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18 de diciembre de 2017

Crónica

Jesús en el Festival de Diablo

Es de esos que todavía hablan de “música metálica” y cuya única experiencia en el pogo eran esas fiestas de 15 años en las que saltaba al ritmo de Maná. SoHo le pidió a un periodista sin ninguna experiencia en el metal que cubriera el Festival del Diablo.

Por: POR Jesús Mesa Foto Esteban Vega
Fotos: Esteban Vega

Cuando me preguntan el porqué de mi nombre suelo esquivar la respuesta. De acuerdo con mis padres, el nombre es en honor a mi abuelo, pero a medida que fueron naciendo mis hermanos (María y José) empecé a dudar de esa versión. Criado en el seno de una familia católica, mi mamá insiste en que esto fue una casualidad, pero yo no le creo, pues otras veces me ha dicho que las casualidades no existen.

El caso es que ahí estaba yo, Jesús Mesa, un tipo de 25 años que hizo la carrera completa en el catolicismo: bautizado, comulgado y confirmado; listo para ir a la tercera edición del Festival del Diablo, un evento musical en el que tocarían algunos de los mejores exponentes nacionales e internacionales del death y el black metal. Personalmente, soy más de The Beatles y lo más pesado que había escuchado eran un par de canciones de Metallica. Y esas son las suaves, según me dijeron algunos.

Pero ya había aceptado ir. En la mañana del sábado en el que se realizó el festival ya tenía una idea de lo que iba a llevar puesto. Me puse una chaqueta de cuero, un jean desgastado y unos tenis en tristes condiciones. La idea era pasar inadvertido, aunque más entrada la noche me di cuenta de que había fracasado en el intento.

Lo que no sabía es que para llegar al infierno tenía que ir hacia arriba, específicamente hacia La Calera. El lugar en donde se celebraría el Festival del Diablo quedaba cerca a uno de los tantos rumbeaderos que hicieron de mi adolescencia un capítulo menos infeliz. Al subir la montaña y al acercarme al lugar, el panorama se iba haciendo más negro, pero no precisamente como lo están pensando.

Cientos de personas con chaquetas de cuero se acumulaban en el kilómetro 4,5 de la vía a La Calera. Los vendedores ambulantes hacían su agosto ofreciendo cerveza y trago, pero varios de los asistentes ya habían traído —y consumido— sus propias provisiones. La escena era surreal. Hombres de todas las edades hacían presencia en la puerta del evento. Muchos desfilaban sus frondosas melenas, las cuales podrían ser la envidia de cualquiera de mis amigas.

“¿De dónde sale tanta gente a la que le gusta esto?”, me preguntaba internamente. La boleta para el festival no era para nada barata y sin embargo llegaban y llegaban personas. El caso es que llegué y sentí un alivio. La chaqueta de cuero no desentonaba, pero aún me sentía como un extraño. “Qué chimba que vengan Accept y Exodus”, decían algunos. “Yo vine para ver a Merauder”, decían otros. A mí todo me sonaba a una película de terror.

Y mientras bajaba a la entrada, acompañado de un grupo de “metachos”, la música del Festival del Diablo ya se oía a lo lejos. Durante la caminata, que se prolongó por un par de minutos, unos músicos se preparaban para tocar en una boda al aire libre. El festival se iba a hacer a pocos metros de una hacienda en la que habitualmente se celebran matrimonios. Al verles la cara, se veía que tenían dificultades para afinar sus instrumentos. No quiero imaginar las lágrimas de la novia al saber que el mismo día en el que juraba amor eterno ante Dios, a pocos metros el diablo estaba de fiesta.

Una vez en la entrada del concierto esperaba una requisa de esas en las que uno pierde la dignidad —y algo más—. Recordé durante el camino que no me había quitado el cinturón y maldije esa decisión. “¿Dónde lo meto?”, pensé mientras llegaba, pero una vez me revisaron no pasó nada. Me extrañó que la requisa de un partido Equidad-Patriotas fuera más severa que la de un evento con tal nombre. Conservé mi cinturón.

Al entrar, lo primero que sentí fue una terrible decepción. Esperaba fuego, caos y mucho simbolismo. Al final entendí que el Festival del Diablo era solo su nombre y que adentro estaban personas como yo, aunque se vieran diferentes.

En todo caso no dejaba de sentirme extraño. No me conectaba con la euforia colectiva de los asistentes, que esperaban con ansias a sus bandas. Aunque estaba uniformado como los miles de asistentes, aún así me faltaba algo. Si iba a ir a vivir la experiencia del Festival del Diablo era importante meterme en un pogo.

El Pogo

Nunca había estado en un pogo. Lo más cerca que estuve a uno fue durante mi adolescencia en la que hubo tristes intentos en fiestas de 15 al ritmo de Los Fabulosos Cadillacs y Ska-P. Y aunque alguna vez fui a Rock al Parque, siempre pensé que era un poco estúpido ir a un concierto a que le dieran a uno en la jeta. Pero una vez allí no había de otra. Poguear o poguear.

