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15 de diciembre de 2004

II. el ruido y la furia

La casa-finca de la familia Cervantes Orozco, único vestigio que queda de la fortuna de Pambelé, está ubicada en el pueblo de Turbaco, a una hora de Cartagena.

Por: Alberto Salcedo Ramos

La casa de la familia Cervantes en Chambacú, Cartagena.n.
 
En un casino panameño, el 27 de mayo de 1975..
 
En una fiesta familiar, en casa del primo Sinforiano Reyes. Palenque, junio de 1973.
 
La casa-finca de la familia Cervantes Orozco, único vestigio que queda de la fortuna de Pambelé, está ubicada en el pueblo de Turbaco, a una hora de Cartagena. El patio mide dos hectáreas y tiene mangos, guanábanos, nísperos, limones, papayos, plátanos y tamarindos. Hay una gallina aburridora que le sabotea la siesta a un perro perezoso, una bicicleta recostada contra un árbol y una pelota de fútbol. El piso de tierra es pulcro: ningún guijarro suelto, ninguna lata vacía, ningún zapato viejo retostado por el sol. Las hojas secas no andan volando por ahí sino que están escrupulosamente recogidas en un montoncito apartado contra la cerca. El sol reverbera en el tejado, hierve en el aire. Son las tres de la tarde del seis de enero de 2004.
En la terraza de grandes baldosas rojas, sentados en mecedoras de mimbre, se encuentran Carlina Orozco, esposa de Pambelé, y sus hijos José Luis y Rubén. También están las mujeres y los hijos de ellos dos, junto con algunos vecinos que han venido de visita. Solo falta Lucy, que vive aparte con su marido y sus cuatro niños. Los chicos corretean por todos lados, arman un barullo tremendo. A ratos, los adultos les piden dejar la gritería.
Hoy, al igual que hace dos días, cuando vine a esta casa por primera vez, Carlina se niega a abrir la boca. Cuando le pregunto algo, se pone el dedo índice de la mano derecha sobre los labios y mira hacia un lado. Supongo que con su gesto histriónico pretende advertirme que no está dispuesta a pronunciar ni media palabra sobre su marido. O quizá me pide que me calle. José Luis, en cambio, se desborda. Admite que a ratos se desespera tanto que piensa en la posibilidad de amarrar a su padre y meterlo en un hueco subterráneo durante cinco años, a ver si de pronto se corrige. Después afirma que la pensión mensual que el gobierno le da a Pambelé por haber sido un símbolo del deporte -un millón y medio de pesos- sólo ha servido para patrocinar sus desórdenes.
-A mi mamá no le da ni cinco centavos -protesta- y tampoco quiere aceptar que ella sea la que cobre y administre la pensión. Él es un hombre enfermo que se enloquece más cuando ve plata. Mire, se desaparece varios días, nadie sabe por dónde anda, es la locura total. Nosotros volvemos a verlo es cuando se queda sin nada y en malas condiciones.
En este momento, a propósito, lleva varios días perdido. Algunos dicen que está en Barranquilla, donde una amante llamada Cecilia. Otros juran que amaneció descalzo en el mercado de Galapa, Atlántico, jugando dominó. Los de más allá aseguran que como en Cartagena hay temporada taurina, es imposible que haya salido de la ciudad. ¿No era, acaso, el que andaba ayer por el Parque Bolívar, con una camiseta enrollada en la cabeza, convidando a pelear a un lustrabotas? ¿No era el que devoraba una posta de sábalo frito en una cabaña de La Boquilla? Si te pones a buscarlo, te pierdes tú también. Te confundes, sientes dolor en los talones. No entiendes por qué si Pambelé es omnipresente como el sol, tú no lo encuentras. Si quieres tropezarte con él -te previene el vendedor callejero de mariscos- debes ir a las 11 en punto de la mañana a los quioscos de La Matuna. Un jubilado de los que tertulian en los alrededores de la Gobernación cree que Pambelé pasó hace media hora por el malecón de Bocagrande. Un taxista del aeropuerto jura que lo saludó en las playas de Crespo. Las prostitutas de la Calle de la Media Luna suponen que está almorzando con los boxeadores del Pie del Cerro y los boxeadores, a su vez, se lo imaginan encerrado con las prostitutas. Las versiones se multiplican según el número de personas a las cuales les preguntas.
-La semana pasada estaba en el barrio Chiquinquirá con un vaso de tinto en la mano.
-Hace cuatro días tenía una gorra de los Yankees y estaba conversando con su compadre Bernardo Caraballo.
-Si hubieras llegado diez minutos antes, lo habrías encontrado en esa cafetería tomando jugo.
-Ahora mismito se fue de aquí, mi hermano. ¡Corre, para que te lo pilles en la otra esquina!
Y cada vez te lo van arrimando más en el espacio y en el tiempo, hasta que empiezas a creer que ya lo encontraste, y resulta que es una sombra engañosa, se alarga y se encoge en el piso, mas no se deja tocar. Todo lo que hagas por retenerlo será inútil, pues cuando Pambelé está de farra es como un nubarrón, viejo, anda lento pero llega lejos, lo ves cerca pero no lo alcanzas. Además, no hay manera de controlarlo. Cuando pasa frente a ti, cargado, turbio, lo intuyes amenazante y, sin embargo, te descuidas, porque ya lo consideras parte del paisaje. Entonces, cuando te acostumbras tanto que terminas por olvidarlo, el nubarrón descarga su cólera contra lo primero que se le atraviese. Bum, bum, bum. Oyes el estruendo, pasan los policías, se forman los corrillos, se desatan los rumores y al otro día, claro, lo tienes por fin frente a ti: está retratado en El Universal mientras es conducido a la cárcel de San Diego, por haber agredido a Jolinis Pérez Ortega, una joven que se negó a bailar con él.

