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9 de mayo de 2003

Los ochenta

Por: Miguel Silva


Reina de Corazones, en la 15 con 93
Foto: Archivo Semana



Miguel Silva, en el 'kinder'
Foto: Archivo Semana


Los Reebok entraron a competirle al Converse All Star
Foto: Fashion, The Twenieth Century



Lucero Cortés y su boca
Foto: Archivo Semana


Carro: Subaru, las 4x4, Camaro, Honda Prelude y Civic. Sitio: Keops, Colors, Massai, Reina de Corazones, Sello Negro. Vicio: perico. Sex symbol: Margarita Rosa de Francisco, Silvia de Dios, Viena Ruiz, Lucero Cortés. Moda: Tenis Reebok, sacos Benetton, zapatos College.
Mi carnet de la Universidad de los Andes decía Facultad de Derecho, 80/2. Es decir, segundo semestre del año de mil novecientos ochenta. Después de sacarlo, fui a cuadrar mi horario, sin tener idea de cómo hacerlo, como buen primíparo. Esto se hacía llenando con un lápiz círculos apropiados en tarjetas de papel cartulina, similares a las que se usan para los pasabordos en los aeropuertos, que a su vez alimentaban 'el' computador, un animal que vivía debajo ?suponíamos? del edificio de Sistemas y que no dormía nunca. Por esos días, una calculadora Hewlett-Packard era un adelanto tecnológico admirable. Para los que estudiábamos carreras en humanidades, todo eso era un misterio de iniciados.

Llegamos a la universidad aún politizados, mochila tayrona al hombro, inclinados hacia la izquierda como correspondía a los tiempos del presidente Turbay y su Estatuto de Seguridad, para ver cómo se despolitizaba la universidad a grandes velocidades. Los zapatos de gamuza del profesor Álvarez-Correa, su sabiduría, inspiraban a los que detestábamos el Derecho pero lo estudiábamos con disciplina de estoicos y frecuentes recreos en la Facultad de Letras.

Habíamos vivido la adolescencia en los setenta, la época que empezó con los hippies de El Lago y la sesenta ?los grandes del colegio llevaban el pelo largo y no se diferenciaban mucho de los hippies de la sesenta? y terminó con las pizzerías, el Chiquito en la 85, el Almirante, las novias en el carro robado del amigo.

Durante los ochenta escuchábamos una mezcla extraña de música que dibujaba de manera perfecta los mundos en que vivíamos. Quinteto Tiempo de Argentina y Fleetwood Mac. O Inti Illimani y Supertramp. Fue la época de Pink Floyd, de Emerson Lake and Palmer y de Yes, pero también de Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa y Joan Manuel Serrat.

Fue también la época del M-19.

Todo el mundo fumaba. Marlboro, los que tenían plata, y los horribles Mustang, el Pielroja del papel dulce y Royal con filtro, los que menos. Tomábamos Cristal porque el Néctar era demasiado anisado y seguíamos con pasión las obras del Teatro Libre y de la Candelaria.

Yo bajaba por la diecinueve a pie, hasta el Claustro, a visitar a una novia que tenía en el Rosario. Salíamos a almorzar con el Ovejo, que era el secretario de la facultad de Filosofía, hoy rector del Moderno, de quien he sido amigo desde entonces. Andábamos de bluyín y zapatos de gamuza y ella manejaba un Renault 4 verde que era de su padre.

En 1983 montamos un bar en la calle 82, que se llamaba Cassís, y hacíamos unos sándwiches de pan pita incomibles y servíamos un vino tinto caliente con el que una buena parte de la generación aprendió a cantar, a voz en cuello, Yo no quiero volverme tan loco, de Charly García y decenas de canciones de Serú Girán, Sui Generis y Compañía Ilimitada. Fue el adiós a las pizzerías como única manera de sacar a la novia, y el comienzo de los bares para gente joven.

Terminábamos tarde y llegábamos tarde a las clases que dictaba, a las seis y media de la mañana, el actual defensor del Pueblo, el inteligente e insomne profesor Cifuentes.

Después montamos otro bar, porque un vecino boliviano quebró con el suyo ?que se llamaba Cronopios?, y llegaron las pantallas gigantes, los videos musicales, las noches más largas. Un día tuvimos a Soda Stereo en el local, y vendimos cien boletas: unas mil personas se atropellaban contra las ventanas para escuchar a los argentinos. Tocó sacarlos por el patio trasero para que salieran vivos.

Ya pocos fumaban marihuana. Droga de hippies, estos eran tiempos de gente más pragmática así que apareció la coca, el perico como lo llamaban, y la gente se quedaba demasiado tiempo en los bares y bebía demasiado y hablaba demasiado y luego se iba a buscar cómo lograr dormir después de toda esa dosis dionisíaca. El basuco apareció un poco después y no fueron pocos los que terminaron destruyéndose en ese viaje de gasolina procesada.

Leíamos mucho. La influencia de Gabo, de Sábato y Cortázar era notable. Todos nos sentíamos, cuando miserables, como Martín, el personaje de Héroes y Tumbas y cuando felices, como Oliveira en los primeros dos capítulos de Rayuela. Cuando estábamos de inteligentes, leíamos a Hegel y a Poulantzas.

La primera parte de la década viví con mi familia. La segunda década viví solo, un año en España y cuatro en Bogotá, una parte de ellos en La Candelaria. El regreso en la noche al barrio era un poco triste pero la vista desde el apartamento, construido años atrás por el Chino Erazo, era perfecta y ver a mi amigo Fernando Uribe Mallarino subido en la azotea de su apartamento recitando Shakespeare, era todo un acontecimiento.

Leíamos El Tiempo y El Espectador ?El Vespertino había muerto años atrás?; Cromos pasaba por una buena época y el equipo de Semana empezaba a dar buenas clases de periodismo analítico. Los héroes del periodismo eran los héroes de Alternativa y luego de Semana: Antonio Caballero, Plinio Apuleyo Mendoza, Daniel Samper, Enrique Santos, Laura Restrepo, María Isabel Rueda, María Elvira Samper. Yamid Amat y Juan Gossaín ya gobernaban sobre mañanas y tardes desde sus cabinas radiales.

Uno llamaba el viernes por la tarde y la invitaba a salir, pero solo cuando tuve un apartamento había donde ir, así que los inicios sexuales en una época de mayor libertad que las anteriores ?¿con la excepción de la época hippie? No sé...? se veían enfrentados a la limitación clásica: ¿Dónde? El apartamento de un amigo de provincia que estudiaba en la Javeriana, por ejemplo. Un Renault 6, acaso. Mi primer carro fue un Fiat 147 comprado con el dinero que había hecho en el primer bar y entonces era fácil dar una vuelta por la carretera de Cota en la noche o ir a cine o a bailar salsa en algún lugar como el Scondite. Estaban Pipeline, la Rockola, el barón Rojo, la Pochenelle, Sello Negro. Pero no existía nada como Andrés.

Para nosotros esa década fue el tiempo en que salimos del colegio y en que llegamos a la vida adulta. Conocimos la verdadera militancia política de mano de la izquierda y de las filas galanistas, la violencia de mano de la guerrilla y de los carteles. Y los conciertos de rock de la mano de Soda Stereo en la Plaza de Toros.

Empecé la década de los ochenta con la última novia de la época de colegio, bailando salsa con la música de Fruko y sus Tesos y durmiendo durante la clase de cálculo, y la terminé casado, mi hija mayor en camino y, luego de salir de La Prensa, trabajando en una campaña presidencial, mientras el Cartel de Medellín volaba aviones en vuelo y edificios en la capital.