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14 de diciembre de 2012

Zona crónica

Cubriendo mi propia operación de tetas

La escritora Margarita Posada se le midió a la propuesta de SoHo de vivir en carne propia una de las operaciones más frecuentes en las mujeres colombianas: la mamoplastia de aumento. Diario de un par de tetas nuevas.

Por: Margarita Posada J. @srtabovary / Fotografías: Lucas Cristo, Alejandra Quintero y Cristina De la Concha

Dos días antes


La imagen está intacta en mi memoria, pero solo vuelve a mí hasta ahora. Tenía unos 11 años cuando jugaba a ponerme dos pelotas de goma en el pecho. Mis verdaderas tetas nacieron a finales de 1990, y quien se percató de su existencia fue mi mamá, que inmediatamente me llevó a comprar una prenda cuyo nombre lo dice todo: acostumbrador. Desde entonces empecé a acostumbrarme a ellas.
Recuerdo la primera vez que le robé un brasier de verdad a mi cuñada para “desacostumbrarme”, y lo rellené con un poco de algodón. También la primera vez que me las tocó una mano masculina con lascivia. El afortunado fue Stephan Käpelli, mi novio en 1992, a los 14 años. Estábamos en la sala de mi casa y yo sentí su mano en mi teta derecha por encima del uniforme del colegio. Solo entonces entendí el sentido de su existencia, más allá de su utilidad alimentaria.
He vivido más de dos décadas con este par de tetas. Nunca se me había pasado por la cabeza pensar que podían ser otras, ni más grandes, ni más chiquitas. Las miro ahora que he aceptado la propuesta de SoHo de hacerme una mamoplastia de aumento —que en cristiano significa ponerse silicona— y me despido de ellas con cierta incertidumbre. No quiero que mi pecho, ese lugar donde albergo todas mis cuitas, se convierta en dos montañas contrahechas e indiferentes a la gravedad.
Tengo sin embargo la esperanza y la confianza de que Catalina Guzmán, la que será mi cirujana y me conoce casi como la palma de su mano, ha oído todas y cada una de mis advertencias estéticas en las últimas semanas, cuando convinimos que me operaría junto con su mamá, la también cirujana Maripaz Duque, que además me vio en pañales. El hecho de que sean ellas y no un desconocido hace toda la diferencia. No me importa cuánta fama tenga el señor Perencejo que les ha hecho las tetas a más de tres docenas de famosas. Prefiero siempre la mano de alguien que me conoce. Catalina entiende el entrelíneas de mis chistes y la acidez de mis opiniones. Y además la he visto burlarse de cómo su trabajo desde hace siete años consiste en tratar de convencer a sus pacientes de que necesitan toronjas y no melones, como en una plaza de mercado.
De hecho, eso hicimos esta tarde cuando fuimos a escoger los implantes en la oficina de Sergio Acosta, el representante de Polytech, una fábrica alemana de prótesis de silicona que trae los implantes desde 2008 a Colombia. El escándalo de las prótesis de mama francesas marca PIP elaboradas con un gel de silicona industrial que era diferente al descrito en el registro de aprobación y que tenía alto riesgo de explotar obligó al gobierno francés a pagar las cirugías de más de 30.000 mujeres (buena parte de ellas latinas) e hizo necesaria una política más rigurosa con respecto a los implantes. Por eso, las mías son alemanas y con garantía de por vida. Sergio me cuenta que están hechas con un gel de silicona que solo Nusil y Applied están autorizados a proveer. Tienen un recubrimiento en espuma de poliuretano biodegradable que ayuda a que el tejido mamario se adhiera, y Cata explica que me las van a poner debajo del músculo para que se vean más naturales, aunque es una cirugía más complicada. “Lo que se busca es que el músculo proyecte el implante en el polo inferior de la mama y que lo desplace hacia abajo”, dice. Snoopy breast es el término que los médicos utilizan para referirse a este tipo de cirugía en la que el implante queda muy “montado” y la teta se ve como el hocico del famoso perro.
Vi y palpé varios modelos de implantes hasta que escogí el que más confianza me da. Tiene un diámetro más grande que el que inicialmente me mostraron. Esta vez Catalina quiso cambiar naranjas por papayas y sugirió que me pusiera unas con más mililitros de silicona. Yo me negué y finalmente escogimos las de 235 mililitros con 10,4 centímetros de diámetro. Cuestan 2.250.000 pesos y me harán subir una o dos tallas: de 34c a 36b. Es casi un chiste pesar en mis manos unas similares a las que serán mis nuevas tetas como si fueran frutas. Como ellas, 84.000 unidades se importan al país, de las cuales alrededor de 11.000 las trae Polytech. Las mías están empacadas al vacío en una caja y no pueden abrirse sino hasta la cirugía. Son como las dos pelotas de goma de la infancia sin estrenar.
Pero eso fue esta tarde. Ahora, de madrugada me pregunto cómo despedirme de una parte de mi cuerpo. Supongo que hasta las personas que más detestan sus tetas deben sentir esta especie de pérdida antes de una cirugía o quizá solo yo le ponga misterio a una cirugía que promete dejarme más linda de lo que me creo. Lo cierto es que les quedé muy bien hechecita a mis papás, y sobre todo, les agradezco que me hayan enseñado a querer mi cuerpo, el que me tocó en suerte, casi hasta rayar con el narcisismo.
Así que aquí estoy dos días antes de entrar al quirófano, en la oscuridad de mi cama, dando vueltas y tratando de escribir cómo se siente despojarse, despedirse, de un par de tetas que la naturaleza me puso sin pensarlo dos veces. Y lloro, porque me da angustia el resultado, porque como ya dije, me quiero así como soy. Pienso en el título de una canción de Cerati: La costura de Dios. Y me doy golpes bíblicos en el pecho (qué ironía) por estar desafiando sus finas puntadas.

