18 de octubre de 2007

Elogio al Facebook

Si no se usa para invitar a eventos o para promocionar alguna cosa, "estar en facebook" se parece a tener una página en un anuario que envejece con uno, que obliga a rendir cuentas por no ser como los otros, que persigue a todas partes como un fantasma que susurra "usted va a ser siempre la persona que era".

Por: Ricardo Silva Romero
| Foto: Ricardo Silva Romero

Este es mi último día en Facebook. Hoy, a las doce en punto de la noche, voy a cerrar mi página de un solo golpe. Y tal vez valga la pena decir la fecha, viernes 21 de septiembre de 2007, porque saliéndome de esa telaraña siento que me quito una cruz que hace tiempo no tenía encima. Andar una jornada por Facebook, ese sitio de internet que crea redes de viejos conocidos, es como andar una jornada por el mundo: la vida de los demás se ve mucho mejor que la de uno; el día se va en encuentros inesperados, en balances que no valen la pena y en chismes de segunda mano; y hay un momento en el que se deja de entender qué se ha estado haciendo en semejante lugar durante tanto tiempo. Así que me voy. Ya he estado más que suficiente. Que ninguno de los 475 amigos que dejo piense que tiene la culpa: nada tienen que ver con mi decisión. Como dijo el novelista Romain Gary en su simpática nota de suicidio: "De verdad me divertí".

Lo que la gente llama "estar en Facebook" (la gente es rara) en verdad es estar registrado en el más completo directorio de personas que se ha programado en internet. Tarde o temprano, sin embargo, si el bendito website se reduce a herramienta social, si no se usa para invitar a eventos o para promocionar alguna cosa, "estar en Facebook" se parece a tener una página en un anuario que envejece con uno, que obliga a rendir cuentas por no ser como los otros, que persigue a todas partes como un fantasma que susurra "usted va a ser siempre la misma persona que era". Facebook lo vuelve todo un curso de colegio: eso es. Pide cierto sentido del humor. Exige temple. Reclama atención. Confirma que la frase "fuimos una raza de mirones" va a ser el epitafio en la tumba de la humanidad. E invita a vivir el resto de la vida, de clic en clic, en internet. Porque allí se pueden publicar fotos, videos, textos, dibujos, juegos. Porque es Yahoo, Blogger, MySpace, YouTube, Flickr y Google al mismo tiempo. Porque es, mejor dicho, todas las páginas en una: allí, en un solo viaje y sin moverse más de la cuenta, pueden aliviarse las ganas de saber, la soledad y el aburrimiento de cada día.

Un "facebook" es una especie de álbum que se entrega en los campus de las universidades gringas para que los alumnos se conozcan las caras antes de encontrarse por ahí. Fue eso, nada más, lo que el adolescente neoyorquino Mark Zuckerberg quiso simular cuando fundó el servicio de internet del que voy a salirme en unas horas. En ese entonces, febrero de 2004, Zuckerberg aún era un ensimismado estudiante de Harvard (ese tipo de persona) al que se le iban los días pensando en negocios geniales. Y al que la gente miraba de reojo (la gente es mezquina) cada vez que empezaba a hablar de las ideas que le venían a la cabeza. Pero, como en cualquier E! True Hollywood Story que se respete, Zuckerberg sospechaba que sucedería lo que sucedió: su álbum virtual de estudiantes de Harvard pronto se volvió un álbum de estudiantes de Boston, California y Nueva York; unos meses más tarde se convirtió en el punto de encuentro de los universitarios del mundo; y así, el 11 de septiembre de 2006, se atrevió a recibir a todas las personas del planeta que tuvieran un correo electrónico.

Ya saben ustedes el resto de la historia de Facebook. La gente no para de hablar del tema (la gente es predecible) cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo. A estas alturas de este día es la séptima página de internet más visitada del mundo. Cada mañana aparecen 150.000 suscriptores. 34 millones de personas se encuentran registradas. Serán 33. 999.999 en unas horas.

Me registré en Facebook hace tres meses porque un amigo que estudia afuera quería mostrarme unas fotos que acababa de tomar. No tenía ni idea en qué me estaba metiendo. Había dicho que no a las invitaciones que me habían llegado para participar en el juego (presionaba la tecla "suprimir" con gran satisfacción) porque no le veía la gracia. ¿Para qué gastarle más tiempo al computador del que le gasta uno en el día? ¿Para qué mandarse maricaditas a la vista de todos? ¿Para qué dejarse espiar de los demás justo cuando (lo canta Paul Simon en Graceland) se tiene una ventana en el corazón? Me registré en Facebook, vi las fotos de mi amigo y cancelé el servicio dos semanas después. Y la semana siguiente volví, me registré de nuevo, porque de un momento a otro a mi e-mail comenzaron a llegarme invitaciones "para pertenecer a Facebook" de mis amigos de toda la vida. Caí. Caí redondo.