Esta vez, sin embargo, su familia no lo ha visto ni siquiera en el periódico. Cuando pregunto que si por casualidad saben dónde se encuentra, Carlina vuelve a sellarse la boca con el dedo índice. José Luis responde que con seguridad su padre anda de parranda. Añade que donde quiera que esté, quizá tenga miedo de regresar a la casa, porque hace unos días, cuando se presentó borracho y empezó a reventar platos contra las paredes, él y su hermano Rubén lo aquietaron a la brava. Y no sólo eso: le aclararon que como volviera a irrespetarlos de esa manera, se verían obligados a encadenarlo en un árbol. Después llamarían a los periodistas para que lo vieran maniatado, a fin de que él sintiera en carne propia la humillación que ellos habían soportado toda la vida. Tan viejo, carajo, y no coge juicio. O se calma o lo calmamos. Por último, lo aguijonearon en su punto débil: si seguía causando problemas, le advirtieron, tendrían que internarlo de nuevo en un hospital siquiátrico.
José Luis confiesa que muchas veces él y su hermano han empleado la rudeza para contener a Pambelé. Es horrible, me explica, llegar a ese extremo. Horrible pero inevitable. Durante muchos años ellos han vivido emboscados en un callejón sin salida, sometidos a un dilema malvado: resignarse a que el padre los destroce o dominarlo con sus propios métodos brutales. Cuando Pambelé llega borracho o drogado, escupe insultos, reparte porrazos, lanza ollas y calderos, patea neveras. Ataca como fiera y devasta como terremoto.
-Yo recuerdo que mi papá rompía un televisor todos los meses, cuando le entraban sus loqueras -dice Rubén-.Y como en ese tiempo todavía tenía plata, se iba al día siguiente para cualquier almacén y compraba un televisor nuevo.
Cuando Pambelé se retiró del boxeo, en 1983, José Luis tenía 12 años; Rubén, 11 y Lucy, 8. A partir de ese momento, como ya no necesitaba cuidarse para la próxima pelea, abandonó los pocos escrúpulos que le quedaban. Ahí fue cuando la vida de todos se volvió un infierno. Los niños miraban impasibles cómo su padre llegaba de repente, a cualquier hora de la noche o de la madrugada, convertido en un ciclón que desbarajustaba la casa. La escena era traumática: había puñetazos, estropicio de muebles, desvelo. En medio del caos, mamá Carlina pasaba de los gritos de espanto al llanto de desconsuelo. Entonces, los chicos también lloraban. El depredador tomaba un segundo aire, rugía, se encaminaba hacia la cocina. Luego pateaba al perro, rasgaba el mantel, botaba los peroles. Cada agresión era más feroz que la anterior. Daba la impresión de que sólo se detendría cuando hubiera machacado el último florero. Lo peor, sin embargo, no era su sed de aniquilación sino su cara de lunático. ¿En qué momento, por Dios, el padre amoroso que esta mañana, antes de salir, les preparó el desayuno, los peinó y les dio un beso, se transformó en este monstruo desbocado? Ahora, el exterminador se quitaba la camisa. Parecía dispuesto a embestir con más determinación para consumar su faena demoledora. Pero cuando todos esperaban el envión final, el golpe de gracia que acabaría para siempre con este mundo cruel, el hombre se frenaba en seco, adoptaba la guardia clásica de un boxeador, tiraba una seguidilla de ganchos y rectos en el aire, y exclamaba con toda su alma:
-¡Y en esta esquinaaaaa, el campeón mundiaaaalllll Kid Pambeléeeee!
Al rato se quedaba en silencio. Se sentaba en alguna mecedora que hubiera sobrevivido al cataclismo y permanecía allí, inmutable, durante varios minutos. Chasqueaba los dedos, bajaba la cabeza. Era la calma después de la tempestad, el cielo apacible después de las centellas. Pero entonces, de manera inesperada, soltaba un pujo largo y rompía a llorar como un niño lastimado.