Un día antes

Quisiera creer que no es tan dramático lo que estoy haciendo. Parece algo tan común en Colombia, uno de los países de turismo estético más visitado por los extranjeros. Alrededor de 20.500 turistas vinieron en 2011 con fines médicos, muchos de ellos a realizarse operaciones que van desde los párpados hasta el ano. Según cifras de la Sociedad Colombiana de Cirugía Plástica, principalmente en Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla se realizan anualmente 300.000 cirugías plásticas. Los pacientes extranjeros llegan más que todo de Estados Unidos (aunque hay que aclarar que la mayoría son latinos). El ministro de Industria, Turismo y Comercio, Sergio Díaz, aseguró hace poco que en 2011 el turismo médico dejó en Colombia ingresos por 80 millones de dólares. ¿Cuánto de esos millones por melones? ¿Cuántos de esos melones los paga el dinero sucio del narcotráfico?
Debería tachar eso último, si no quiero caer en el cliché que siempre había rondado mi cabeza: tiene silicona, ergo es bruta o prepago. Ahora yo seré parte de ese cliché. Y —no nos digamos mentiras— acepté en parte porque me parece un buen ejercicio periodístico, pero francamente porque ese poquito de tetas que me hace falta y que me pongo en cada brasier con relleno… ¡vénganos en tu reino! No en vano estoy jugando con algodones desde la preadolescencia.
Mi mamá está ofendida en lo más profundo de su ADN, pero también les tiene pánico a los quirófanos y las anestesias. No deja de recordarme el caso de la mamá de Marbelle y el de la hija de una de sus costureras. Aunque operarse en Colombia puede costar la mitad de lo que cuesta en Estados Unidos (3000 dólares versus 6000), no todas las clínicas son de buen nivel. De hecho, Juan Lozano radicó un proyecto de ley para ponerles fin a lo que los cirujanos llaman clínicas de garaje. Como quien lleva un carro a un taller del Siete de Agosto y le pone repuestos chiveados, solo que arriesgando el propio pellejo y no un motor.
Yo he empezado a asumir que a mí la muerte no me desvela. No la mía, quizá la de otros sí, pero no siento ningún tipo de ansiedad con respecto a la posibilidad de morirme en la cirugía, como en cambio sí la siento cuando voy a hacerme los exámenes pertinentes para corroborar que no hay atisbo alguno de quistes o cáncer en mis senos (esa palabra…). Hace un año, una de las mujeres más importantes de mi vida murió de cáncer de seno, después de dar la pelea y combatirlo dos veces. Al sentarme en un cubículo donde la enfermera me ha pedido que me ponga una bata y espere mi turno, empiezo a pensar solamente en el momento angustiante en el que alguien es diagnosticada por primera vez. Nada puede hacerle entender a uno que no está exento. Uno siempre cree que esas cosas son con los otros. Cuando la doctora Sandra Gómez me unta el gel para la ecografía mamaria, pienso en la posibilidad de que me digan que tengo algo que, de no estar aquí por el embeleco de agrandarme las tetas en un acto a todas luces exhibicionista, tal vez no sepa en mucho tiempo. Yo hago parte de ese 36,7 % de mujeres mayores de 25 años que encuestó El Colombiano y que aceptó no hacerse el autoexamen de seno, aunque solo este año, 6500 mujeres fueron diagnosticadas con cáncer de seno en Colombia. No tengo antecedentes familiares de cáncer. Por primera vez pienso en esa posibilidad, pero me aterro. Ya dije que la muerte no me asusta, pero sí la posibilidad de tener que pelear con un enemigo así de devastador, y perder la vida sin perderla durante años hasta que me mate de verdad. La probabilidad de que una mujer desarrolle cáncer invasivo de seno es de 1 en 16. Siempre puede ser uno.
Por suerte, todo sale perfecto, tanto los exámenes mamarios como en el cuadro hemático donde se fijan que uno tenga defensas, que no esté anémico y que tenga una coagulación adecuada. Lo mismo el parcial de orina (corroborar que no haya una infección urinaria que luego suba al pecho y aproveche para instalarse por todas partes), en la prueba de glicemia para detectar que no haya diabetes (las personas diabéticas tiene mayor riesgo de infección) y en las pruebas BUN (examen de nitrógeno uréico y de creatinina para corroborar que los riñones están en perfecto estado), además de una prueba de embarazo, por obvias razones.

