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22 de abril de 2010

Mi gallo de pelea

De cómo un cronista compra un gallo de pelea. De cómo lo entrena y lo mima durante meses. De cómo lo suelta en un ruedo y apuesta por él. Y de cómo, por cuestiones del azar, termina su aventura haciéndole fuerza a otro gallo.

Por: Sinar Alvarado. Fotografías Juan Felipe Rubio
| Foto: Sinar Alvarado. Fotografías Juan Felipe Rubio

Uno

Aquí, en Briceño, en este pueblito terroso muy cerca de Bogotá, ochenta personas vibran bajo un techo de paja y alrededor de la arena estrecha. Quince tipos empujan, gritan y comparan gallos junto a la báscula para casar las primeras peleas de esta noche fría.

Hay hombres que llevan sombreros y cargan mochilas llenas de billetes. Hay mujeres rústicas que chillan y manotean; apenas logran comunicarse por encima de la música guitarrera. Hay personas que tragan con deleite un caldo de gallina. Afuera hace frío, pero adentro, bajo el techo del quiosco, hay una calidez que ya empieza a volverse vaporosa.

En unos minutos le pondremos a Pinto, mi nuevo gallo, las espuelas que usará en su primer combate. Mientras tanto él sigue allí, sereno, pavoneándose sobre una mesa en esta esquina de la gallera. Calmado. Casi ajeno al festín que lo rodea, si no fuera porque todo esto (el cacareo de cien gallos, la música a todo taco, botellas de aguardiente, de cerveza y de whisky en muchas manos, rumores, promesas, dos o tres cámaras de video y un televisor gigante que transmite imágenes de los combates) se ha juntado por el convite de su violencia natural.

* * *

Me inicié en el mundo gallero cuando acepté un encargo de SoHo: debía comprar un gallo. Debía entrenarlo, debutar con él en una pelea y explorar el mundo de las riñas para luego contarlo a los lectores. Se dice fácil.

Después de una investigación preliminar supe que la Gallera San Miguel (500 sillas, la más grande del país), en Bogotá, era una suerte de catedral: el sitio ideal para iniciar mi pasantía. Durante un par de semanas fui varias noches como espectador, y empecé a entender la mecánica de las peleas. Supe que la victoria y la derrota se deciden de varias maneras. La más fácil: uno vive y otro muere. Pero hay más: uno domina mientras el otro, vencido (o "caído", según la jerga), deja de picar: no responde a los ataques de su oponente. En este caso el juez da al gallo desanimado tres oportunidades de respuesta y un minuto contado en un reloj de arena más alto que un gallo grande. Lo provoca lanzando cerca al otro combatiente, y si el gallo manso permanece inmóvil, se da por terminada la pelea. El vencido pierde, pero sigue vivo. Por el contrario, si se levanta, el combate sigue hasta el final.

A veces el perdedor huye, maldito cobarde. Un gallo "huido" es la peor deshonra para un gallero, y abundan dueños que premian al fugitivo con una torcedura de pescuezo: ni para cría servirá, nadie quiere prolongar la estirpe de un cobarde. También existe la opción del empate: si a los 15 minutos los dos gallos, según el juez o por acuerdo de ambos dueños, lucen parejos, la pelea se declara "abierta" y los animales quedan en tablas.

* * *

¿Cómo llamar a un gallero hijo de gallero? ¿Qué nombre darle a un tipo que incluso se parece a esas aves peleadoras? Claudio Tovar —el cabello cano, la cara morena y triste, la nariz como un pico, las mejillas caídas— es el dueño de "la San Miguel", un sujeto que se conduce en su gremio como un padrino. Uno que tendría su silla en la mesa redonda de la gallería colombiana, si hubiera tal cosa.

Como es hijo de Miguel Tovar, quien construyó este coliseo a mediados de los cincuenta, Claudio se ha pasado la vida rodeado de gallos. Se parece a los sobrevivientes de la antigua realeza italiana: hombres que respiran clase y mando, que revelan en sus gestos y en sus palabras todo el bagaje de sus ancestros nobles, y que ahora, huérfanos de poder real, viven en palacios venidos a menos, aferrados a los despojos de su antigua magia imperial. Cuando se pasea por sus dominios, los galleros lo abordan: don Claudio esto, don Claudio lo otro.

