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19 de junio de 2007

La prostituta más vieja

Después de haber vivido sesenta años de la prostitución podría contar infinitas historias, describir a los más exóticos de los miles de hombres que ha conocido, hablar de los miedos que le han confesado, de los bríos insaciables de algunos, de la impotencia de otros, de la violencia de los peores.

Por: Sergio Álvarez
| Foto: Sergio Álvarez


Después de haber vivido sesenta años de la prostitución podría contar infinitas historias, describir a los más exóticos de los miles de hombres que ha conocido, hablar de los miedos que le han confesado, de los bríos insaciables de algunos, de la impotencia de otros, de la violencia de los peores. Pero en lugar de apresurarse a hablar, se sienta tranquila, pone sobre la mesa el teléfono celular, una bolsa con ropa y sobre la bolsa deja caer una mano con dos gastados anillos de plata. Todavía mira con ojos de niña, tal vez porque nunca disfrutó de la infancia y lo que nunca se vive, nunca termina de abandonarse. Empieza a hablar, lo hace con calidez y soltura, con la misma soltura con la que a los setenta y tres años aún se para en la calle e invita a los hombres ansiosos de sexo a pagarle por calmar esa ansiedad. No se maquilla en exceso ni usa ropas voluptuosas, aunque es todavía deseable y lo confirma cada día, clientes no le faltan; sabe sonreírles, sabe darles gusto y, sobretodo, sabe humillarlos lo suficiente para que la respeten, le cojan cariño y regresen.

No ve cercano el retiro, mientras el cuerpo le sirva, piensa seguir haciéndolo producir. Empezó a los once años. Escapó de casa porque había manchado con helado un vestido nuevo y prefirió irse a sufrir el castigo. Subió a un camión viejo y cruzó la cordillera que separa el pueblo tolimense de Rovira de Santiago de Cali. Allí la acogió doña Cristina, una mujer de pelo largo y algo gordita que la trató muy bien, pero que fue incapaz de evitar que se marchara con un grupo de ‘‘hippies‘‘ que por esos días frecuentaba los parques de la ciudad. Con los ‘hippies‘ conoció Bucaramanga, Pamplona, Cúcuta, San Antonio, Mérida, Barinas, Trujillo y muchos otros pueblos y ciudades de Colombia y Venezuela. Estaba bien, era libre, la cuidaban, le daban de comer. Pero, del lema amor y paz, los ‘hippies‘ colombianos solo conocían el amor y gastaban el tiempo libre matándose entre ellos. Así que mientras viajaba, vio morir a muchos y cuando la pareja de ‘hippies‘ que terminó por adoptarla cayó apuñalada a manos de los propios compañeros, decidió abandonar el grupo y regresar a Cali.

Doña Cristina volvió a acogerla, incluso la llamó sobrina y le hizo el reclamo por haberse ido sin avisar. Unos días después, la hizo bañar, la peinó con esmero, la vistió con unas ropas de mujer que le quedaban grandes y la llevó a una casa amplia del centro de Cali. Usted va a estar bien, va a ganar plata, dijo doña Cristina y ella, que no sabía leer ni sabía bien qué era la plata, no entendió lo que la mujer insinuaba. Ahora va a venir su príncipe azul, el hombre que la va a cuidar, añadió la mujer cuando entraron a la vieja casona, pero ella notó que, a pesar de los aspavientos y la dulzura en la voz, doña Cristina la conducía con desconfianza y la miraba con un regusto de lástima. Las recibió un hombre de mirada rapaz que las hizo pasar a una sala oscura, de muebles demasiados grandes y cortinas sucias y pesadas. Estaba allí, sin saber bien qué ocurría, cuando entró un hombre rubio, inmenso, que la miró desde arriba con satisfacción y la saludó en un idioma extraño. El rubio se sentó a su lado y ella, por intuición infantil y por la forma desesperada como gimieron los resortes del sofá, sintió mucho, muchísimo miedo.

Les sirvieron ron, hielo, limón y gaseosa. Tome tranquila, que si toma esto se va a poner bonita, le decía doña Cristina. Ella miraba al rubio, miraba a la mujer, sentía caminar de un lado a otro al hombre que les había abierto la puerta y no sabía qué hacer: si salir corriendo o si probar el licor. El rubio sonreía y trataba de hacerse entender, ella sonreía por cortesía pero no comprendía nada y se confundía todavía más cuando el gringo iba al baño y doña Cristina le llenaba la copa, la invitaba a beber y le repetía una y otra vez: ese hombre es su angelito, el hombre que la va a cuidar. Un rato después, los dejaron solos y empezó a sentir cómo el gringo pegaba el cuerpo de él al cuerpo de ella, cómo intentaba sin éxito ser gracioso y cómo empezaba a acariciarla. No le gustaron las caricias, los ‘hippies‘ nunca le hacían eso, era la mascota y se dedicaban a cuidarla, a jugar con ella, a comprarle caramelos. Las caricias se fueron volviendo agresivas y el mareo se le volvió borrachera y, de pronto, ya no supo muy bien qué estaba pasando.

