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13 de julio de 2006

Hacer ejercicio

Por: Ricardo Silva Romero
Los domingos se me han vuelto el reto de recorrer la ciclovía sin ceder a la tentación de atropellar a esas familias que bloquean el paso cuando uno está empezando a sentirse un ciclista de verdad | Foto: Ricardo Silva Romero

Y aquí voy yo, en una bicicleta roja que me regalaron hace unos seis meses, tratando de subir con dignidad las partes más empinadas de la carrera séptima. En la etapa más incierta de mi biografía, por consejo de un médico que parece ser un buen amigo ("es peligroso tener una vida sedentaria después de los treinta", dijo), las mañanas de los domingos se me han vuelto el reto de recorrer la ciclovía bogotana sin ceder a la tentación de atropellar a esas familias felices que bloquean el paso cuando uno está empezando a sentirse un ciclista de verdad. Salgo a las nueve. Vuelvo a las doce. Y de lunes a sábado me siento bien, en paz, al otro lado, a punto de recobrar las piernas, los movimientos y los pulmones que tenía cuando estaba en el colegio. Sé que esta travesía no es suficiente. Sé que tengo que hacer ejercicio dos veces más en la semana. Pero que vaya en esta bicicleta roja, que me ponga la meta de alcanzar a ese gordo competitivo, y que lo alcance, es mucho más de lo que esperarían de mí las personas que creen conocerme.

Yo no soy, según los libros de biología, un hombre viejo. Los viejos, de hecho, les dirían que soy joven. Pero tengo claro que, en seis, siete, ocho años, el poco pelo que me quede será invadido por las canas, las palmas de mis manos tendrán mil líneas más que ahora y las rodillas serán un incómodo tema de conversación con mis amigos: estar enamorado de mí, en suma, será un acto de la más pura compasión humana. Dejaré de ver los reinados de belleza, porque verlos será un gesto más cercano a la pedofilia que a la lujuria y evitaré las reuniones en donde hablar de Billy Joel suene como suena hoy hablar de Lucho Bermúdez. Y entonces abriré el álbum de fotos de cuando no tenía que hacer ejercicio: diré "este soy yo, a los diez años, cuando veía películas en los descansos de los partidos de fútbol"; "aquí estoy otra vez, a los doce, unos segundos antes de patear un penalti"; "mírenme volver a la casa, a los catorce, después de ganar la copa con un equipo en el que nadie creía". Les serviré de guía, pues, a los que insistan en visitar mis recuerdos menos reveladores. Y caeré en la cuenta de que mi vida se volvió sedentaria ("dentro de poco le va a costar trabajo concentrarse", me dijo el doctor), porque siempre he relacionado el ejercicio con el marcador final, con las vacaciones, con el juego: correr porque sí, para estar bien de salud, no tiene ningún sentido para mí.

Yo no soy un santo según la definición del diccionario. No he sido, hasta el momento, el monje zen que habría querido ser cuando me enteré de que la mejor forma de vivir era respirar, esperar, quedarse quieto. Pero lejos estoy del desastre físico. Si he comenzado a sacar la bicicleta roja, del peligroso sótano del edificio, en las mañanas de todos los domingos, es porque, primero, me pone nervioso que, uno a uno, mis amigos quieran dejar de fumar, quieran bajar los kilos de sobra de las comidas rápidas, quieran tener el cuerpo de los maniquíes que caminan sobre una banda en las vitrinas de los gimnasios ("la clave es no forzar el corazón", dijo el médico, "la clave es poderse morir mañana sin haber perdido el tiempo"), porque, segundo, me niego a ser uno de esos adultos derrotados que se entregan al saborcito mediocre de la Coca-Cola dietética, y porque, tercero, montar en bicicleta estática me parece igual de desesperado que hacer doscientas abdominales antes de bañarse.

Y aquí voy, entonces, en la bajada "a tumba abierta" de la calle veintiséis, con las manos aferradas a los frenos, respondiéndome con monosílabos preguntas del tamaño de "¿qué va a quedar de todo esto?", "¿moriría sin cuentas pendientes si muriera?", "¿me quedará más fuerte el corazón si sigo así?", avergonzado ante la forma en que el gordo temerario me ha pasado de largo en el descenso, dispuesto a aprovechar el terreno plano que viene para alcanzarlos a todos, al gordo que sabemos, a las viejitas en sillas de ruedas, a los niños con bicicletas de rueditas, a las parejas de enamorados que solo están aquí por los salpicones, en fin, a todos los que deberían perder conmigo esta carrera sin patrocinadores cuyo sentido parece ser cansarme por cuenta de algo que no ocurra en mi cabeza y volver a mi casa con la sensación de haberme derrotado a mí mismo. Lo ciclistas de verdad dirían que es una etapa muy dura.