En este punto de la conversación, Carlina Orozco se lanza por fin al agua: agita el dedo índice, a la altura de su propio rostro, y dice que sólo los que actúen de buena fe lograrán enderezar lo que está torcido.
-La palabra de Dios nunca regresa vacía -añade-. Nosotros no queremos que el mal ejemplo de Antonio caiga en saco roto. ¡Apréndanse esa lección y úsenla para vencer al Demonio!
En seguida, mira hacia un lado y vuelve a su silencio. Como sabe que la observo, demora más de lo acostumbrado con el rostro escondido. Aprieta los puños sobre las rodillas, mece el tronco hacia atrás y hacia delante. Se ve demacrada, oprimida por el fracaso.
José Luis insiste en que su padre los ha sometido a una pesadilla demasiado larga. Para la mayoría de la gente en la calle, Pambelé es, a pesar de todo, un espectro inofensivo. Lo ves en la televisión, lo ves en el periódico, lo ves en tu barrio, lo ves en la sopa, pero al fin y al cabo, verlo no te mata. Él allá y tú acá. Él, envuelto en llamas y tú, fresco. Él, en el fondo del pantano y tú, a salvo en la tierra firme. Es cierto que si va tomado o drogado y tú te le acercas, el problema es inminente. Mantén una prudente distancia y conjurarás cualquier peligro. De todos modos, hay que admitirlo, puede ocurrir que te lo tropieces de frente en un espacio reducido y él te conecte con un mortífero uppercut de izquierda en la punta de la barbilla. Pero en ese caso, viejo, te tocará reconocer que la culpa no es de Pambelé, carajo, sino de tu mala suerte. La posibilidad de que se encuentre contigo, precisamente contigo, y te atice un soplamocos con la poderosa zurda, sigue siendo más remota de lo que muchos suponen. Así que volvemos a lo mismo: tú, sentado bajo la sombra del almendro y Pambelé, calcinándose en la mitad del sol. Tú, engordando en tu vida sedentaria y Pambelé, enflaqueciéndose en su andadura febril. No temas, que él se va alejando, se va alejando, se va alejando y se va alejando, hasta convertirse en una rastra de humo en la memoria.
A su esposa y a sus hijos, en cambio, les sucede lo contrario: pase lo que pase, Pambelé siempre se acerca. Hoy o dentro de seis meses, pero se acerca. Cuando vuelve es un lío; cuando se va, también. Están atados a su destino. Les toca cargar con él y con su fantasma, que para ellos pesa el doble. Encorva la espalda y duele muy hondo. Todo lo que Pambelé haga frente a ellos o a leguas de distancia puede afectarlos irremediablemente. Cuando él se pierde del mapa, ellos no tienen tregua, porque, de todos modos, él sigue repercutiendo en sus vidas de manera contundente. Es cierto que cuando él se encuentra lejos, la atmósfera es tranquila y los platos están a salvo. Pero en ese caso, las preocupaciones no desaparecen sino que cambian de foco. ¿Habrá armado un nuevo escándalo? ¡Claro, a la fija atacó a alguien y lo metieron preso! Luego se preguntan si está vivo. Se ponen tensos, se alteran con el mínimo ruido de la calle, llaman por teléfono, averiguan si lo han visto. De pronto, en medio del sobresalto, se miran las caras y comprenden que no están buscándolo por deber sino porque lo extrañan. Pobrecito, tal vez no ha comido. Quién sabe dónde le tocará dormir esta noche. Empiezan a pensar que es una criatura enferma, una víctima, un tipo que no tiene la culpa de haber venido al mundo con un corazón bueno y una cabeza mala. Porque, eso sí, ¿quién va a negar que cuando el hombre está en sus cabales es la decencia en persona? Y de la generosidad, ni hablemos. Acuérdense de la cantidad de gente a la cual ayudó sin estar obligado a eso. Primos, concuñados, compadres de ocasión. Recuerden que él desde chiquito tuvo que hacer las veces de papá de sus cinco hermanos menores, porque el padre de verdad, el viejo Manuel, estaba perdido en Venezuela y hacía años que de él no había razón ni larga ni corta. Y cuando fue campeón mundial hizo que le pusieran la luz y el agua a Palenque, un adelanto para el pueblo, sí señor, con presidente y todo, que eso es algo que los viejos todavía comentan. ¡Ese era el tipo correcto en la vida! Ahí donde lo ven tan loco estaba pendiente de su gente. Cuando se ganó la corona y cobró los cinco mil dólares de la bolsa, pagó la