, el día en que otros paras se ofrecieron a escoltarlo y él, por obvias razones, no aceptó. Las cosas se calmaron a partir de 2004. "Volvimos al promedio de tres riñas semanales", dice Gustavo. David mira inexpresivo hacia el cielo gris tras la tapia del solar. "Hace como un mes, una señora mató a su marido de una puñalada en el corazón", remata Gustavo. Llega su novia y los tres se van al Montana's Mix, un restaurante de comidas rápidas que está a la vera del parque, el único abierto a estas horas. Un vapor de frituras sobrevuela los comedores plásticos y empaña la pantalla de un televisor encendido al que pocos prestan atención. Cada papa a la francesa contiene una cucharada de aceite dentro de sí. Las salchichas, los jamones y las carnes de hamburguesa están en las antípodas gastronómicas de la pizza con queso brie que David ya ha empezado a extrañar. Se ve cansado. Mañana será otro día, el primer día de su año rural. ?

El debut

Llueve. Esta es una región de nubes pródigas que apenas se toman un respiro dos meses y medio al año. Llegará el momento en que a David le parezcan extraños los días soleados. No había agua en la casa de Gustavo y tuvo que bañarse en el hospital. Desayuna huevos revueltos, arepa y manzana Postobón en el restaurante Torcamar, frente al parque. A las 7:00 de la mañana regresa y le recibe turno a Carolina Quintero, la otra rural. Carolina tiene cara redonda, ojos grandes, bonita sonrisa, pelo ensortijado y negro. Es posible que le gusten mucho los chocolates y tenga discos de Alejandro Sanz. También es posible que a veces no tienda su cama. Lleva tres meses en Trinidad y ha expedido 10 certificados de defunción. En Navidad tuvo el primer muerto de su carrera, cuando apenas llevaba una semana en el pueblo. Hace ocho días un señor le dijo: "Me atiende a mi esposa o la mato". Gajes del oficio. Carolina le explica a David los formularios y documentos que debe diligenciar. Todas las lesiones y absolutamente todo lo infeccioso, congénito, viral, bacteriano, cutáneo, interno, crónico o agudo que puede atacar al ser humano, por improbable que sea, tiene un formato para llenar. Le explica el papeleo para accidentes de tránsito, remisiones, consulta externa, evoluciones, órdenes médicas, recetario, solicitud de exámenes, violencia intrafamiliar, rabia, incapacidades, lesiones personales, embriaguez, "debes anexar este oficio a la carpeta de medicina legal, acá debes escribir en qué número de radicación va —dice Carolina—, necropsia es el número dos, los policías te ayudan, son buena gente", luego le muestra el formulario para dengue, para varicela, "ahorita hay una epidemia de varicela", le advierte. Hay además formato para intoxicación, tuberculosis, picaduras de culebra, lepra, sífilis… No sería extraño que hubiera uno para el Síndrome de Gerstmann-Sträussler-Scheinker, el cual registra un caso en cada cien millones de personas. El ingreso de una paciente a maternidad, por ejemplo, necesita nada menos que 48 hojas. Ahí debe estar la explicación de por qué los médicos tienen mala letra. Antes de irse, Carolina le dice "uno el primer día se atortola, pero no te preocupes".

