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14 de julio de 2004

Testimonios

Obituario de Fidel Castro

En cuanto la muerte del Jefe Supremo se confirme, el conjuro habrá terminado, la hipnosis colectiva se romperá como una inmensa burbuja pinchada por un alfiler, y los cubanos saldrán a las calles para pedir ese cambio que apenas unos pocos valientes se atrevieron a solicitar en vida de Fidel.

Por: Héctor Abad Faciolince
Fidel Castro

Cuando Ángel Castro -un gallego que se enriqueció negociando caña de azúcar con la United Fruit y aumentó su fortuna ganándose un gordo de la lotería- raptó a Lina Ruz para llevársela a vivir en su hacienda de Birán en el oriente de Cuba, ella tenía dieciséis años y él cuarenta y siete. Tintín, el tercer hijo que tuvo la pareja, fue registrado varias veces, con diferentes nombres y con distintas fechas de nacimiento: Fidel Hipólito Ruz González, dice la fe de bautismo de la Catedral de Santiago; Fidel Casiano (también con los apellidos de la madre), dice la siguiente partida de nacimiento, y ambas señalan que el niño nació en 1927. Finalmente, hacia 1943, cuando el gallego se divorció de su primera esposa y pudo casarse con la hija raptada de uno de los boyeros de su hacienda, acudió a un juez para que corrigiera los datos del registro y Tintín pasó a tener el nombre definitivo con el que el dictador más duradero de América Latina pasaría a la historia: Fidel Alejandro Castro Ruz, nacido el 13 de agosto, ya no de 1927, sino de 1926.


Hay vidas simétricas. Si no se sabe con seguridad la fecha de nacimiento de Tintín, menos segura aún es la fecha de la muerte de Fidel. Esta ocurrió en el primer decenio del siglo XXI, eso todos lo admiten, pero ¿cuánto duró el gobierno de ese guerrillero barbudo que derrocó al dictador Batista, que desafió a una superpotencia (para caer en el nefasto abrazo de otra), que sedujo a toda una generación de intelectuales de izquierda en todo el mundo, que aguantó el derrumbe del bloque socialista y que después de sobrevivir a cientos de atentados en su contra se creía inmortal y "gobernaba como si se supiera predestinado a no morirse jamás"? 

En 1989, durante un discurso pronunciado en Santiago de Cuba para celebrar los 30 años de la entrada en La Habana, Castro dijo: "Esta revolución, que es la continuación de la historia de nuestra patria, tendrá 40, 50 y 60 y 100 años, de eso no me cabe la menor duda". Un decenio después su apuesta por el futuro creció más: "¡La revolución es eterna!". La eternidad aplicada a las cosas humanas es siempre mucho más que una exageración y un desperdicio retórico: es una ridiculez. 

Aunque casi medio siglo de gobierno constituyan una de las más largas tiranías de la historia política, de todos modos cincuenta años siguen siendo una gota de agua en el mar de la eternidad. Pero lo cierto es que ningún dictador de nuestro tiempo ha gobernado tanto como Fidel: ni el mexicano Porfirio Díaz, que estuvo 35 años en el poder, ni el paraguayo Alfredo Stroessner, que llegó a 36, ni el caudillo Francisco Franco, 37 años oprimiendo a España, ni el sanguinario Kim Il Sung de Corea del Norte, 44 años como déspota, y ni siquiera Hussein de Jordania, que empezó a ser rey a los 17 años, pero no pudo llegar al medio siglo de gobierno. 

Y no es solo una cuestión de tiempo, sino de cargos acaparados por una sola cabeza. La concentración de poderes de Fidel tan solo es comparable con un monarca absolutista del Ancien Régime: mariscal supremo del ejército (Comandante en Jefe); jefe del partido único (Primer Secretario del Comité Central del PC); Jefe del Estado (Presidente del Consejo de Estado); y Jefe del Gobierno (Presidente del Consejo de Ministros). Como si esto fuera poco, Fidel Castro es quizá el único jefe de Estado al que se cita con nombre propio en la Constitución de su país. Quizá por esta acumulación absoluta de poderes, unida a su extraordinaria duración en el cargo, todavía nadie en Cuba ha osado reconocer que Fidel Castro está muerto. 