Día cero


Este pechito está listo. Estuve más nerviosa el día de la ecografía mamaria que hoy. Ya quiero que todo pase y despertarme con esas dos desconocidas que prometen hacerme una beldad. Recuerdo la frase de David, ese personaje de Philip Roth que se convierte en una teta, cuando piensa en la fama que su extraña condición le puede traer: “Y mi felicidad será delirante. Repito: mi felicidad será delirante”. Pienso en ir en topless por la vida y en hacerles a mis amantes todas las pajas rusas de las que los he privado.
Todo está listo en el Complejo Internacional de Cirugía Plástica. Claramente no es un garaje. Es una clínica de alto nivel que tiene tres quirófanos, cinco habitaciones tipo suite para sus pacientes y toda la tecnología necesaria para esta y otras cirugías. Fue pensada para el turismo estético que ha atraído el país. Es una clínica en donde hay poco movimiento y en donde todo parece nuevo. Ya están hechos los exámenes de rutina, incluido el que hacen los anestesiólogos para determinar la dosis y los medicamentos que van a usar a la hora de la cirugía, que a lo sumo durará tres horas.
La anestesióloga me dice que inhale paz y exhale amor, o algo así. Todo lo que sucede durante la cirugía solo puedo constatarlo después cuando me muestran las fotos, en lo que será una experiencia similar a la de ir a Köller, esa carnicería fina a la que mi mamá me llevaba de niña y en donde arreglaban la carne enfrente de uno, con la diferencia de que luego de ver el par de embutidos que Catalina y Maripaz me dejaron al final las consideraré dos artistas de la talla de Miguel Ángel. Por ahora, lo último que recuerdo es haberme acostado completamente anaranjada de yodo en la camilla y haber estirado los brazos a los costados, como un Cristo. Yo no estoy ahí. Son horas muertas. No soy más que una estructura ósea con vísceras y signos vitales.
Catalina pone música y para la productora de SoHo es un acontecimiento que merece ser narrado en el chat grupal por el cual mi mamá monitorea la operación y mis amigas monitorean a mi mamá para que no le dé un cólico miserere. Las dos cirujanas, madre e hija también, están abriendo el pezón, aunque hay otras maneras de introducir la silicona, bien sea por debajo del seno, por la axila o por el ombligo. Yo he escogido el pezón porque sé que cicatrizo muy bien y la piel corrugada de esa zona ayuda a disimular cualquier vestigio de bisturí. “Ahora hay que meter la silicona como quien mete un masmelo por la ranura de una alcancía”, dice Catalina según me cuenta Lucy, que además reporta por el chat a mamá y amigas cercanas que las cirujanas trabajan al ritmo de Scissor Sisters. Mis amigas le hacen llevadero el día a mi mamá proponiendo un playlist que incluye éxitos como The first cut is the deepest, I hurt myself, Killing me softly y La tetica de Wendy Sulca. Yo solo sé que me despierto pasado el mediodía y estoy completamente tarada. Parece que me hubieran hecho una lobotomía y no una mamoplastia. Temo haberme convertido en un pecho, como el personaje de Philip Roth. Afortunadamente en cuestión de minutos recobro todos mis sentidos, pero no siento mucho mi pecho dentro de una faja que me llega hasta las rodillas, lugar en el que se encuentra con unas medias antivárices que me pusieron antes de dormirme para evitar problemas circulatorios. Soy una momia, o mejor, un año viejo: toda melancólica y llena de parches de pañal y harapos.
Llego a mi casa a encontrarme con mi mamá, que finalmente cedió y sucumbió ante la idea de su hijita recién operada. Verla es un bálsamo para cualquier dolor posible. A ellas, mis nuevas integrantes, mis novedades en el frente, no las he visto aún sin vendas. Solo las veo al otro día, cuando viene la cirujana a quitarme el microporo y a revisar que todo esté bien. Están hinchadas, moradas, aporreadas, pero a pesar de ello puedo reconocer a mis dos teticas de toda la vida ahí presentes. Me alegra saber que ahí siguen. O al menos eso pienso en nuestro primer encuentro ante el espejo…
Los primeros días pasan algo desapercibidos porque aún no he eliminado por completo la anestesia. Uno es prácticamente inútil. Levantar los brazos o siquiera apoyarlos para pararse de la cama, por ejemplo, es impensable. El tercer día todo se despierta y la carnicería se siente con toda. Pero para eso están los antinflamatorios y los calmantes. Adicionalmente, uno debe tomar antibiótico para evitar cualquier infección. Es Halloween y todo el mundo pone en Facebook las fotos de sus disfraces. El mío es patético. Los pañales son indignos, con el perdón de Tena y de todos los adultos mayores que sufren de incontinencia. Los míos están hechos para retener todos los líquidos del drenaje. Lejos de parecer la bomba sexy que promete toda cirugía estética, parezco Yayita, pero disfrazada de Rugrats (Aventuras en pañales). Las intrusas permanecen tapadas con microporo la mayoría del tiempo y aún no descubro para dónde miran.