En el consultorio de urgencias, David espera sobre un asiento nuevo y mullido, frente a un escritorio viejo de dos cajones, bajo un resplandor ceniciento que se cuela por la ventana. Se ha ido la luz. Regresará y volverá a irse con la misma intermitencia aleatoria que ha mantenido desde que llegó por primera vez a Trinidad. Llegará el momento en que un día sin cortes eléctricos se convierta para David en verdadero acontecimiento. A las 8:30 de la mañana llega su primera paciente, una señora de 61 años, campesina, que padece dolor abdominal desde hace tres días. David la hace acostar en la camilla, le pregunta "¿cuándo fue la última vez que hizo del cuerpo?", utiliza el fonendoscopio, le palpa el abdomen y le diagnostica una infección del colon. Le manda unas pastas que debe tomarse cada seis horas. A las 9:00 de la mañana entra Andrés Betancur, de 13 años, moreno y bozudo, bermuda azul y camiseta de rayas horizontales. Tiene, como doña Berta, un dolor abdominal. David le manda un hemograma y un parcial de orina. Quizá tenga una apendicitis. Sigue don Hernando Zambrano, manos y pies callosos, piel curtida, pantalón oscuro, camisa de cuadros. "Me cayó una basura en esta vista cuando estaba trabajando con la motosierra", explica, señalando su ojo izquierdo. David lo examina frente a una lámpara. El ojo está muy rojo y tiene una lesión en la córnea. Hay que cubrirlo para que cicatrice. Luego viene Leandro Guayabo, de 30 años, piel color tabaco, pelo chuzudo, chanclas. Tiene hinchada la rodilla izquierda. David le manda un antibiótico y un analgésico.

Son las 10:00 de la mañana, los exámenes indican que Andrés tiene apendicitis. Deberá ser remitido a la capital del departamento. David va hasta una caseta de vigilancia que tiene un teléfono y, con ayuda del vigilante, llama al hospital de Yopal. Imposible comunicarse. Intentan con un radioteléfono capaz de convertir el falsete más agudo en un gruñido de perro. Media hora después logran hacer la remisión. El papá de Andrés tiene una ruana con la bandera de Colombia y sostiene un casco de moto en la mano. David le pide datos para el papeleo kafkiano que le explicaron hace tres horas. "¿Cuál es la dirección de tu casa?", "finca El Palmar", responde el señor. Finca tal, vereda esta, cañada aquella…, así son casi todas las señas de ubicación que llenará David, pues el centro de salud presta servicios a 42 veredas cercanas. La ambulancia se va, con Andrés, su padre y una auxiliar, mientras David atiende a un señor barrigón, cachetón, bigotudo, descalzo, que tiene el oído derecho tapado por una costra de cera. A las 12:00 del día llega una señora de 40 años, rostro afligido, ruanita blanca, blusa negra, falda de bluyín y zapatos de tacón mediano. Tiene una infección urinaria y otra intestinal. David por poco la deja en observación, pero finalmente la receta y le recomienda que no regrese a su parcela, que permanezca en el pueblo por estos días para seguir la evolución de su caso. David se une a un pequeño corrillo con sus recién conocidos compañeros de trabajo. Le recomiendan almorzar en el restaurante El Ganadero y le confirman la mala noticia de que tarde en la noche solo están abiertas las hamburguesas asesinas de Montana's Mix. Llega una señora en silla de ruedas, de pañoleta rosada y tez blanca, tiene una infección en un ojo. Nada grave. Lo macabro vendrá después del almuerzo.