Por mantener la ilusión de que sigue con vida, y mientras intentan resolver el acertijo imposible de su sucesión, los jefes del partido han dado una orden: durante cuarenta días y cuarenta noches se transmitirán sin pausa los discursos del líder. Sin ninguna introducción, sin ningún comentario, solo su voz perpetua que arenga, insulta, pregunta, se burla, se indigna, regaña, premia, castiga, felicita, condena, condona. Como casi siempre repetía lo mismo, nadie se dará cuenta de que son discursos grabados. Nadie nunca habló tanto como él. Fidel era una voz, y mientras esa voz se continúe oyendo por radio y televisión los cubanos seguirán con la ilusión o el temor de que el tirano esté vivo. 

Material no les falta: por más de 45 años Fidel no paró de echar discursos. Nunca escribió una coma: sus libros son transcripciones de los discursos; los editoriales de Granma los dictó en voz alta a las dactilógrafas; sus entrevistas consistieron en largas peroratas que a veces llegaron a 16 horas sin parar de hablar. Siempre sufrió de lo mismo, de logorrea, y nadie nunca lo pudo callar. Una vez, en el colegio, un cura intentó cortarlo; Fidel saltó como una fiera y le mordió el brazo. Es cierto que la longitud de sus intervenciones fue decayendo con los años: al principio de la Revolución sus discursos duraban unas siete horas. En los años de su otoño ya casi nunca llegaban a cuatro. Pero de siete en siete o de cuatro en cuatro, sus discursos podrían llenar meses y meses de transmisiones ininterrumpidas. 

Los venezolanos no se atrevieron durante meses a celebrar el deceso del dictador Juan Vicente Gómez, pues este acudió varias veces al ardid de divulgar su falso fallecimiento para pasar por las armas a los traidores que festejaran su muerte. Así mismo en Cuba. Aunque muchos aseguran que Fidel ha muerto, pasan los días y todavía nadie se ha atrevido a lanzar "los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anuncien al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad ha terminado por fin". Los rumores crecen desde hace semanas, las luces no se apagan nunca en el Palacio de la Revolución, lumbreras médicas visitan la casa de gobierno, pero ninguno ha sido capaz de extender el certificado de defunción.
Sólo un indicio hace pensar que su muerte ya ocurrió o es inminente: el taimado Ministro de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y hermano menor del Comandante, Raúl Modesto Castro Ruz, no solamente ha acuartelado al ejército, para ganarse a sangre y fuego la sucesión, sino que ha hecho venir, con un contrato millonario, a un reconocido taxidermista ruso y ha encargado una inmensa urna de cristal al más famoso vidriero de la República Checa. Como los soviéticos con Lenin y los chinos con Mao, dicen los murmullos callejeros, también en breve los cubanos se verán obligados a desfilar frente a la momia de Fidel expuesta en un altar patriótico en la mitad del parque Central, vestido con su tradicional uniforme verdeoliva, a los pies de la estatua de Martí. Hay otro dato: en Miami se apresta una flota de buques mercantiles escoltada por acorazados de guerra. Toda la gusanera, como les dicen en la isla, está dispuesta a zarpar en cualquier momento hacia esa isla donde, según dicen las canciones, dejaron enterrado su corazón. En todo caso, antes de ir a desenterrarlo, prefieren esperar a que el Comandante en Jefe haya sido inhumado. A los déspotas se les teme incluso después de muertos. 

En realidad, la misma revolución cubana también es una muerta mantenida en vida por una especie de ensañamiento terapéutico practicado por su hechicero mayor. Pero desde hace mucho se sabe que el castillo de naipes pegado con las babas de Fidel se desmoronará con su último aliento. La revolución ha sobrevivido a su propio naufragio y a su propio fracaso tan solo por una de las más irracionales de las pasiones humanas, la superstición, y por una de las más racionales: el miedo. 