Día 4

Hoy puedo pararme sola. Me he cambiado el pañal tres veces. Después intento dormir (ayuda a cicatrizar), en lugar de verme cinco capítulos de Breaking Bad seguidos. Aún no me han mostrado las fotos de la cirugía, pero el capítulo en que operan a Walt me hace recordar que a mí también me abrieron. Mis papás vienen a verme. Llega también Gladys, a quien cariñosamente llamo la torturadora. Si alguien necesita ser dulce en esta macabra historia es ella. Me tiene que masajear todos los días (durante al menos veinte días) para drenar el agua sangre que el sistema linfático produce ante la invasión del cuerpo luego de una cirugía para que salga por una cánula, hasta que dicho desagüe alternativo se caiga y la perforación se cierre naturalmente.
Me siento fuerte, puedo levantar los brazos, quitarme la ropa yo sola, abrir la llave de la ducha. Las rutinas más sencillas se convierten en un reto. Hoy me tengo que quitar todo el microporo de nuevo. Dejo que afloje bajo el agua tibia que corre por mi cuerpo cansado y magullado. Empiezo a quitármelo y al ver la forma redonda de lo que antes era un pecho que caía libremente me entristezco, pero aun no me derrumbo. Me baño con energía, apago la ducha, me seco, y Gladys entra a hacerme el masaje de drenaje. Hay que respirar profundo y hacerse amigo del dolor. Poco a poco va empujando el líquido desde las costillas hacia la espalda y desde la espalda hacia la cintura hasta que sale por la cánula que está en el cóccix. El Óleo 31 me relaja y me ayuda soportarlo. La crema que ella prepara tiene además cebo de cordero, que es excelente para la cicatrización y los traumas.
Cuando terminamos, me paro frente al espejo y veo mis pezones apuntando justo a donde le pedí a la cirujana que no apuntaran. Mis pezones me miraban a mí, no al suelo. Me vuelvo el lugar común que es una mujer hecha un mar de lágrimas, oigo las voces de todos los que me dijeron que no hiciera esto, lloro. Miro mis tetas nuevas, redondamente aborrecibles, lloro. Cierro los ojos y recuerdo mis tetas, su adorable levedad, lo que sentía cuando me las tocaban o me las chupaban o simplemente me las miraban, lloro. Tengo dos piedras en el pecho. Dos piedras redondas e insensibles que me hacen ver como la novia de un traqueto, lloro. Le escribo a Catalina, que me asegura que están muy hinchadas aún y que las prótesis se montan, pero que con el tiempo van a tener la forma que yo le pedí y el pezón no va a apuntar hacia ese lugar que le describí antes de la cirugía (como si la mirada apuntara hacia el piso metro y medio más adelante del cuerpo).
Tengo dos piedras por tetas y hoy el dolor es completamente accesorio al lado de la fatídica idea de tener que vivir con este par de extrañas amarradas a mí, lloro. Era linda, me repito una y otra vez. Llamo a mi mamá y le digo “Tú me hiciste linda, yo era linda, ahora parezco la novia de un traqueto”, lloro. Ella trata de calmarme, aunque sé que en el fondo quisiera gritarme “se lo dije” y tirarme el teléfono. Me lo dijo mil veces, y ahora yo tengo que lidiar con dos piedras que me oprimen el pecho y a través de las cuales solo siento un dolor hueco, como si me diera bazo en el corazón y hubiera hecho mil flexiones de pecho en un minuto. Ya no importa ese dolor. Me duele más adentro, allá donde añoro mi par de tetas blanditas y amorosas. Me duele la mujer que dejé de ser en todo el cuerpo. Ahora entiendo lo que dijo Borges en la línea final de su poema El amenazado: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”, y ese verso y esta angustia me huelen a chivo muerto, como el cebo del masaje.