En un par de días me había vuelto un adicto a sumar amigos, a espiar las vidas ajenas y a buscar personas que no veía desde hacía mucho tiempo.

Desde el principio tuve la sensación de que si uno creyera lo que ve en Facebook, si creyera ciegamente lo que la gente publica (la gente es mentirosa) en su atiborrada página personal, entonces habría que pensar que todas las personas conocidas tienen las vidas más envidiables del mundo: habría que pensar que todos, o se la pasan sonrientes de rumba en rumba, o andan sonrientes de viaje por Europa, o acaban de ser papás sonrientes, o están sonrientemente enamorados. Y así, no obstante la sospecha de que había algo falso en cada sitio, caí. Caí redondo. Y vi que en esa página podía vivirse una vida sin ningún problema. Me encontré con compañeros de colegio que no veía desde hacía diez años, con vecinas de mi antiguo edificio (ver columna Lugares comunes) con las que siempre quise tomarme algo, con compañeros de trabajo con los que no he alcanzado a hablar todo lo que querría. Vi colegas, profesores, alumnos, novias, amores, cómplices, cuñadas, primos, tíos. Y sentí todo lo que puede sentirse cuando uno sale a la calle.

Perdí el tiempo. Recibí noticias inesperadas de parte de conocidos inesperados. No pude creer que esa mujer tan bonita estuviera "in a relationship" con ese tipo tan desagradable. Me dio un par de veces esa ansiedad que se pasa siempre al otro día. Me sentí fuera de sitio. Me morí de la risa. Me avergoncé de mi foto dos veces, pero siempre la preferí a esas en las que la gente sale con el esposo o los hijos o en vestido de baño (la gente es arrogante) para decir que su vida sí funciona. Me dieron ganas de llorar por las cosas que se van. Di las gracias por las cosas que vuelven, por las cosas que comienzan y por las cosas que ya vendrán. Confirmé que, mientras estuvo vivo, fundé una familia firme con mi mejor amigo. Recibí conmovedores regalos de cumpleaños. Y mi muro (el muro, aclaro, en el que se le puede escribir a cualquier personaje registrado en Facebook) se llenó de mensajes emocionantes.

La verdad es que me divertí. Pero que divertirse es, según el diccionario, salirse del camino. Y que por eso he decidido que hoy, en unas horas, voy a cerrar mi página de un solo golpe. Ya me entretuve. Ya pasó. Como dijo la actriz Clara Blandick en su optimista nota de suicidio: "Ahora voy a empezar la gran aventura".

Desde esta mañana hasta esta noche, como una persona que sabe que le quedan pocas horas de vida, hice todo lo que nunca me atreví a hacer en Facebook: mandé zombis, creé vampiros, puse apodos injustos, me metí al grupo de los hinchas de SoHo (que algún sapo reporta a los censores del website por tener viejas sin ropa) por enésima vez, acepté tener citas de Seinfeld ("recuerda: no es mentira si te lo crees") en un rincón de mi página, dediqué la canción de la ventana en el corazón, cultivé jardines, alimenté acuarios, jugué Tetris, comenté fotografías de viejas borrachas en la playa, escribí "¿qué será de la vida del gordo Iglesias?" en el muro de una amiga, jugué Pacman, colgué un video en blanco y negro, puse de estatus "Ricardo is dead…", quedé de primero en un quiz sobre las películas de Disney, busqué a todos los famosos que pude y (ver recuadros sobre estas experiencias) perseguí todas las curiosidades que alcancé a perseguir, leí mi horóscopo, y recibí un apropiado arcano mayor, La muerte, apenas acepté que me saliera una carta del tarot todos los días en la parte de abajo de mi sitio. En fin. Creo que alcancé a hacerlo todo.

Y no me arrepiento de haber pasado por aquí. De verdad creo que es una entretención de primera. En serio pienso que puede ser muy útil si se quiere dar una noticia. Acabo de leer, por ejemplo, que se ha vuelto costumbre que la gente que muere (la gente es frágil) reciba en su muro la triste despedida de los amigos de Facebook que tuvo en vida. Pero yo me voy ya. De una vez. Ya solo quedan tres minutos para las doce de la noche. Quedan dos. Queda uno. Y sé bien que no fui hecho para pasar mucho tiempo en estas cosas. Quédense con mis amigos si quieren. Quédense con mis puntos en los juegos. Yo lo siento de verdad. Siento haber involucrado a tantas personas en este asunto. Pero créanme que me quedaría si pudiera hacerlo. La gente es efímera. Y a esta hora la gran verdad es que uno hace parte de ese grupo: la gente. Y que quedan seis segundos para hacer el clic final. Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Hecho.