Una noche, en las gradas de su gallera, estaba hipnotizado con el bullicio del ruedo cuando me llamó la atención un gordito con pinta de niño bien: blanco y de ojos claros, los labios finos, la ropa deportiva muy ajustada. Lo vi gastar energías moviéndose y negociando apuestas, reclamando a los jueces cualquier fallo discutible. En uno de los combates, que perdió de la peor manera, el gordito corrió de pronto hacia el lavadero para examinar allí, asistido por un hombretón de cabello indio, al gallo malogrado —puros temblores y pataletas— cuya vida se escapaba entre hemorragias profusas.

Seguí a los tipos para conocer la derrota de un gallo fino. Ellos discutían:

—¡Huy, ese animal estaba muy grande! —los dedos ágiles del gordito, buscando rastros de espuelazos fatales.

—Mire nomás, pobre animalito —el indio frunciendo los labios, pellizcando la piel y sacando sangre de las heridas.

Así estuvieron un rato, con el gallo bajo el chorro de agua, desesperados por definir si había futuro para esa pequeña bestia estropeada.

Me acerqué a Claudio y le solté:

—Quiero comprar un buen gallo y echarlo a pelear...

Intenté explicar el proyecto con la mayor seriedad. Dije que la cosa iba en serio, aunque pareciera un juego de ociosos. Y estaba en esas cuando se nos acercó el gordito. Venía con el rostro desencajado, parecía a punto de llorar.

—¿Qué hubo, Lucho, cómo me le fue? —preguntó el don.

— Hombre, don Claudio, muy mal, muy mal. Once peleas y gané una solita.

Lo supe luego: un gallo puede durar entre cinco y siete peleas. Incluso más. Si sobrevive y demuestra aptitudes, puede servir de padrón y, a lo mejor, dar buena descendencia. Pero hay muchos animales que no alcanzan el trío de victorias. Y existen casos, el terror de los galleros, de ejemplares que pierden su primer combate y mueren convertidos en una pérdida absoluta.

Me alejaba para darles espacio, pero Claudio me detuvo tomándome del brazo, y dijo que Lucho, el gordito, era el hombre indicado: él me vendería un buen gallo.

Lucho (comerciante) y su hermano Alejandro (ingeniero civil) —callado, pura mesura, el semblante bonachón, la sonrisa fácil— viajan por el interior del país siguiendo el calendario gallero, sosteniendo un "pote" (efectivo para apostar) que junta varios millones de pesos en efectivo y respalda las peleas de sus favoritos.

Una noche, en la gallera de Claudio, me senté a beber con ellos y con Fermín, alias ‘Oso‘ —el cabello indio, la cabeza enorme, los brazos fuertes y peludos—, el hombretón que acompañaba a Lucho cuando intentaba reanimar a aquel pobre gallo en el lavadero.

—¿Se puede vivir de los gallos? —pregunté.

—Vea, hermano —explicó Alejandro—, esto es un pasatiempo, una lotería muy verraca. A veces a uno le va bien y gana peleas, pero a veces la cosa se tuerce y lo pelan rapidito.

Después, como ponderando sus palabras, gritando por encima de la música, agregó:

—Pero este es un mundo muy bonito. Uno disfruta nada más viendo la estampa y la valentía de esos animales.

De repente, como examinándose, todos empezaron a recordar los orígenes de su afición.

—Nosotros somos la segunda generación de galleros, como Claudio y como Fermín —dijo Lucho.

—Mi papá crió los gallos del papá de estos —agregó Fermín mientras servía aguardiente y señalaba a los hermanos.

—Mi viejo era famoso y apostaba duro —contó Alejandro—. Él movía plata. Ganaba y se subía por esa escalera (la señaló), y vea (de pie, lanzando fajos imaginarios): ¡eso era botar y botar billetes pa abajo! ¡Y la gente recogiendo como en piñata! —todos estallaron en una gran risotada—. Pero el viejo botó mucha plata. De eso al final no quedó casi nada.

Pero Lucho, como para dejar limpio el nombre del padre, dijo con orgullo que el viejo fue un gallero respetado. Que gracias a él, ahora ellos eran reconocidos.

—Usté ya vio, esto lo lleva uno en la sangre, hermano. Uno nace con esto.