Día 10

A lo hecho pecho, reza otra frase hecha que me cae como anillo al dedo. Van a estar ahí siempre de ahora en adelante, o también está la posibilidad de que me vuelvan a abrir para quitarme los implantes y me dejen el tejido mamario vuelto naco. No es una opción para mí volver a pasar por el quirófano. Decido dejar de llorar y hacer una tregua, negociar con ellas, todas las mañanas, frente al espejo, con buena onda, sin rencores. Les pongo nombre. Una se llama Thelma, la otra Louise, como las dos mujeres aguerridas de la película que atraviesan Estados Unidos escapando de la mala vida que les dan sus maridos.
Les pongo una crema de Kiehl’s que tiene centella asiática, lo que comúnmente llaman hierba de tigre, porque cuando los tigres se pelean, las heridas son muy profundas, y para cicatrizar y curarse, ellos mismos buscan esta hierba en el entorno y se restriegan contra ella. Aprovecho que no tengo tanta preocupación por la cicatriz, que está avanzando rápido hacia la normalidad, y me masajeo muy suavemente los pezones con la crema de centella. Alrededor me pongo una crema que tiene caléndula, echinacea y árnica, formulada para dolores musculares y reestructuración de tejidos. Les hablo, las miro, las trato de aceptar como son, recién nacidas, altivas y arribistas. Trato de confiar en las palabras de la cirujana, que todos los días me repite que así no me van a quedar.

Día 15


Cabe mencionar que ya estoy parada y funcionado común y corriente hace una semana, aunque no sienta las tetas a veces y aunque a veces se despierten para doler. Uno de los miedos o mitos más usuales es que se pierde la sensibilidad. Mis pezones están más sensibles que antes, sin duda. De todas maneras hay que esperar entre cinco y seis meses para ver el resultado definitivo de una mamoplastia, sin dolores ni hinchazones y, espero, sin sentir esto que acabo de palpar en mi teta derecha.
Es un hecho. La teta que bauticé con el nombre de Thelma, la de la derecha, está hinchada y duele más. Puedo tocar el borde del implante en la parte inferior y eso ya no me hace llorar sino rabiar. Catalina tiene que lidiar con mis emociones y me advirtió desde antes de operarme que los primeros días todo iba a ser raro y que estaba preparada para la lluvia de quejas y reclamos que le iba a hacer. Tiene la gran idea de llamarla la teta uribista y me explica que los dos lados del cuerpo de un ser humano nunca son completamente asimétricos y que la recuperación de cada una es independiente. Me hace reconocer que mis tetas no eran gemelas idénticas antes de ser operadas y me tranquiliza un poco explicándome cómo a medida que el implante encuentra su lugar y baja, todo vuelve a la normalidad. Ahora me toca ponerme una banda mamaria, que es una suerte de tira de cinco centímetros del mismo material opresor de la faja que me tengo que poner rodeando las tetas por encima del pezón para ayudar a los implantes a bajar. Maldita teta uribista y alzada… las camisas de fuerza siempre funcionan cuando alguien está dando lora de más, y en este caso la banda mamaria hace las veces de esa camisa de fuerza que les ponen a los locos cuando se descontrolan.

