15 de noviembre de 2001
La venganza es un oficio femenino
Desde Zeus hasta nuestros días, las mujeres han administrado como diosas la venganza. Hoy, a cambio de descuartizar a sus amantes nos regalan interminables cantaletas.
Por: Alfredo Iriarte
Sí, queridos lectores y lindas lectoras. Así como suena. La venganza
es un quehacer taxativamente femenino, como menstruar o dar a luz. Y a quienes
lo duden, los invito a seguir estas breves líneas hasta su final, cuando
me dirán si tengo o no la razón en este aserto.
Vamos ante todo al comienzo de los tiempos. Un día amaneció el soberano
Zeus, padre de todos los dioses, preocupado por impartir una más eficiente
organización a las autoridades olímpicas, y procedió en primera
instancia a la conformación de su gabinete ministerial. Todas las carteras
fueron provistas sin mayores dificultades, con la única salvedad del Ministerio
de la Venganza, en torno al cual hubo agudas discrepancias entre los asesores
jupiterianos, pues mientras unos sostenían que este despacho debería
ser ocupado por un varón, otros se mostraban partidarios de que fuese una
mujer quien lo asumiera. Zeus los escuchó a todos con suma atención
y cerró el debate con su veredicto final e inapelable:
El Ministerio de la Venganza, queridos amigos, requiere un desempeño impecable.
Y es evidente que si para ejercerlo designo a un macho, estoy seguro de que en
la primera misión que se le encomiende, el Señor Ministro terminará
emborrachándose y yéndose de putas con su presunta víctima,
contribuyendo así de manera escandalosa al incremento de la impunidad.
Por ello, he decidido nombrar para ese cargo a la respetable señora Némesis,
inexorable y rencorosa como todas las del género, que con toda certeza
ejecutará sin asomos de piedad todos los trabajos que le encomienden.
Y vamos a un caso ejemplar. El legendario Jasón, que era un lobazo arribista,
utilizó inicuamente a la bella hechicera Medea para que le facilitara el
hurto del vellocino de oro adormeciendo a un dragón espantable que lo cuidaba
y cuya sola vista le arrugaba las turmas a los machos más verracos. Medea,
que estaba loca de amor por Jasón, convirtió al monstruo en una
lombriz intestinal recién evacuada y huyo con su novio y con el tesoro.
Pero el infame oportunista y veleidoso como buen lobo, conoció a una princesa
real y abandonó a la infeliz Medea, con quien ya había procreado
dos bebitos. Después de haber fingido que lo perdonaba, como hacen todas
las mujeres, Medea inició la operación venganza. Incineró
viva a la princesa, degolló a los dos nenitos y huyo en un coche aéreo
impulsado por dos turbinas. Así, quedó Jasón sin hijitos
ni dignidad de príncipe consorte, y sólo con el vellocino para usarlo
si acaso a manera de supositorio.
En los tiempo actuales, los procedimientos del rencor femenino se han suavizado
un poco. Pero el cambio no ha sido sustancial, especialmente en lo que atañe
al amor ultrajado. Ya es menor la frecuencia con que las mujeres burladas despescuezan
a sus niñitos y chamuscan victoriosas a sus rivales. Ahora son más
refinadas. La usanza moderna es la cantaleta: una de las más sutiles, pero
no por ello menos impiadosas, formas de suplicio que se pueden aplicar a un varón
inerme. Las cantaletas femeninas son reiterativas; exasperantes como los laberintos,
pero sin el consuelo de la eutanasia que podría deparar un Minotauro providencial;
inacabables como los tormentos infernales; sostenidas en un solo tono que no varía
como las sirenas que precedían a los antiguos bombardeos. Carecen de diversidad
de movimientos y ritmos; no registran cambios de intensidad ni altibajos sonoros
como las flatulencias orales y rectales. Pasan las horas y pueden pasar los días
y las cantaletudas no se ponen afónicas, ni zurumbáticas ni acezantes
porque el rencor las inmuniza contra el desgaste y la fatiga.
Entre tanto el varón, anonadado ante aquel incoherente y aplastante alud
verbal, se va acobardando y debilitando, hasta el extremo de que cuando la cantaleta
concluye, siempre por causas ajenas a la voluntad de quien la administra, el desventurado
es ya un andrajo humano que anhela con vehemencia la paz de un vertedero de basura.
Y mal hacemos en hablar de alud verbal, puesto que las cantaletas
de las mujeres están mucho más cerca del bramido o el relincho que
del lenguaje articulado que Papá Lindo otorgó a la humanidad como
único privilegio real entre las demás especies.
En contraste con estas fieras del linaje de Némesis, no hay sobre la faz
de la Tierra seres más tiernos, amables e indulgentes que los cornudos.
Los varones de cuyas tapas frontales
y parietales emergen densos racimos de astas, siempre mansos y humildes de corazón,
perdonan sin reservas a las adúlteras, las acogen con amorosa benevolencia
y jamás les recuerdan su pasado pecaminosos sencillamente porque las amnistías
no son fingidas sino verdaderas. Y cuando las reincidentes tornan a enmozarse,
vuelven a encontrar la magnanimidad de los astados, que no vacilan en otorgarla
de la manera más limpia y honrada. Y siguen ostentando con dignidad ejemplar
sus frondosas cornamentas, siempre confiados en que lo que ocurrió fue
un desliz que no se repetirá jamás. Sólo en algunos casos,
obrando con suma prudencia, optan por separarse, asegurándole a la pecadora
una jugosa mesada que no sólo le alcanza para vivir holgadamente, sino
para aliviar las penurias financieras de sus amantes cuando éstos, a la
condición de usurpadores, agregan la de chulos. Y estas indulgencias y
estos tratos benévolos se prolongan hasta cuando el calendario inexorable
va decretando la verticalidad de las decaídas turgencias pectorales y las
estrías que atraviesan como surcos infamantes las tersas y firmes zonas
glúteas de antaño.
En fin, es indudable que el Reino de los Cielos está abarrotado de apacibles
y generosos cornudos, y más aun de aquellos que en esta vida terrenal alcanzaron
el rango excelso de cabrones.