La superstición consiste en que Fidel ha conseguido hacerles creer a los cubanos que es omnipotente, que lo ve todo y lo controla todo, como Dios, y por esta misma ilusión de omnipotencia, que es imposible de derrotar, el régimen castrista ha arrastrado su agonía durante lustros. Pero a esta superstición se le une un aparato represivo que reparte miedo y dolor a la perfección. No es posible ejercer un poder absoluto sin regarlo periódicamente con sangre. La arbitrariedad, el oprobio y la opresión despiadada son cualidades inherentes a toda tiranía, incluso a las más iluminadas. 

A los pocos que no han creído en la omnipotencia del tirano, y han osado oponérsele, el estado policivo los ha encarcelado, fusilado o por lo menos exiliado en esa sucursal de viejos y nuevos ricos habaneros que es Miami. En lo único que no han creído los cubanos que quedan en la isla es en la patraña de un Fidel inmortal y de una revolución eterna. En cuanto la muerte del Jefe Supremo se confirme, el conjuro habrá terminado, la hipnosis colectiva se romperá como una inmensa burbuja pinchada por un alfiler, y los cubanos saldrán a las calles para pedir ese cambio que apenas unos pocos valientes se atrevieron a solicitar en vida de Fidel. 
Tal vez Cuba sea el país latinoamericano mejor preparado para una democracia profunda y verdadera.
Algunos logros de la Revolución, instrucción general, un sistema amplio de salud y un cierto grado de conciencia ideológica nacionalista, permitirían en la isla elecciones menos manipuladas que en otras partes de la región. El mayor obstáculo para hacer de Cuba un gran país, independiente y digno, alegre y próspero, era el mismo hombre que la libró de una dictadura sanguinaria para hundirla en otra que no por ser más idealista fue menos bárbara. 

Talantes intransigentes y dogmáticos como el de Fidel Castro, en momentos dramáticos de la historia de las naciones, pueden resultar muy útiles para aglutinar alrededor de la figura del líder un impulso hacia el cambio. Pero si ellos mismos, o quienes los rodean, no tienen la inteligencia y el valor de despojarlos a tiempo de su exceso de poder, estos líderes acaban convertidos en tiranos insaciables que arrastran a la ruina a los mismos pueblos que, en un principio, ayudaron a sacar de otra desgracia. Fidel Castro, que llegó a representar para millones de hombres la ilusión de un nuevo estilo de sociedad y de gobierno, acabó convertido en el mismo tipo de dictador lamentable que él dijo combatir al principio de su actividad política. Si a algo acabó pareciéndose Fidel fue a los otros caudillos y dictadores del continente. El talante ególatra y autoritario es sólo un recipiente que se puede llenar con cualquier ideología. No importa si el relleno es fascista o comunista. El resultado, a la larga, acaba siendo el mismo: una estela de tristeza, pobreza y opresión. 

A esta imagen no le falta siquiera su harem de mujeres y su rastro de hijos fecundados por dentro y por fuera del matrimonio: Fidelito, hijo de Mirta Díaz-Balart; Alina, hija de Naty Revuelta; Alejandro, Diego Alejandro y Antonio Alejandro, hijos de Delia Soto del Valle. Sólo con Celia Sánchez Manduley, quizá la compañera que más quiso, no tuvo descendencia, pero a la depresión por su muerte se le atribuye la crisis de los Marielitos, durante la cual decenas de miles de cubanos abandonaron el país. 

Fidel ha muerto, pero mientras se crea que está vivo, Cuba seguirá igual. Hay algo seguro: Cuba lo sobrevivirá a él. Y si no es invadida por Estados Unidos y si no se hunde en la espiral de venganzas de una guerra civil, tiene una gran oportunidad de convertirse en un país libre, pacífico y próspero. Ojalá.

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