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10 de enero de 2008

La pecadora

Por: Juan Gossaín

Los muchachos de este pueblo le dicen el Gran Manolo porque esa es la forma de devolverle su curiosa costumbre de llamar así a todo lo que tropieza, sea persona o cosa, pájaro o piedra: el gran Pedro, la gran Carmen, el gran río, la gran fiesta, el gran aguacero o el gran Juvenal, que vengo siendo yo. Creo que no es el suyo un ánimo peyorativo ni lo alienta propósito de burla, sino que con esa palabra expresa su alegría de estar vivo y el cariño que siente por la humanidad.

El Gran Manolo es un cura viejo, español de la Galicia, con anteojos sin montura y un sentido profano del humor, rubicundo como todos los que sonríen. Desde los años de juventud anda haciendo misiones por los recovecos de la América. Vaya uno a saber cómo diablos vino a recalar en este paraje olvidado a la orilla del mar.

Esa noche se había levantado en medio de la tormenta a tomar agua de la tinaja de barro. Eran poco más de las once y hacía brisa, pero estaba oscuro. Puso la lámpara de gasolina en la mesa. Cuando levantó el jarro de aluminio para llevárselo a la boca, vio al otro lado de la ventana, en el patio abierto, la pirueta eléctrica del rayo que culebreó en la sombra, sin saber adónde iba, como un perro herido y sin dueño, cabeceando a la tolondra, aturdido, y luego se reventó contra el palo de guayaba y se deshizo en un chisporroteo de colores.

Por primera vez en su vida, con el vaso a medio camino, vestido con una franela blanca y unos calzoncillos deportivos, pasmado, estaba presenciando una tempestad verdadera y lo que sintió no fue temor sino fascinación. Siguió la trayectoria de fulgor de la luz verde, fosforescente y viva, que le recordó la pantalla de radar de un avión. El fogonazo brillante le hirió los ojos, se alzó del árbol y luego se desbarató en el aire.

—El gran Dios está jugando sus artificios con el mundo —pensó el padre, sonriente, pero luego, al recordar qué día era, sintió un remordimiento genuino.

—La borrasca típica del Viernes Santo —murmuró, para enmendar su falta de compostura, mientras besaba el crucifijo que le colgaba del cuello en una cadena de plata. A esa misma hora, medio pueblo más allá, dando vueltas en la cama sin poder dormir, la señora Encarnación de la Barrera viuda de Altamiranda, de unos modales tan ceremoniosos como su propio nombre, también había oído en la penumbra espesa de la medianoche el estrépito del trueno, llenando el caserío de un sonido de piedras desgranadas. Pensó que el diablo ya estaba en camino.

—Viene por mí —se dijo, sentada en la cama, con los dedos en cruz, inmóvil por el pánico.

La conciencia le causaba más descompostura que el estampido del rayo. La santa vergüenza era tan desmedida que la cabeza le dolía palpitando desde el momento en que cometió aquel pecado sin nombre, al filo del mediodía, mientras las matracas lúgubres de la Semana Santa atronaban en la calle para recordarles a los devotos que la hora de la crucifixión era próxima.

La cabeza y la conciencia son una misma cosa y por eso me duelen ambas al mismo tiempo. Tanto respetar la ley de Dios para terminar cometiendo el peor pecado en el día menos apropiado. El más asqueroso de los pecados un Viernes Santo. Y ni siquiera en la cama, ni haciendo la siesta, que es cuando ataca la lujuria y se desordenan los apetitos. Piedad, ánimas benditas del purgatorio, piedad de mí.

Se puso un emplasto de mentol en las sienes. Empezaba a quedarse dormida, a las diez de últimas, cuando husmeó el aire humedecido por la lluvia, le pareció que olía a azufre y se despertó de nuevo, llorando sin esperanza. "El Maligno ya está en el patio", musitó, buscándolo entre las sombras. Ocurría, en realidad, que la brisa del huracán se había impregnado de la esencia de chamusquina que emanan las ramas achicharradas, sobre todo si están verdes. Ahora, cuando ya pasó lo que pasó, quizás valga la pena recordar que el santo Tomás de Aquino logró demostrar, en sus adendas a la Summa Teologica, que las mujeres piadosas, conocidas por el populacho como "beatas", suelen confundir en las noches de relámpagos los olores de madera de la combustión con los aromas azufrados del diablo. En particular, si las está royendo por dentro un pecado mortal. Tomás supuso, con el recto criterio de que hacía gala, que era otra de las martingalas a que acude el Mañoso para perturbar, más aún, si cabe, el corazón lastimero de las pecadoras.