nevera de la mamá -que se la iban a embargar- y compró por fin su primera cama doble, ya que hasta ese momento dormía con mamá Carlina en un estrecho catre de resortes. Juicioso, compa, juicioso. Y honrado. Usted podía mandar un saco de monedas de oro con él y no se extraviaba ni una sola. No le debía un centavo a nadie. Al contrario: se quitaba la ropa para regalarla. Sudaba para conseguir lo que necesitaba. En vísperas de un combate, no tomaba gaseosa, le hacía mala cara a la grasa, se apartaba si veía un sancocho, mejor dicho, mírame y no me toques. Se cuidaba más que un obispo, mi hermano. Cero trasnocho, mucho trote. Hasta pasaba la noche en un cuarto independiente, estudiando los videos del boxeador al que iba a enfrentar, analizando por dónde era que le iba a meter uno de los puños esos que, según el periodista Melanio Porto Ariza, tenían cloroformo. Cuando ya ganaba su pelea, otra vez dormía con mamá Carlina. Y ella amanecía con una sonrisa de oreja a oreja. Él cocinaba y nos llevaba el desayuno a la cama. Después tocaba las palmas, como si nos estuviera aplaudiendo, pero en realidad lo que nos quería decir con ese gesto era que nos bañáramos rápido para salir a pasear. Escríbalo como suena: éramos felices en esta casa. Bueno, quiero decir, antes de que él probara el veneno ese que lo malogró.
Una vez más, Carlina Orozco se anima a meter su cuchara en la
conversación.
-Antonio es de mala cabeza pero él no se desgració solo. ¡Bastante que lo aprovecharon cuando estaba arriba! ¿Usted cree que nosotros no sabemos quiénes fueron? Nosotros sabemos todo, lo que le robaron, las porquerías que le dieron, todo. Sabemos dónde lo metían para dañarlo. Lo que pasa es que no vamos a mover ni un solo dedo para castigar a nadie, porque en la Biblia está escrito que el que a hierro mata, a hierro muere, y Dios ya le tiene su paga guardada a cada quien.
Fiel a su costumbre, Carlina vuelve a callar. Mira hacia un lado. Se mece. José Luis me reta ahora a comprobar que de los once hijos que tuvo su padre con cuatro mujeres, ninguno siguió su mal ejemplo. Al contrario, explica, todos exageran los buenos modales, sin duda para notificarle a su interlocutor, desde el comienzo, que están hechos de otro material. Pero -añade a continuación- con su padre esa cortesía no siempre funciona. Y además, la paciencia se agota. Cuando eran niños se resignaban al pánico en forma pasiva. Soportaban el maltrato a su madre, el escarnio público. No tenían manera de impedir que el huracán destruyera su morada. Estaban montados contra su voluntad en un carrusel de atrocidades que pulverizaba los nervios y nunca terminaba de girar. Además de padecer barbaridades, oían comentarios sobre las penurias económicas que se avecinaban: Pambelé remató los ocho apartamentos de Bocagrande y los cinco del Edificio Comodoro. Pambelé llegó al banco en bermuda, camisilla y chancletas, y retiró 10 mil dólares por ventanilla. Pambelé vació las tres cuentas corrientes y las dos de ahorros. Pambelé ferió los últimos 50 mil dólares que le quedaban de sus propiedades en Venezuela. Pambelé vendió su colección de vehículos de lujo y quién sabe en qué se gastó la plata. Pambelé cambió una finca de 300 hectáreas por una noche de farra. Pambelé -y esto ya es el colmo- dejó perder hasta la casa que le había regalado a su mamá, a la pobre vieja Ceferina. Todas estas mortificaciones, afirma José Luis, se acumularon en forma dañina. Un día, cuando él y su hermano Rubén sintieron que habían crecido lo suficiente como para levantar el pecho, se sublevaron. En ese momento descubrieron que de todos modos no tenían alternativas: desterrar a su padre los pone a salvo de sus impertinencias, pero también les genera zozobra. Amarrarlo es librarse de sus golpes, pero condenarse a ver una escena pavorosa que duele hasta las lágrimas.
¿Para qué les ha servido, entonces, haberse rebelado? Por lo menos -responde Rubén- para conservar esta casa-finca, que fue lo único que le quedó a su madre. La lucha ha sido brava, añade. Varias veces han tenido que perseguir con machete a desconocidos que aparecen de repente pidiéndoles desalojar el predio, dizque porque ya Pambelé les firmó la promesa de compraventa.