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19 de octubre de 2009

Elogio y disección del gancho al hígado

Se pega como se es. Hay una manera de hacer daño en que la persistencia pesa más que la espectacularidad: es el gancho al hígado, un golpe que antes que un puño es una identidad nacional en México. Puñetazo de Julio Patán.

Por: Julio Patán
| Foto: Julio Patán

Primero, un giro hacia la izquierda, los guantes firmes en la guardia y los hombros a manera de escudo que acompañan el movimiento como un todo, como si el cuerpo fuera un bloque macizo aunque también flexible, listo para la explosión del golpe o el bloqueo. Enseguida, con el mismo impulso, para apuntar con precisión, un quiebre de cintura que se hace sentir como una punzadita en el oblicuo. El lanzamiento es compacto, corto, rinconero, difícil de ver, con el brazo curvo y el puño levemente recostado, para clavarse entre el hueso de la cadera y las costillas.
 
Los norteamericanos llaman a este golpe gancho izquierdo al cuerpo. En México, donde alcanzó una perfección difícil de ver en otras geografías y un estatus de cliché cultural y de muletilla idiomática, lo conocemos como gancho al hígado. Es un golpe que dice mucho sobre cierta manera de boxear. O quizá mucho sobre el que boxea, y punto.
 
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Cuando Richard Ford habla de sus experiencias como golpeador, llama a su texto In the Face, En la cara, una muletilla muy gringa. En México preferimos hablar de hígados. El gancho al hígado es muchas cosas. Es una frase lapidaria que no logramos metabolizar o una noticia repentina y devastadora. Pero también se conecta un gancho al hígado cuando se engaña al otro, cuando lo enredamos, cuando lo sorprendemos. Y es que lo dicen nuestros campeones, entrevista sí, entrevista también: este gancho es el golpe mexicano por excelencia, un resumen en centésimas de segundo de la manera nacional de pelear.
 
Es un golpe discretísimo pero de efectos devastadores, legal pero apostado en el borroso límite con la trampa. Es un golpe de pícaro que se siente como una aguja en el costado a la que sigue un aflojamiento de las piernas, convertidas de pronto en natillas, en hilos sueltos (tampoco está mal describirlo como un dolor que crece en círculos). Es cruel, es machacón, es efectivo: "Pega abajo que la cabeza cae sola". En general, se intenta una y otra vez durante toda la pelea y sirve para no dar respiro, para mantener al otro ocupado e impedirle que se concentre en sus golpes al tiempo que se le chupan las fuerzas. A veces, simplemente entra franco, preciso, perfecto, y el enfrentamiento se termina: el sistema nervioso ha colapsado. Pero esto ocurre muy de vez en cuando. El gancho abajo tiene un defecto, y es que resulta difícil de conectar. Hay que pelear de maneras muy peculiares para meterlo con comodidad. Por ejemplo, lo dicho: pelear a la mexicana, toda una forma de ser y sobre todo de saber que se es. Por eso es un golpe de pícaro: porque la picaresca es responder a la miseria de la vida, pero sobre todo a la conciencia de esa miseria. Lo dice la literatura.
 
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En El mexicano, Jack London visualizó muy adelantadamente algo del —perdonarán el terminajo— ethos boxístico azteca. No era su intención. El paisano que financia el alzamiento antiporfiriano con los puños no es tanto un modelo de buen peleador como un modelo de buen revolucionario. Es un asesino con la sangre a muchos grados bajo cero sin otra motivación que la causa del pueblo; una especie de proto-superhombre bolchevique que no siente amor ni por un individuo, incluido él mismo, ni por una colectividad, sino solo por un ideal que defiende con una sociopatía autoinducida que se traduce, en el ring, en esa voluntad de hierro que puede vencer cualquier obstáculo y a cualquier rival. Desde luego, esto aplica a ese gringo más grande y mejor entrenado al que acaba por triturar pese a esa inferioridad de partida, al réferi y al encono racista del entorno, un público wasp que hostiliza con amagos linchadores al inmutable Paulino Rivera, que, claro, ni así ceja en el ataque.
 
