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12 de junio de 2008

En contra de la puntualidad

Por: Santiago Gamboa
| Foto: Santiago Gamboa

"¿Llevas mucho rato aquí? Es que vine dando un paseo ", me dijo en una ocasión una amiga española a la que, efectivamente, llevaba más de una hora esperando en el madrileño parque de El Retiro, allá por el año de 1986, y como eran épocas poco boyantes por supuesto que no la esperaba en una terraza, bebiendo un aperitivo y leyendo la prensa o, por decir algo, las obras de Marco Aurelio, sino en una inhóspita banca en la cual parecía concentrarse todo el viento de Madrid, ese aliento gélido que pela los huesos, y entonces, atónito por su serenidad, le dije que sí y que además me moría de frío, pero ella, astutamente, recordó algún agravio antiguo en su defensa e hizo una pirueta verbal y a los pocos minutos era yo quien le ofrecía disculpas y ella la ofendida, y por eso fue que entonces, en esos años mozos, di en pensar que la impuntualidad era esencialmente femenina pero la culpa era siempre de uno, pues ellas, las alegres jóvenes de los años ochenta, sabían que nosotros las esperaríamos hasta el ocaso, incluso hasta más allá de la medianoche, sin rechistar, pues ellas tenían algo que nosotros queríamos, que siempre queríamos, que las convertía en princesas y a nosotros en sus vasallos.

Sentado en una banca o debajo de un alero, mirando con insistencia el reloj, la incertidumbre aumentaba y decenas de teorías circulaban por la mente, esperando y esperando, uno el pendejo que sí llegó puntual, y me apresuro a aclarar para los lectores más jóvenes que aquellos eran años esencialmente distintos a los de hoy, todo era diferente, muy diferente, tanto la impuntualidad como las comunicaciones e incluso el amor, pues no había telefonía celular ni internet (las mujeres también eran muy diferentes y, por ejemplo, dejaban crecer el vello en su Monte de Venus, pues esto ocurría mucho antes de la influencia del porno por internet en la vida privada). La ausencia de celulares hacía que las esperas fueran más arduas, uno dependía de una palabra dicha hacía varias horas o el día anterior, un hilo sutil que podía perderse en los trajines de la jornada, pero uno esperaba porque no había otra cosa que hacer, creíamos que la vida era así y no conocíamos nada distinto, y en efecto yo las esperaba y soportaba su impuntualidad porque casi siempre, minutos después, estaba feliz con ellas aspirando a la gloria o a su Monte de Venus no deforestado, sin calentamientos globales ni emisiones de CO2, sin celulares ni correo electrónico, Dios santo, qué distinto era todo en esas épocas, solo delante de esos bellos seres perdidos en el tiempo que nos hacían pasar tardes enteras en bancas de mármol, a punto de convertirnos en estatuas de hielo, pero que de vez en cuando nos hacían felices.

Bryce Echenique escribió que le gustaba llegar antes a las citas porque era feliz esperando a sus amigos, y esto es muy cierto, es bello esperar a quien uno quiere siempre y cuando esté bien sentado en una terraza y bebiendo un aperitivo a base de ginebra. Pero mis razones eran otras, menos poéticas. ¿Timidez congénita o falta de seguridad y de autoestima? Tal vez sí, o las tres juntas, el caso es que siempre he llegado a las citas un minuto antes de la hora acordada, pues temo incomodar o herir, y sobre todo temo que la persona citada piense que la dejé metida, que soy un desconsiderado o un maleducado, en fin, siento horror de eso y por lo tanto no puedo dejar de ser puntual, prisionero del reloj y su tic tac, corriendo siempre para llegar a tiempo a citas a las que, a menos de que sean con Mario Mendoza, siempre soy el primero y muchas veces el único que llega en la primera media hora, sudando en taxis que atraen los trancones, cruzando avenidas a brincos, con peligro de muerte, toreando transmilenios y busetas, saltando escalones de dos en dos, asfixiado de angustia en ascensores que se detienen en todos los pisos, mientras que el obsesivo tic tac continúa ahí, siempre, una espada de Damocles a punto de caer, y es por todo esto, por la cantidad de veces que he estado a punto de sufrir episodios cardíacos, que odio con todas mis fuerzas la atroz puntualidad que un diablillo me impone cada vez que debo salir a encontrarme con alguien.