Inexperto y visiblemente preocupado busqué a uno de los asistentes del festival para que me explicara cómo hacerlo sin recibir mayor daño. Me miró con compasión. Se puso en posición, me cogió ambos brazos y me explicó —o intentó hacerlo—, “cúbrase con la mano izquierda, con la derecha improvise y procure no caerse”, fue su consejo. Recordé a mi mamá cuando tantas veces me dijo que la mejor manera de aprender a bailar era bailando. Supongo que pasa lo mismo con poguear.

Toda música tiene su baile y el metal no es la excepción. El pogo, al igual que todos los demás bailes, se da de manera instintiva si la música es lo suficientemente buena. Sin embargo, a diferencia de otros bailes, en el pogo el contacto físico no es en parejas, sino en grupo. Involucra movimientos de brazos, piernas y caderas; puños, patadas y empujones.

Me fui un poco asustado. Así como nunca había pogueado, tampoco me había peleado con alguien. El caso es que estaba allí, en medio de un recital de Witchery cuando un hombre con barba azul y pelo gris empezó a bolear golpes. Un tipo sin camisa le siguió el juego y así sucesivamente fueron sumándose otros. Respiré, entré en la mitad del remolino y cuando sentí el primer golpe no hubo tiempo para improvisar.

Los “metachos” intuyen quién es nuevo en esto. A pesar de mi chaqueta de cuero y de que en teoría me veía como los demás, ellos sabían que era un novato. Al principio uno no sabe nada, solo sigue el impulso de pegarle a todo lo se mueva e intenta esquivar los golpes que llueven por todo lado. Al final recibí más de lo que di.

Antes de entrar al pogo, otro metacho me había dicho que el primer pogo puede marcarlo a uno para siempre. Tenía razón. El primer pogo es la iniciación. Una vez termina la canción y uno sale moreteado del remolino, con los labios rotos y los nudillos pelados, ha pasado la prueba. No puedo decir que haya disfrutado que me pegaran, pero tampoco niego que me gustó dar golpes a lo loco. De hecho, me sorprendió la caballerosidad para darse en la jeta. Los golpes, aunque suene curioso, son bienintencionados. Al que se cae lo levantan... pero no a pata, lo devuelven al ruedo. Porque para los metaleros el pogo es un ritual y lo tratan como tal.

Una vez terminó mi iniciación quedé con ganas de más. Mi amigo metacho, que me había enseñado a poguear, me comentó que era hora de ir a la zona punkera, en la que, según él, los pogos son más salvajes. La tercera edición del Festival del Diablo contaba por primera vez con la presencia de bandas de punk y de hardcore, géneros que no tienen mucho que ver con el death metal, salvo el ruido.

El escenario del punk y el hardcore quedaba sobre lo que parecía ser una pequeña arena de toros. El objetivo era ahora capotear a los punkeros, que, según me habían advertido, eran mucho más entregados en el baile. La expectativa colectiva giraba alrededor de I.R.A., la legendaria banda colombiana que se presentaría a las 6:00 de la tarde. Todo estaba listo para la fiesta.

Los primeros acordes de la guitarra de David Viola retumbaron y la gente enloqueció. Lo que para mis oídos no era nada más que ruido, para quienes me rodeaban era como un recital divino. Los remolinos se armaron sin que me diera cuenta y de pronto estaba en la mitad de uno. Mientras que en el metal los golpes se pueden considerar bienintencionados, en el punk está permitido todo.

El saldo del pogo fue de unos cuantos hematomas en las costillas. Aunque ya tenía la experiencia del pogo metalero, fue insuficiente ante la cantidad de personas que participaron en el baile punkero. Si algo me quedó claro al terminar el concierto de I.R.A. es que si alguna vez en la vida vuelvo a poguear —que no creo—, muy probablemente evite a toda costa hacerlo con punk.

Adolorido, decidí regresar al escenario de metal, en donde la noche iba ganando momentum con las bandas internacionales. Los pogos se hicieron mucho más intensos en las presentaciones de Exodus, Accept y Sodom, pero tras la faena en la arena punkera decidí ver de lejos las presentaciones.

El festival terminó para mí a eso de la medianoche. Bajé hacia Bogotá adolorido y con uno que otro golpe encajado, junto con un pitido ensordecedor en el oído, que no se fue hasta pasados dos días.

Pero más allá de los morados, el festival también sirvió para romper varios estereotipos en cuanto al metal. Entendí que a la gente que le gusta no necesariamente se comporta de acuerdo con lo que escucha. Que a pesar del prejuicio que se tiene sobre el género, los devotos del diablo son, en muchas formas, menos violentos que quienes dicen defender las ideas de Jesús.

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