El Gran Manolo, en cambio, había dormido con las velas desplegadas al viento y la conciencia en paz desde la mitad de la tarde, al concluir los oficios fúnebres de la muerte de Cristo, y habría roncado con buena salud hasta el día siguiente si no fuera porque lo despertó la bullaranga de la borrasca. .

La viuda trataba de engañar el desasosiego de sus perversiones oyendo cantar la lluvia en las tejas, contándola gota a gota, pero tampoco así pudo pegar los ojos hasta el amanecer del sábado. A fin de expiar las debilidades de la carne con el hierro caliente del masoquismo, reconstruyó de memoria viejas tentaciones a las que, sin embargo, había logrado aplastar en edades más incitantes, como la adolescencia, cuando el cuerpo era menos resistente que ahora, aunque a los cincuenta años largos seguía siendo una mujer de buen ver.

—Si uno pudiera arrepentirse de antemano —exclamó de rodillas en la estera empapada de sudor, con los brazos abiertos, al garete en un mar de tormentos.

Dejó escapar un suspiro brusco, hondo y sonoro. La lluvia cesó a las seis de la mañana. "Qué loca soy", pensó. "Si no existiera el arrepentimiento, no existiría Dios". Se bañó a esa hora, restregándose la piel con rabia, borrando los vestigios del pecado en los lugares más precisos de su infracción, entre ellos la boca. Sintió que el agua fresca le ardía un poco más abajo del vientre, aunque no pudo saber si era por dentro o por fuera, pero aun así tuvo la certidumbre de que había quedado manchada para el resto de su vida.

Se puso a olfatear con esmero la juntura de los senos, que eran un poco grandes aunque firmes, y comprobó que la impresión fedionda de tener la carne podrida eran figuraciones suyas. Se echó talco de arroz por todo el cuerpo. Luego se vistió de un luto cerrado hasta el cuello.

Al salir a la calle vio que el Sábado de Gloria había resucitado de la tormenta y los corrales de los patios rezumaban una fragancia de hierbabuena. Tenía ganas de romper a llorar de nuevo. Caminaba con un balanceo de caderas, como caminan los patos. Bajo las babuchas de pana los terrones le maltrataban los pies. En la esquina de la carnicería respondió con un murmullo a dos mujeres que le dieron los buenos días, pero no se atrevió a mirarlas por vergüenza.

En ese preciso momento el Gran Manolo, sanguíneo y jovial, abrió uno de los portones laterales de la iglesia. Antes de encender las velas del altar se detuvo a respirar hasta el fondo de los pulmones la tersura soleada del nuevo día. Tarareaba con desparpajo la tonadilla de la Dolores, que vivía en Calatayud. Era un hombre feliz.

—Dios protege a los que tienen sentido del humor —solía repetir—. Al fin y al cabo son gran obra suya.

Los tragasantos del pueblo, por el contrario, lo consideraban demasiado ocurrente para cumplir a cabalidad las tareas sobrenaturales que le habían sido encomendadas. Hay que entender las razones del vecindario. Durante cuarenta años tuvieron de párroco al padre Agudelo, que ahora anda hablando a solas en el manicomio de Montería, y nunca lo vieron sonreír. El Gran Manolo, que es la visconversa, predica que la alegría forma parte del Evangelio.

—La gran liberación de las almas cristianas —proclamaba en sus homilías— no consiste en arrepentirse, sino en divertirse.

Le gustaba hacer esas piruetas resbalosas con los negocios divinos y varias veces estuvo a punto de romperse la crisma con sus audacias de maromero escolástico. No obstante, hasta los partidarios más fervientes de su teología del humor, y los vecinos que en más alto aprecio tenían su espíritu vivaracho, coincidieron en que se le había ido la mano una noche de marzo, poco antes del Domingo de Ramos, cuando dijo a la feligresía que era imperioso regresar a las viejas tradiciones de abstinencia y recogimiento de la Semana Santa, desterrando las francachelas mundanas, los vestidos de baño en la playa, las comilonas, el juego de dominó y las peleas de gallos.

Hasta ahí iba bien, haciendo recomendaciones caseras sobre las virtudes eternas de la templanza en el comer y el beber, pero su entusiasmo se salió de madre, como solía sucederle con frecuencia, y se puso a dar unas dietas sobrias, basadas en animales de sangre fría. Le vino la idea de sugerir algunas recetas sencillas para marinar el pescado y macerar los camarones en salmuera. Fue entonces cuando perpetró el desatino de ilustrar su perorata, a guisa de ejemplo, con aquella broma que había leído en el baño, a escondidas de los clérigos, en su época de seminarista.

—Un caníbal místico —exclamó, entornando los ojos en falso— es aquel que en la cuaresma solo come pescadores.

