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20 de octubre de 2004

La despedida de las delicias

En un mes me voy a vivir a París, ciudad que promete aventuras y nuevos materiales de estudio en el campo de la antropología sexual. Tener los días contados en Colombia me ha dado el poder de actuar sin pensar en consecuencias y una especie de compulsión extraña para arriesgarme: "Es ahora o nunca". Hace una semana estuve a punto de visitar a Jota C., el editor de un libro que nunca voy a terminar, para hacer realidad mi fantasía de sexo en la oficina al mejor estilo de Melrose Place.
Jota C. está buenísimo y, lo más importante, tiene muchos objetos encima del escritorio. Me he resistido a coquetearle todo este tiempo porque es una especie de jefe, pero el viaje hace que nada de eso importe. Que se vayan de un manotazo al piso las fotos de sus sobrinos, la bola de cristal con nieve que le regaló esa novia canadiense, su taza de Berkeley y, sobre todo, esos proyectos de novela de periodistas frustrados que se describen en las reseñas que ellos mismos escriben como "jóvenes escritores latinoamericanos".
Estuve a punto de hacerlo, digo, porque cuando me dirigía al ascensor recordé a Marlene, la secretaria y perro custodio de Jota C. Como el 70 por ciento de las secretarias, Marlene ama en secreto a su jefe y odia a las mujeres que se le acercan. Tiene un olfato para las intenciones pecaminosas y escoge cuáles razones telefónicas da y a qué personas deja pasar. A mí me hace esperar un mes para darme cita. A pesar de París, tuve que olvidarme de la espontaneidad con que en Amanda, de Melrose, se sentaba en el escritorio del amante de turno y empezaba a desabrocharse la blusa.
Pero estaba decidida a no dejar pasar en blanco mis últimos momentos en Bogotá y escribí un pequeño cronograma de tareas pendientes:
1. Jota C.
2. Lucas, con quien no me meto para no dañar una larga amistad.
3. Rodrigo, un fotógrafo free lance de ojos multicolor.
4. Sacar la visa.
Y mientras hacía el cronograma, de repente recordé la lista de las delicias. Es parte de un trato que tengo con mis amigas del colegio. Cada vez que yo digo que un conocido está "delicioso" ellas lo anotan. El día en que decida casarme esa será la lista de los invitados a mi despedida de soltera, que va a ser un paseo a una finca.
Sin embargo, casarme me parecía cada día menos probable, y más aún con la decisión de trasladarme a Francia. "Es ahora o nunca", así que decidí hacer la despedida de las delicias por adelantado.
No fue fácil de organizar. Ya no teníamos contacto con muchos de la lista y otros se habían casado. Al final terminaron colándose los amigos incomibles de siempre y un par de noviecitas tontas peliteñidas y tetonas, entre otras, las de Lucas y Jota C. Para colmo, los años habían hecho estragos con los otrora deliciosos, y ahora la mitad eran calvos y barrigones.
Pronto fue muy claro que el único material sexual adecuado era Rodrigo, el fotógrafo que me trasnochaba desde hacía días. No había querido confesarles a mis amigas que me parecía delicioso, porque después de la última decepción amorosa les había jurado que por ningún motivo volvería a fijarme en un fotógrafo. Por alguna vocación masoquista siempre me han fascinado esos cazadores del instante perfecto, que solo piensan a largo plazo cuando planean escapar solos a algún lugar remoto. Pero con París en el horizonte sentía que nadie, ni siquiera un fotógrafo, podía robarse mi alma.
Tenía que acelerar las cosas y después de un rato empezaron a impacientarme las historias de Rodrigo, especialmente diseñadas para conquistar mujeres. Que cuando viajaba de mochilero por el Brasil había conocido a una alemana interesantísima, cómo se había conmovido por la imagen de una familia pobre llegando a no sé qué estación en Nueva Delhi, la convocatoria multimillonaria de la UNICEF que había ganado para trabajar con niños chocoanos.
Podía hablarme de lo que quisiera mientras tuviera esos ojos de colores cambiantes. Noté que tenía una pestaña en el párpado y eso fue todo lo que necesité para establecer contacto físico. Él propuso que saliéramos de la casa a caminar por el campo. Al poco tiempo nos estábamos dando besitos tiernos bajo un árbol que, según él, se parecía a su favorito en Hampstead Heath, un parque muy grande en Londres. Y entonces empezó a hablarme de esa maravillosa ciudad en la que vivió por varios años.
Después de un tiempo bajé mis defensas sarcásticas y me dejé llevar por la ilusión romántica de los lugares a los que se refería. Se me hacía agua la boca de pensar que pronto podría visitar muchos de ellos. Le di más besos y le pregunté por sus experiencias en Europa y por un momento, solo por un momento, todo fue perfecto. La despedida de las delicias no terminó siendo la orgía que imaginaba. No me acosté con Rodrigo, que por la mañana tenía los ojos de un marrón simple. Pero por primera vez en una vida de cronogramas y preocupaciones por el futuro, me dejé sorprender por un instante bello.