Despertó tres días después, todavía tenía rastros de sangre entre las piernas, le dolía el cuerpo y se sentía extraña, como si de pronto el alma no le cupiera en las carnes, como si la vida se le hubiera hecho ajena y ella hubiera dejado de pertenecerse a sí misma. Usted ya no vale nada, le dijo una mujer que entró a llevarle comida al cuarto donde la habían encerrado. Miró a la mujer sin entender y ella le repitió la frase y, de pronto, entendió que algo muy malo le había ocurrido y se puso a llorar. La mujer se compadeció, le rogó que probara la comida, le acarició el cabello e intentó consolarla. Terminó por contarle que estaba en Buenaventura, le dijo quién la había llevado hasta allí, le dio consejos y hasta le ofreció protección. Ella se serenó y cuando la mujer lo notó, volvió a cumplir con el deber y le explicó cómo eran las rutinas de aquel lugar y le dejó claro que a partir de ese día debía hacer con marineros venidos de todas partes del mundo lo mismo que ya había hecho con el gringo.

No pudo ni discutir. La tenían encerrada, la vendían como un objeto precioso y se aprovechaban de su condición para no darle ni un centavo del dinero que ganaban gracias a ella. Angelito, le decían con sorna las otras prostitutas, mientras ella intentaba armarse en la cabeza un mapa de la realidad en la que había caído. Solo consiguió hacerlo cuando conoció a Miguel, un empleado de Avianca algo gordo y torpe pero de buen corazón que se enamoró de ella. Yo la sacaría de aquí, pero toca pagar un dinero que está fuera de mis posibilidades, le decía Miguel cada tarde y comprendió que la tenían esclavizada y que si quería volver a ser dueña de sí misma, debía escaparse de aquella casa. No le importaba el dinero, le importaba volver a lo que quería, comer lo que se le antojaba y sentirse libre de nuevo como se sintió cuando viajaba junto a los ‘hippies‘.

Pero era casi imposible escapar, Ramón, el yerno de doña Cristina y dueño del burdel, y Ulises, el gay que hacía las veces de administrador, no dejaban de vigilarla ni siquiera cuando estaba dormida. Sin embargo, una noche, después de descubrir que Ramón solía matar a las mujeres que se ponían demasiado problemáticas, le estalló en el cuerpo la misma rebeldía que la había hecho irse de casa. Rompió muebles, botellas, se encaró con las demás prostitutas y, gracias a un descuido de sus captores, se hizo a las llaves de los dos candados que aseguraban las puertas de la casa. Con las pocas monedas que le daba Miguel compró un pasaje de bus. Con el pasaje en la mano fue a despedirse de la mujer que la había recibido, es mejor que se vaya porque ya Ramón la está buscando, le dijo con miedo la mujer. Salió de allí y, a pesar de los rodeos que dio para evitarlo, terminó por tropezar con Ramón. El hombre la arrinconó contra uno de los buses estacionados en la calle y le puso el revolver en la frente. En lugar de asustarse, lo miró con odio, aprovechó las dudas que asomaron en los ojos de Ramón al verla tan furiosa, salió a correr y logró montarse en el bus que la debía sacar de allí.

El bus iba para Bucaramanga. Cuando le pasó la agitación de la huida, le contó al chofer la historia y a él, para ayudarla, solo se le ocurrió contactarla con otra casa de prostitución. Era un lugar más limpio y más amable y eso le pareció suficiente. Ahí empezó la segunda la etapa de su vida como prostituta, una etapa en la que aunque todavía no tenía senos ni aún era mujer, al menos podía gastarse en lo que quería el dinero que cobraba por permitir a los hombres buscar placer en su cuerpo. Es un trabajo, dice con la naturalidad que dan tantas décadas en las calles. Adaptada al oficio, volvió a viajar, a ir de un pueblo a otro, de una ciudad a otra, no solo para conocer, hacer más dinero o para hacer amigas o enemigas, sino para apaciguar el alma. Es como si necesitara buscar algo que no sabe bien qué es, o como si la inocencia que, después de sesenta años no termina de agotar, necesitara cada día nuevos aires para sobrevivir.

A los veintiún años empezó a tener hijos, seguía trabajando y terminó por concebir diez varones y diez mujeres que ya le han dado quince nietos. Los tengo repartidos, algunos están en Rovira, en una tierrita que me dejaron mis papás, otros en Bucaramanga y otros en Cali, en casas que he ido construyendo gracias al dinero ganado con tantos años de trabajo pero que ya no son mías, que ahora son de ellos. Fueron años de más y más trabajo, no sabe ya cuántos hoteles ha pisado, cuántos cuartos iguales, con el mismo mal olor, con el mismo aire sórdido la han visto entrar acompañada de algún nuevo cliente. No sabe ya cuántas calles ha visto desde un portal, cuántos hombres la han mirado excitados, cuántos la han seguido a través de un pasillo o de los escalones de unas escaleras. No podría decir cuántas veces ha estirado la mano antes de sonreírle al ansioso, cuántas veces ha guardado los billetes entre el monedero antes de desnudarse o cuántas veces ha mirado al techo después de tirarse en la cama porque la cara del hombre de turno le ha parecido desagradable.