Son las 2:20 de la tarde, David comió una presa de pollo sudado, fríjoles, arroz, yuca frita, tajadas y Coca-Cola en El Ganadero. Es muy posible que al término del rural haya incrementado sus 61 kilos. De hecho, una de las enfermeras le anticipó que todos los médicos se van gordos. No hay tiempo para tinto ni postres, pues lo llaman al celular. Es urgente. Regresa al trote esquivando charcos y protegiéndose de la lluvia bajo las marquesinas, cruza el parque y continúa media cuadra hasta el hospital. La sala de espera tiene un baño, dos afiches sobre maternidad, cinco asientos azules y un televisor en una esquina. Ahí lo esperan un par de profesores, el rector del colegio y los familiares de Jerson Ramos, que tiene ocho años, está en tercero de primaria y un compañerito hace tres horas le enterró un palo en el ojo. Se demoraron mucho en traerlo porque la escuela queda muy lejos, solo había una moto para llevarlo y él se había desmayado. Jerson está tendido en la camilla, su cuenca izquierda es un manantial de sangre. Cuenta que Jáiber estaba peleando con otro niño y le iba a dar con un palo, pero falló y se lo enterró en el ojo a él. Carolina ha regresado, se encuentra en la sala de urgencias diciéndole a Jerson que sea valiente, que todo va a salir bien, pero ella sabe que a lo mejor no será así. Cuando llevaba dos días en Trinidad, a Carolina le llegó una niña herida en un ojo por una guadañadora. Duró seis horas sin poderla remitir, pues nadie de Yopal quería hacerse cargo de ella. Mientras tanto, el papá de la niña, avergonzado, le mostraba sus pies descalzos y decía "Señorita, yo nunca he usado unos zapatos, allá no nos van a dejar entrar". Justo tres días después le llegó un niño con un ojo como el de Jerson, y también lo perdió. La ambulancia aún no ha regresado de Yopal. Hay otra ambulancia pero está dañada, acumulando mugre y herrumbre en la parte trasera del hospital. La del pueblo más cercano, San Luis, no está. La de Pore tardaría una hora en llegar y la de Unchía, hora y media. La luz se va y vuelve una vez más, las nubes sueltan agua como si alguien les hubiera rajado el vientre. Profesores y familiares esperan en angustioso silencio durante 55 minutos. Mientras tanto, la hermana mayor ha ido a comprarle ropa nueva en el mercadillo de enfrente. A las 3:38 de la tarde sale de nuevo la ambulancia. Jerson tiene un parche en el ojo. Tendrá que esperar al día siguiente para que lo vea un oftalmólogo, luego lo remitirán a Bogotá y debido a la infección tendrán que extirparle lo que queda del globo ocular. Quizá nada de esto habría ocurrido si la otra ambulancia estuviese buena, si hubiera más recursos, si los más de 500.000 millones de pesos en regalías petroleras que produce al año el departamento no se esfumaran antes de llegar a Trinidad.

El noveno paciente de la jornada es un señor al que le sacaron un tumor hace cuatro días y viene para que le quiten los puntos. David le dice que es muy pronto y lo devuelve a su casa. Pero, ¿tiene sentido, después de la triste y absurda pérdida ocular, seguir con el señor de 66 años que llega con diarrea, ¿o el bebé que su abuela trajo sin justa razón, ¿o el adolescente que tiene mareo y resulta que aún no había almorzado? Tampoco vale la pena describir al señor que vino por una vacuna antirrábica ni al tipo que tenía dengue, y ni qué decir de una señora llamada Rosa y su gripa trivial.

Tres horas y siete pacientes después llega, desde la vereda Palestina, Duván Ariza, de ocho años. Trae una herida en la canilla izquierda, un tajo profundo que parece un gran ojal. Se cortó con la lata que sobresalía de una puerta metálica. Su hermana de 14 años era la única que se encontraba en la casa con él. Sin perder tiempo, Yuribel Ariza le hizo un torniquete en la pierna, lo subió en la barra de su bicicleta y pedaleó durante una hora hasta el borde del río Pauto. En la orilla se arremangó los pantalones, se echó a su hermanito al hombro y atravesó el río arrastrando consigo la bicicleta, lo volvió a sentar en la barra y pedaleó hasta el puesto de salud. Si existe una heroína en esta crónica, esa es Yuribel. David supervisa mientras un auxiliar le hace una sutura de siete puntos a Duván. Su hermana lo espera afuera. A su lado, un perro callejero, negro y de hocico puntudo, se lame una pata en la puerta del hospital. El niño sale y se van, el uno cojeando y la otra llevando una bicicleta demasiado grande para ella. David sale a tomar un poco de aire. Por un momento da la impresión de que el perro fuera suyo. Ha parado de llover. Falta la gorda brava con dolor de muela, el bebé con fiebre, el borracho desnutrido que se dio en la cabeza, el señor que no ha podido orinar… A las 7:00 de la mañana, David Guarín sumará 21 pacientes en total. Los turnos son de tres días seguidos. Tendrá apenas nueve días libres en todo el rural. Si existe un héroe en esta crónica, se llama David. Sus amigos le dicen 'Guaro', aunque no toma, ni fuma, y es posible que no sepa bailar.