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12 de marzo de 2003

En las entrañas del rotativo

¿Cómo es una sala de películas pornográficas? ¿Qué tipo de gente va? ¿Qué tan sucia es su silletería? el columista de soho inicia con este tema sus reportes sobre los sitios escondidos de la ciudad.

Por: Daniel Salazar

Justo al lado de la torre Colpatria, en la carrera séptima con calle 23, en Bogotá, se encuentra oculto tras un árbol el Teatro Esmeralda Pussycat. Los estrenos de la semana: Sexualidad bestial y El hotel de los placeres anales.

¿Cómo será un cine rotativo por dentro? Sólo hay que entrar para saberlo. Pero aventurarse a entrar como si nada a un lugar sencillamente prohibido, es lo más difícil del paseo. Me convenzo de que tengo los cojones para hacerlo, y entro. Pero pierdo el impulso: una mujer en la taquilla me atiende con un tono maternal que me hace sentir culpable.

-Son cinco mil pesos.

-¿Y cuántas películas puedo ver?

-Las que quiera. Por eso se llama cine rotativo: porque las películas rotan una después de otra todo el día.

Adentro atienden otras tres mujeres; sería menos duro si los que atendieran fueran hombres. El aire tiene un olor dulzón y las paredes del lobby están llenas de cuadros de viejas en pelotas. En los baños también: cuadros de mujeres para el de hombres y cuadros de hombres para el de mujeres.

Adentro me reciben con un ménage à trois. La película es italiana y está un poco rayada; parece que es de los ochentas. Dos viejas le hacen sexo oral a un tipo mientras este repite una y otra vez ¡Uuuhh! ¡Ooohh! ¡Aaahh!

Está muy oscuro y el olor dulzón no se ha ido. Busco a tientas una silla; la toco, doy gracias al cielo por no sentir nada viscoso y me siento. El teatro es viejo; mucho más grande de lo que pensaba. En la pantalla, las posiciones rotan y rotan: dos hombres y una mujer; dos mujeres y un hombre; seis mujeres, cuatro hombres. Todo el tiempo saltan fluidos. Se ven órganos de todos los tamaños. Pero luego de más de una hora de ¡Uuuh! ¡Ooohh! ¡Aaahh! acabo por aburrirme.

Al fin termina la película. Sin previo aviso se encienden las luces. Cuento veinte cabezas; nada mal para un martes a medio día. Seguramente son desempleados. La luz les ha quitado la seguridad del anonimato y ahora miran en silencio para adelante, esperando que nadie los reconozca.

Mi silla está vieja y remendada, pero no tiene nada raro. La de al lado, en cambio, tiene una mancha que me parece sospechosa. Luego de quince minutos, las luces se vuelven a apagar y comienza la otra película: creo que son los mismos actores de la vez pasada. Vuelve el ¡Uuuhh! ¡Ooohh! ¡Aaaahh!

Poco a poco comienzo a perderle el misterio a los cines rotativos. Me parece que entre la oscuridad y los gemidos, puede llegar a ser un lugar acogedor. Pero una voz me dice al oído:

-¿Que tal una mamadita?

Tranquilo. No hay que mostrar miedo. Yo ya soy una persona grande y ese tipo no me puede hacer nada.

-No. Muchas gracias? es todo lo que se me ocurre decir.

El tipo se va y se sienta junto a otra persona. Yo prefiero salir del lugar. Si hay algo peor que un tipo acosándolo a uno, es que uno no le pueda ver la cara.

En el lobby siguen las tres mujeres hablando de telenovelas y oyendo Amor Estéreo. Apenas me ven se callan. Al fondo de la entrada está la séptima indiferente.

Bueno, que nadie me vea: uno, dos, tres. Me alejo lo más rápido que puedo del lugar sin mirar a nadie. Pero el ¡Uuuhh! ¡Ooohh! ¡Aaahh! y el olor dulzón no me abandonan. Detrás de mí, el edificio Colpatria y el Esmeralda Pussycat se ocultan en la palidez de una tarde lluviosa. La ciudad sigue como si no hubiera pasado nada. Como si en el mundo no existieran fluidos que saltaran, voces que hablaran al oído, ni un puñado de desempleados oscuros.