Ahora vive en Bucaramanga, la ciudad que finalmente la retuvo. Acompaña a los hijos y disfruta de los nietos y de algo de tranquilidad, pero confiesa que termina por aburrirse de no hacer nada, de no sentir el vértigo de la calle. Cuando no puede más con la rutina, viaja a Bogotá donde la espera una compañera del oficio que conoce hace más de doce años y con la cual comparte miedos y secretos y también una habitación en el barrio Policarpa Salavarrieta en el sur de la ciudad. De aquella habitación sale en la mañanas hacia el centro. Una vez allí, se compone un poco y se para en la puerta de un deteriorado hotelito. Sesenta años hacen costumbre y aunque el oficio es muy competido no pierde la esperanza de que cada día sea mejor que el anterior. Además, ella ya tiene una clientela: hombres que la conocen hace años, que siguen frecuentándola, que han ido envejeciendo con ella.

A veces se para en el portal y entre tanto travesti y tanta mujer joven mira hacia atrás. No todo es sexo, a veces hay mucha violencia, a una mujer que anda en la calle le toca hacerse respetar, ella lo sabe desde la época de los ‘hippies‘. Ha estado dos veces en la cárcel, conoce de cerca la muerte, la que la ha rondado, la que le ha tocado imponerles a quienes la han agredido. La otra noche fue a celebrar el cumpleaños de Claudia, una amiga del trabajo, a un viejo bar de Chapinero. No quería ir, pero Claudia la llamó y la convenció: es mi cumpleaños, marica, no me va a dejar botada. Moría la jornada, el Santa Fe ya no era el lugar populoso por el que los clientes iban y venían curiosos, sino un montón de calles lúgubres por donde solo circulaban los ladrones, algunas prostitutas borrachas y unos cuantos travestis que eran incapaces de irse a dormir sin haber conseguido plata para comprar un poco de droga.

Con las pocas monedas que tenía pagó el bus que la llevó a Chapinero y llegó al bar donde la esperaba Claudia. Se saludaron, se abrazaron y se pusieron a tomar. Se sintió feliz, a los setenta y tres años estos ratos de celebración le siguen dándole el ánimo que necesita para volver al día siguiente a trabajar la calle. Tomaron, se rieron, se contaron historias y hasta disfrutaron de la compañía de un par de amigos de Claudia que aparecieron por el lugar. Pero la noche se acabó, el licor se acabó y Claudia quedó dormida sobre la mesa. En ese mismo momento llegó la cuenta y los hombres se negaron a pagarla. Ella miró a Claudia, explicó que era una invitada y que no tenía dinero. Pero los hombres, desde los ojos enrojecidos por el alcohol la miraron con rabia, empezaron a gritarla, a exigirle que pusiera su parte. Aguantó hasta que uno de ellos intentó golpearla. No le extrañó, hace mucho sabe que haga lo que haga siempre terminarán tratándola como a una puta.

Así que se lanzó contra el agresor con fiereza y no solo logró defenderse, sino que logró herirlo. Como tantas otras noches llegó la Policía, llegaron las requisas, los gritos, los abusos. Otra vez despertó donde no debía; en una Estación de Policía húmeda y maloliente, sin chaqueta, sin el bolso y sin el teléfono porque las pertenencias se habían quedado en el CAI al que la habían llevado antes que a la estación. Pasó tres días ahí, un puente entero sin poder llamar a Zulma, sin comer ni beber nada. Encerrada, como tantas otras veces, tuvo tiempo para los recuerdos, pensó en la vida, en doña Cristina, en Ramón, en Miguel, en Ulises, en el chofer del bus que la llevó a Bucaramanga. Pensó en toda la violencia, amor y desamor que ha soportado, en los hijos que son inevitables, en la ternura de los nietos, en la humedad de Cali, en los calores de Rovira. Pero, a pesar del peso de los recuerdos, no sintió que la vida hubiera acabado aún, quería salir, ver a Zulma, reírse con ella mientras le contaba cómo había rechazado la agresión de aquel güevón. Como el tiempo pasaba con lentitud, dejó los deseos y volvió a los recuerdos: extrañó un cigarrillo, un trago y, en medio del frío y del silencio, incluso extrañó a algunos de los clientes que ha atendido, a algunos que no la han golpeado, a algunos que durante estos últimos sesenta años se han portado bien, se han portado como verdaderos hombres.

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