Aunque sin afanes revolucionarios, sino mera y honradamente lucrativos, esta historia la hemos visto repetida una y otra vez con nuestros compatriotas y con muchos que no lo son. A London le gustaban los boxeadores blancos y sobre todo no le gustaban los negros —fue socialista y racista—. De mexicanos habrá sabido poco o nada, entre otras cosas porque entonces, en el arranque del siglo XX, había numerosas prohibiciones contra la dulce ciencia del golpeo. Sin embargo, a través de Rivera, los vio con ojos de profeta. Lo que vio fue que, un poco inevitablemente y un mucho por conocimiento de causa, los mexicanos, igual que, por ejemplo, algunos clásicos del pugilismo italoamericano, representan algo así como el triunfo de la voluntad. Desde Rivera, ese antepasado inexistente, nuestros boxeadores, fibrosas encarnaciones de la pobreza, están cortos de velocidad y de alcance. Por eso aquí se baila poco en el ring, como suelen hacer los pugilistas norteamericanos negros —el opuesto, el otro lado del espejo—, se golpea con más contundencia y no se retrocede. Lo mismo hacía Jake LaMotta, aquel sujeto espeluznante encarnado por Robert De Niro en The Ragging Bull, de Scorsese, o Rocky Balboa, tan lento, tan resistente. Conforme a la más pura ortodoxia boxística, el buen gancho al hígado exige que se avance con los pies en el suelo, se encime al rival, se le agobie, se le persiga, se le corten las salidas, con técnica pero sobre todo con ánimo, clavando golpes abajo a la espera del remate arriba, al tiempo que se bloquea y se aguanta castigo. Boxeo de dar y tomar.
 
Vean a Julio César Chávez mientras caza al 'Macho' Camacho: siempre adelante, abajo, abajo, ajeno a los golpes que llegan, mientras el boricua salta, esquiva, corre. Reveladoramente, el estilo de Chávez, mucho más sobrio, menos estridentemente teatral pero teatral de cualquier forma, funciona con el público, quizá porque para el aficionado al boxeo ninguna forma del histrionismo es más eficaz que la del peleador sufrido, ofensivo y silencioso, la de John Wayne. Incluso con Ali se dividían las opiniones. En las tres peleas que los enfrentaron, muchos jalearon a Joe Frazier, un pequeño de 1,82 que le arrimó la carrocería, desafiando los golpes al tiempo que percutía abajo, inmune al castigo y a la sobreactuación del gran campeón.
 
Para explicarlo como Dios manda, vamos con uno que sabe del tema: James Ellroy.
 
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Como toda su literatura, las crónicas de Ellroy para GQ, luego contenidas en Destino: la morgue, tienen raíces en lo autobiográfico. Asesinada su madre, quedó a cargo del padre, un farsante gracioso y testosterónico que lo llevaba al boxeo, particularmente, claro, a las peleas de mexicanos. Ellroy es angelino, y ya sabemos que en Los Ángeles los mexicanos juegan de locales. Así, el futuro novelista conoció a la larga nómina de campeones que se fueron a buscar dólares —muchos y efímeros— al Forum de Inglewood. ¿Qué aprendió de ellos? Que:
 
"El boxeo mexicano es esmerado. El boxeo mexicano es inspirado.
 
Es énfasis salvaje. Es boxeo básico devuelto a la distancia corta.
 
Avanzas. Acechas. Acorralas. Acobardas con la amenaza del ataque.
 
Atosigas a tu hombre. (...) Entras a la contra con ganchos al cuerpo.
 
(...) Recibes para dar. Rifas tus posibilidades de supervivencia. Tragas golpes. Absorbes el dolor. Absorbes el dolor para agotar a tu adversario y explotar sus descuidos. Absorbes el dolor para poner a prueba tu jactancia.
 
El boxeo mexicano es saber popular".
 
Saber popular, saber universal y saber que funciona. México acumula 116 campeonatos mundiales. Provienen de una técnica depurada pero sobre todo de la asimilación de un papel, el vislumbrado por London y entendido por Ellroy. Eso es el boxeo mexicano y, en general, el boxeo de los que saben pegar abajo: ser y creérselo. Vivir, sí, estoicamente, con el cuchillo entre los dientes, como todo hijo del esfuerzo, consciente de tus límites, pero sobre todo asumir ese rol y depurarlo, hiperbolizarlo, llevarlo al extremo. Remite, en ese sentido, al fútbol argentino. Parezco menos que tú pero soy sufridor, soy duro y te lo voy a demostrar. Y como soy, pego: abajo, en silencio, imperturbable, trapero, esperando la mía, matándote de a poco mientras aguanto lo que me eches.
 
¿Una actitud estudiada, calculada, artificial? Por supuesto. El gancho al hígado representa el boxeo melodramático, en el entendido de que el melodrama es la dramatización extrema de nuestras miserias. La película mexicana de boxeo por excelencia es Pepe el Toro, presunta influencia de Scorsese, donde Pedro Infante, excedidísimo, encarna a un humilde representante del pueblo obligado a enfundarse los guantes para mantener a los suyos. Así es el boxeo del gancho al hígado: sobreactuado, excedido. Pero le pasa como a Infante o a Rocky: que gana y, sobre todo, nos pone a hervir la sangre.
 
Con eso basta. Que bailen los otros.