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21 de noviembre de 2014

Testimonios

La misma terminada por la mujer

En ese entonces, no sé ahora, parecía como si a Adolfo lo poseyera el alma de un poeta maldito cada vez que aparecía la posibilidad de salir de la ciudad. Todo se convertía en retórica del dolor y sufrimiento, siempre rebajado con uno que otro chiste.

Por: Marcela Peláez

Adolfo siempre me catalogó como una mujer inexpresiva. Así que para honrar la memoria que él tiene acerca de mi personalidad podría resumir el fin de nuestra corta relación con un simple ‘me fui para Australia’, pero para ser honesta, nuestra relación ni siquiera había empezado cuando ya tenía fecha de caducidad. Así que el viaje no fue la razón del fin sino la premisa de la relación.

Tal vez si nos hubiéramos conocido sin que yo ya tuviera mi plan de viaje y no hubiéramos tenido algunos paseos de por medio, nuestra historia hubiera sido diferente. Creo que nos dejamos llevar por la certeza del fin. La experiencia, estoy segura de que para los dos, fue como seguir comiendo a pesar de estar lleno. Una mezcla entre masoquismo y gula. O como una Kola Román al sol, o entre una nevera en El Plato, Magdalena, así, entibiándose de a poco hasta perder el gas...

Cuando lo conocí, Adolfo me pareció un tipo divertido pero bien peculiar. Con un sentido del humor peculiar, a falta de otros adjetivos. Peculiar es un eufemismo, claro, pero es que Adolfo y yo sufríamos de incompatibilidad humorística. Recuerdo que después de unos meses de estar saliendo con él fui a una Feria del Libro y le compré un libro de chistes con la esperanza de que refinara su sentido del humor. Seguro nunca lo leyó.

Las relaciones se ponen a prueba, sobre todo, en las vacaciones. Durante los meses que estuvimos juntos hicimos unos cuantos paseos, y el recuerdo me rebota porque no la pasé muy bien y él lo sabe. Éramos incompatibles en el humor y en los viajes, y eso que nunca nos montamos en un avión.

En ese entonces, no sé ahora, parecía como si a Adolfo lo poseyera el alma de un poeta maldito cada vez que aparecía la posibilidad de salir de la ciudad. Todo se convertía en retórica del dolor y sufrimiento, siempre rebajado con uno que otro chiste. Su alma atribulada parecía padecer de un genuino sufrimiento cuando veía una hamaca.

En uno de los viajes supe, desde la carretera, que hubiera sido mejor dar un timonazo al precipicio antes que llegar a nuestro destino. La simplísima tarea que él tenía de abrir y cerrar rejas para llegar a una finca se mostró demasiado para esa alma en pena, y luego de, literalmente, dos rejas decidió, en un brote de ira, que no podía hacerlo. Además de no poder abrir y cerrar rejas, Adolfo tampoco podía manejar. ¿O no quería? No lo sé. Estuve a punto de dejar el carro tirado y caminar 20 kilómetros hasta la finca, pero no podía dejar el carro abandonado con un adulto que no sabía o no quería manejar. Pobre carro.

Tal vez sin paseos de por medio, Adolfo y yo hubiéramos pasado mucho mejor. Porque las crisis siempre llegaban en los momentos de descanso. De resto, en la cotidianidad que nos rodeaba la pasábamos bien. Afortunadamente nunca esperó que jugara Fifa con él, ni que habláramos de fútbol. Le agradezco que casi siempre marcó un límite entre el fútbol y nuestra relación, pues no solía ir más allá de las camisetas horrorosas de equipos de fútbol que usaba todos los días como buen hooligan. Con excepción de otro paseo que hicimos a Cucunubá, donde me montó un numerito digno de La Ilíada, pues justo ese fin de semana jugaba no se quién contra no se quién, y Adolfo entró en crisis porque en la finca no había televisor ni mucho menos señal. O eso le dije. Así que él decidió tomar medidas preventivas y llamó a la anfitriona para aclarar sus dudas, pues si no había televisor estaba dispuesto a pedir prestado el de la portería de su edificio para encerrarse a ver fútbol en el paraíso cundinamarqués.

Menos mal no tuvimos tiempo para hacer un paseo más, porque otro viaje con Paul Verlaine y partido del Once Caldas de por medio hubiera adelantado la fecha de vencimiento del producto.

En julio de 2005 me monté a un avión rumbo a Australia. Cientos de kilómetros me separaron de Zableh en “apenas” treinta y pico horas de vuelo con escalas. Terminar hubiera sido un despropósito además de una pérdida de tiempo y saliva. Nunca, menos mal, hubo un “no eres tú, soy yo”, ni un “estoy confundida y necesito tiempo”, ni un “allá te espero”. No hubo mocos ni lágrimas, ni peluches en mi maleta, no hubo cartas de amor ni promesas. Era un hecho, yo me iba a ir por unos años y él no se iba a ir detrás de mí. La relación se acabó en los pocos pasos que había desde la droguería Colsubsidio en el antiguo Aeropuerto Eldorado hasta la ventanilla de inmigración. Ya para cuando el Juan Valdez de las salas de espera servía café a temperatura volcánica, nuestra relación no existía. Sin necesidad de decir nada. A la obviedad de la situación le sobraban las palabras.

Sin embargo, durante los primeros meses de mi llegada a Melbourne nos hablábamos con la frecuencia que las tarjetas de llamadas de larga distancia vietnamitas nos lo permitían. Pero después de un tiempo, las llamadas empezaron a hacerse menos frecuentes, hasta que un día Zableh me dijo que no me volvería a llamar, que iba a borrar mi correo y todos los medios de comunicación que tenía conmigo.

Pasaron tal vez tres meses sin saber nada de él; Adolfo cumplió a cabalidad su promesa de cortar la comunicación conmigo. Hasta que una mañana, mientras yo cruzaba el parque que había al frente de mi casa, Adolfo llamó a decirme que estaba en Japón y que pensaba pasar por Australia. Como quien está en Chía y llama a Bogotá: “En 40 te caigo a tu casa, llevo pandebonos”. La película en mi cabeza se proyectó con velocidad, y la idea de repetir un paseo con Zableh, ahora en el fin del mundo y en otro idioma, fue suficiente para saber que no podía suceder. Así que, con esa misma inexpresividad le dije que no viniera. Y simplemente así, esa historia llegó a su fin. Otra vez.

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