Como si fuera poco, cometió la desgracia suprema de reírse de su propio chiste. Fueron a chismosearle la historia al obispo de la diócesis, de suerte que le llegó una reprimenda severa, con firma de sello, en la que se le ordenaba abstenerse en lo sucesivo de graciosidades y cuchufletas con los asuntos sagrados.

La señora Encarnación cruzó frente a la sala de cine y, al llegar a la esquina, contempló la placita cubierta por la niebla lechosa que caminaba en la calle. Al otro lado de la masa de bruma vio también la silueta de la iglesia entre las hojas de los almendros marchitos por la lluvia. Miró con detenimiento una gota de agua que se deslizaba por la rama hasta desaparecer de la vista. "Como mi propia vida", pensó, "que se está hundiendo en el vacío". Después se cubrió la cabeza con la chalina negra que llevaba en los hombros y la anudó bajo la barba. Empezó a rezar las letanías del Yo, Pecador. Temblaba al acercarse a las primeras escalinatas del atrio, que no eran muchas, y trató de consolarse diciendo que la carne es débil. "Lo natural no es que resista, sino que se rinda".

Estaba justificando sus flaquezas con argucias diabólicas, desaguando las culpas del alma como se drena un forúnculo hinchado, expulsando el tumor del pecho. Le asaltó la memoria una vieja ansiedad juvenil, que la angustiaba desde las primeras aventuras sexuales con su marido, bajo los limoneros del patio.

Si mi carne es débil, ¿debo suponer que la carne ajena, que la hace pecar, es fuerte? ¿Acaso no son carnes iguales? Nunca he podido saber cómo se resuelve ese dilema. La voz de la conciencia me está ladrando otra vez.

Cuando entró a la iglesia el ámbito se hallaba todavía en penumbras. Las ventanas seguían cerradas. Una veladora solitaria espabilaba a lo lejos, dándole un aire de catástrofe al retablo de los pecadores que ardían en las llamas del infierno, carcomidos por el comején del trópico. Olía a incienso estancado y flores descompuestas. La señora Encarnación se detuvo a la espera de que sus ojos se habituaran a las tinieblas. El padre, que la había descubierto desde el baptisterio, vino hacia ella.

—¿Pecando tan temprano, gran viuda? —chanceó, con su mejor sonrisa.

La señora Encarnación lo esperó con una mirada de reproche tan ríspida que el Gran Manolo se sintió abochornado.

—Quiero confesarme —dijo ella, sin devolverle el saludo. La observó ojerosa y pálida, con lo cual midió el tamaño de su imprudencia.

El padre se sentó en el escaparate de madera del confesionario, que parecía una casa en miniatura, y comenzó a balbucear una fórmula ritual en latín, mientras besaba las dos cruces tejidas en la casulla de paño. Los separaban unas pocas tablas bastas y delgadas. La mujer se arrodilló en un almohadón de terciopelo desflecado.

—Di tus pecados, hija mía —le pidió, serio de repente, y con un acento sin expresión, a través de la ventanilla lateral, hecha con alambre de anjeo.

La viuda no logró articular palabra. Supo sin remedio que había llegado su hora, la hora terrible que estaba temiendo desde el mediodía de ayer, y que ya no tendría escapatoria. Sintió la misma comezón que siente un animal acorralado por los perros. Se aferró a los balaustres del confesionario, a punto de caerse, y una combinación desordenada de rubor y miedo le subió a la cara, salpicada de pecas. Se deshizo en lágrimas de nuevo, con un jadeo de dolor tan verdadero que el cura no pudo reprimir un respingo de alarma. Por la cabeza pelada del Gran Manolo pasaron las peores suposiciones. Los indicios de concupiscencia eran evidentes y le daban vueltas en la mollera.

—Serénate, hija mía, y tómate tu tiempo —la reanimó. "Se acaba de bañar", pensó él, respirando el aire fresco del confesionario. La viuda olía a jabón barato, de masiado penetrante para su gusto.

—Acúsome, padre —musitó la pecadora, con un hilo de voz temblorosa, pero se detuvo a mitad de la frase. Guardó silencio y sollozaba. Tenía la vista nublada. Sacó fuerzas del desaliento. El dolor palpitante le había vuelto a las sienes.

—Confieso —prosiguió, recompuesta por la contrición— que yo almorcé carne de vaca el Viernes Santo.

El Gran Manolo, radiante como un minero que acaba de encontrar oro, se puso de pie y levantó los brazos. Parecía un campeón atlético que recibe las ovaciones del estadio.

—Coño —gritó con toda su alma, de modo que lo oyera el pueblo entero—. Diga lo que diga el señor obispo, yo sabía que Dios tiene sentido del humor.

Como era de esperarse ante un alarido semejante, la señora Encarnación de la Barrera viuda de Altamiranda se desmayó sobre las baldosas de la iglesia, que olían a detergente rancio.