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19 de junio de 2007

Testimonios

Yo sobreviví a ls bomba del DAS

Lo primero que encontré cuando regresé a mi puesto de trabajo en la peluquería del DAS fue el arbolito de Navidad tirado en el piso y las bolas quebradas por todos lados. Después vi los vidrios clavados en las paredes y en las sillas de la salita de espera. La puerta estaba tumbada, los falsos techos caídos y el caos era absoluto.

Por: Yolanda Amador
El 6 de diciembre de 1989 un carro bomba de más de 500 kilogramos de dinamita explotó enfrente del edificio del DAS en Bogotá, y dejó más de 50 muertos y 600 heridos. | Foto: Yolanda Amador

 
Supe en ese momento que de haber estado ahí cuando estalló la bomba me habría ido muy mal. Me salvó la reunión que hacíamos cada ocho días con el personal de administrativa en un salón con módulos de madera y cortinas que nos protegieron de las esquirlas.

Esa mañana del 6 de diciembre de 1989 llegué más temprano de lo usual, tipo siete, para conseguir asiento en la reunión. Eso también me salvó, pues no me cogió la bomba en la calle. De lo único que me acuerdo es que le estaba hablando a una amiga y cerré los ojos tan pronto sentí que salía una cantidad de mugre, como si alguien hubiera sacudido un tapete. Fue un pestañeo para protegerme de algo que ni siquiera oí. Abrí los ojos, vi que estaba tirada en el piso y que todo estaba gris, oscuro, como si fueran las seis de la tarde, cuando en realidad eran las 7:30 de la mañana. Supe después que la explosión levantó una cortina de humo de doscientos metros e hizo un cráter de cuatro metros de profundidad. Fue terrible, una "minibomba atómica", como la llamó después el general Maza Márquez, director del DAS en esa época.

Imagínense estar sentado, pestañear y encontrarse ahora tirado viendo el techo cayéndose encima de uno. Uno sabe que algo pasó, pero no sabe qué. Empieza a pensar, qué pasó. Ve que la gente sale antes y uno se queda ahí. Yo me acordé de lo que nos decían en los simulacros y mantuve la calma. Al fin y al cabo era la época de la guerra de los narcos contra el Estado, cuando Gacha y Escobar explotaban bombas en Medellín y Bogotá buscando no ser extraditados y el general Maza Márquez ya se había salvado de un atentado en Chapinero, el 30 de mayo de ese mismo año. Nos paramos junto a una columna. Yo tenía un dedo cortado, el dedo corazón de la mano izquierda, y tenía un vidrio clavado en la parte izquierda de la mejilla. Me salía sangre. Tenía la blusa de Elvira cogida. Era blanca y estaba untada de sangre, pero el miedo era que se nos cayera el techo encima. El coronel España, que era director de la parte administrativa, salió con heridas en la cabeza y otro, con heridas en la rodilla. Afortunadamente, cosas leves. Las paredes estaban caídas, había humo, la gente bajaba por las escaleras. Todos salíamos frustrados de no haber podido hacer nada y preguntando qué había pasado. En el primer piso ya vimos la magnitud de la tragedia: todo sin paredes, caído, abierto a la carrera 27 y un total de trescientos locales de la zona arrasados y seiscientos heridos, según dijeron después los medios de comunicación.

Mi hermana llevaba tres días de posesionada en el DAS. Fui a ver su oficina y no tenía paredes. Ella dice que no se explica qué le pasó, que la onda la botó contra el escritorio y cuando se levantó estaban las paredes caídas. De no haber estado del lado contrario a la onda, el muro la habría sepultado. Al general Maza le pasó lo mismo. La onda lo sacó despedido de su asiento, pero lo salvó el blindaje de su oficina. A la media hora de haber salido del DAS las tres, la zona estaba acordonada y se oían las sirenas de las ambulancias. Mi primer pensamiento fue llamar a mi mamá a decirle que estábamos bien. Fui a buscar un teléfono en un mosco, como les decíamos a los locales de Paloquemao, donde vendían almuerzos. Ahí había un sitio sin techo, sin puertas y un escritorio sobre el que había un teléfono gordo, viejito. Tenía tono. Hablé con mi mamá y le dije que habían puesto una bomba, pero que yo estaba bien. Los de las ambulancias le dijeron a mi amiga que se subiera porque tenía sangre en la espalda, pero les dijimos que no era nada, que había gente muy herida que necesitaba su ayuda. La calle estaba paralizada, pero un señor del tránsito paró un taxi y le pidió que nos llevara a un hospital. Allá me cogieron unos puntos en la mano y en la cara y solo me quedó una línea, que cuando me miro en el espejo intento ignorar para no acordarme de ese día en el que perdí un amigo (un detective de seguridad rural), una amiga secretaria y varios compañeros (ocho en total). Al día siguiente fui a muchos velorios, pero antes volví al DAS, como todos los funcionarios que habíamos sobrevivido, agradecida de estar viva. No fuimos a trabajar en labores de oficina, sino a barrer, a quitar escombros a intentar recuperar nuestras oficinas. Nos repartieron plástico y lo pusimos en vez de los vidrios. Yo volví a arreglar el árbol de Navidad como si fuera la misma, pero me asustaba con cualquier puerta que cerraba el viento. Todos los años en el DAS conmemoramos esa fecha triste con una misa por las personas que murieron. .


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