* * *

Así se apuesta. La puja principal, que la hacen los dueños de los dos gallos en disputa, es la más sencilla: el que pierde le paga al otro, y listo. Pero afuera, en el ruedo, cualquiera que tenga dinero puede apostar al gallo que más le guste, y ganará o perderá dependiendo del destino de su candidato. A medida que avanza la pelea los galleros con ojo profético se arriesgan y entran en apuestas más elaboradas, que surgen cuando un animal lleva ventaja. Gritan, por ejemplo, "¡voy cien a veinte al pinto!". Nuestro experto está diciendo que si ese pinto, que está jodido, efectivamente pierde, él pagará solo dos partes de diez (20.000, 200.000, etcétera). Por el contrario, si se produce un milagro y el decaído pinto termina venciendo, el afortunado apostador gana las diez partes completas después de arriesgar solo dos. Los que saben juegan con la naturaleza de la pelea, dependiendo de cómo la vean evolucionar. El buen gallero casi nunca pierde.

Dos

Pinto camina con dudas sobre la mesa de madera. Esquiva botellas de cerveza, cacarea, mira su reflejo sobre un vidrio cercano. Lucho y Fermín se fijan en un pollo colorao que anda muy cerca en brazos de su dueño. Parece un contendor adecuado: la misma talla, tal vez un peso similar. Llamamos al tipo y charlamos. Mírelo… Claro, pollito, véalo… ¿Vamos? ¿Los echamos?... Venga, hombre, pesemos a ver…

Después de esta negociación breve vamos a la báscula y verificamos el peso de los animales. El otro también vino a debutar, así que tenemos un match perfecto. Los ponemos en el piso y comparamos su tamaño. Luego revisamos la piel bajo las alas, las patas y el estado general de cada gallo, hasta verificar que se trata de dos pollos semejantes.

Volvemos a nuestra esquina y le instalamos las espuelas a Pinto —prisa, sudor, manos que tiemblan—. Se forran las patas con esparadrapo, se instala una base metálica sobre el muñón de la espuela natural y allí se ajusta, con gotas de cera caliente y más esparadrapo, la espuela de carey.

Apenas son las nueve de la noche. Hemos visto cuatro o cinco peleas, y dos de ellas han terminado abiertas. Empatadas. Justo lo que más temo. Es cierto que busco la victoria o, si no es posible, una derrota digna. Pero nada de tablas. Nada de gallos maltratados y peleas estériles. Ya tuve demasiado de esto.

* * *

Dos semanas después de conocer a Lucho en la San Miguel, cuando apenas iniciaba esta aventura, un sábado llegué al centro de Chía, cuarenta minutos al norte de Bogotá. Crucé un portón de hierro y caminé sobre tierra pedregosa hasta alcanzar un segundo portón de tablas.

Los cacareos de una bandada flotaban por encima del solar, y al entrar los vi: gallos repartidos en cajas de madera, asomando sus cabezas a través de pequeñas aberturas; en jaulas circulares de estambre, puestas directamente sobre el suelo de tierra; en jaulas cuadradas, más altas, elevadas del piso unas encima de las otras, y cubiertas con largas telas que protegían a los animales del frío nocturno.

Lucho y Fermín improvisaron un recorrido.

—Tenemos unos doscientos cincuenta animales —contó Lucho—, entre pollos que están llegando y gallos que ya hemos echado, o que estamos preparando pa echarlos.

Se paró junto a una repisa llena de objetos.

—Con esto los entrenamos —dijo, mostrando unos guantecitos de boxeo, bandas elásticas, esparadrapo, medicinas, jeringas, esponjas, tijeras.

—¿Dónde puedo escoger uno? —pregunté.

—Venga por acá —dijo Fermín, caminando hacia el fondo del local—. Todos estos pollos están acabaítos de llegar. Este es bueno, y este, y este de acá…

En una de las jaulas, mientras daba vueltas con nerviosismo, un colorao me cautivó. Tenía el plumaje limpio, de azul y verde tornasolados que le centelleaban en la cola, de plumas color naranja encendido que le adornaban el cuello.

— Me gusta el colorao de allá. ¿En cuánto estaría listo para pelear?

—Cinco semanas, más o menos. Hay que carearlo por lo menos cuatro veces, ponerlo a que coja fuerza en las patas, a que pique bien…

—¿Y en cuánto me lo dejan?

—A ver… Ese es… —Fermín revisó en una carpeta—. Trescientos cincuenta. ¿Le sirve?