Día 20


Ya no siento tanto el borde del implante de la teta uribista y los dos pezones están empezando a recobrar su dirección a medida que las prótesis bajan. Hay momentos en que creo que me voy a chiflar, o peor, que voy a chiflar a la cirujana preguntándole día y noche que si el pezón esto, que si el implante lo otro. Los cirujanos deberían tener un título de psiquiatría o psicología. No en vano, en el programa de cirugías Nip Tuck los cirujanos contratan a un psicólogo para que determine si los pacientes están equipados emocionalmente para someterse a una cirugía y asumir luego los pormenores (léase pormayores) del procedimiento. Uno de esos estudios del primer mundo revela que las mujeres con implantes mamarios tienen tres veces más probabilidades de suicidarse o de morir a causa del abuso de alguna sustancia, lo cual sugiere que las mujeres con silicona podemos tener desórdenes psicológicos (lo de mi desorden da para un libro).
Sin embargo, un estudio hecho por Implantinfo.com revela que el 88 % de las mujeres que se han hecho esta cirugía están satisfechas con el resultado y que en la escala de autoestima de Rosemberg el promedio aumenta de 20,7 a 24,9. Por si fuera poco, su deseo sexual aumenta en un 78,6 % y su satisfacción sexual, 57 %. No sé qué porcentaje de estas mujeres estaban satisfechas con sus senos en un 98 % como yo, pero me temo que pocas. Incluso que muchas ya habían dado de comer y sus pechos estaban secos o caídos. Lo cierto es que a mi alrededor, aquello del deseo sexual parece aumentar inmediatamente.
Muchos de los hombres que me conocen y que supieron de la cirugía empezaron a hacer chistes y apuestas sobre quién las va a estrenar (las iba… sobre eso solo les puedo decir que es como estrenar bicicleta de grande cuando uno montaba en bici de rueditas: da susto y emoción a la vez). También he podido comprobar en mis primeras salidas cómo otros hombres no tan cercanos ya no echan el consabido ojo cuando doy la vuelta para ir al baño (siempre he sido una mujer de culo), sino que me miran fijamente a las tetas mientras hablo, cosa que me sorprende, más allá de molestarme, aunque no sé si piense lo mismo el día que eso suceda cuando esté hablando con mi jefe o con un colega del trabajo sobre algo importante.
La cirujana lo predijo: “Después de los misterios dolorosos vendrán los gozosos y los gloriosos”. Yo, por mi parte, ya puedo ver La teta asustada tranquila. Entiendo al fin que esto no fue una crónica de inmersión. Ni la cirugía ni las tetas que me puse se parecen a manejar una tractomula o a trabajar en una línea caliente, como lo hice anteriormente también por petición de SoHo. No es ve y sumérgete y cuando salgas nos cuentas. Es ve y sumérgete y asume tus dos flotadores incluso fuera del agua. Ya he empezado a apropiarme de ellos, ya no los desconozco tanto como hace dos semanas. Poco a poco voy acogiéndolos en mi cuerpo y espero poder volver a llamarlos de nuevo mis tetas.









AGRADECIMIENTOS ESPECIALES:

Complejo Internacional de Cirugía Plástica. Director científico
Dr. Harold Gómez. Tel: (571) 5200361. Cl. 124 n.° 7-38, pisos 3, 4 y 9, Bogotá.
Polytech Health & Aesthetics. Sergio Acosta. Tel: (571) 6347127.?Cl. 93 n.° 15-59 Of. 402. Bogotá.
Dra. María de la Paz Duque Acosta, cirujana plástica, Universidad de Nuestra Señora del Rosario, Universidad Militar Nueva Granada www.maripazduque.com Cra. 20 n.º 86-09 Bogotá.
Dra. Catalina Guzmán Duque, cirujana plástica, Pontificia Universidad Javeriana, Fundación Universitaria de Ciencias de la Salud. Cel: (57) 3138166518 Correo: catamd50@hotmail.com. Cra. 44 n.° 21A-35, Villavicencio.
Rosa María Cárdenas. Esteticista. Cel: (57) 321 4940173
Gladys Tavera. Esteticista. Cel: (57) 312 4738447

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