—Me sirve.

Tenía por fin mi primer gallo de pelea. Lo bauticé Truman y empecé a encariñarme con él. Un idilio que no iba a durar.

Fermín, que cobró 100.000 pesos por entrenar a Truman, alimentación y medicinas incluidas, sacó al gallo de la jaula y lo sujetó con una mano. Fue hacia una esquina y descolgó la pequeña tijera. Se agachó junto a un balde de agua, limpió la cabeza del animal con una esponja mojada y preparó la zona bajo el pico.

—La desbarbada —me dijo—. Se le quitan las barbas al pollo pa que el otro no lo coja por ahí.

De un solo tijeretazo Fermín cortó los colgajos. Luego pulió su trabajo hasta dejar el cuello del animal libre de membranas.

Dos semanas después, cuando las heridas de Truman cicatrizaron, volví a Chía. El animal había ganado un poco de peso, justo como predijo Fermín.

—Hoy le aplicamos la naranja, mañana lo peluqueamos y lo descrestamos.

Fermín cortó una fruta y embadurnó todos los rincones bajos del gallo: los muslos, entre las alas, en el pecho, en "la corbata", llenándolo de ese pegote oloroso que dejó secar hasta el día siguiente. El truco que lo ayudaría en la peluqueada.

Al otro día, en la mañana, Fermín cortó plumas durante media hora: caían pequeños montones apelmazados por la naranja seca. Podó al animal hasta dejarlo fresco y ligero. Por la tarde, con Truman ahora exhibiendo su nuevo perfil apolíneo, Fermín procedió a la descrestada. Igual que con las barbas, se despoja al animal de colgajos que servirían de diana a sus contendores. Cuando terminó, mi gallo se parecía a los campeones que tanto había admirado en los afiches galleros.

Tuvimos que esperar otro par de semanas, mientras Truman se recuperaba de sus heridas, para empezar el entrenamiento. Cada ocho días viajé a Chía para repetir la rutina de los careos: Fermín llevaba el gallo hasta el centro del terreno, sobre la grama. Allí le amarraba el pico con esparadrapo para que no picara, le ajustaba guantecitos como de boxeo enano en las espuelas y lo ponía a pelear de mentira con otro gallo que escogía entre un grupo de candidatos: el sparring. Los dos gallos se embestían durante 10 o 15 minutos, zumbando en el aire y asaltándose con inquina, pero sin dañarse.

Después, Fermín lanzaba a Truman al aire varias veces, a metro y medio del suelo, y lo dejaba caer.

—Pa que coja fuerza en las piernas.

Cumplida media hora de ejercicios, Fermín lo subía a un palo que colgaba de dos bandas elásticas, y Truman, amarrado de una pata, tenía que permanecer en un equilibrio obligado. Allí lo dejábamos durante otros 15 minutos, para luego bajarlo e inyectarle vitaminas y desparasitante.

En la repetición de estos rituales se nos fue un mes y medio. Yo estaba encantado. Truman iba a cumplir un año y se encontraba en el mejor momento para debutar.

Tres

Ahora, varios meses más tarde, aquí en Briceño, en este pueblito terroso, estamos listos para otra pelea. Llevamos los animales al ruedo y de inmediato se enciende el ruidoso clamor de las apuestas: "¡Voy 50 al colorao! ¡Cien al pinto, cien; cien al pinto!". La forma de la esperanza: escuchar la voz de alguien que confía en tu gallo, alguien que arriesga su dinero en tu aventura.

Toco por última vez el plumaje de mi nuevo gallo Pinto. Fermín lo lleva hasta el centro de la arena y junto al juez prepara los detalles: limpian con algodones húmedos los picos de los animales, los revisan por encima y llevan al inicio la aguja de un reloj que pende sobre la arena. Todos los combates duran 15 minutos, aunque algunas galleras los han bajado a doce. El juez, antes de sonar el timbre, escribe en una pizarra el color de cada gallo y su cuerda o compañía de origen. Luego carean varias veces a los animales para encender la ira mutua. Y los sueltan.

Pinto se desboca en una seguidilla de brincos y ataques fallidos. Aletea con prisa, salta y pica, pero no hay muestras de daño en su oponente. Este parece adivinar el punto débil de mi gallo, inicia golpes violentos que derriban a Pinto una y otra vez. Coño. Pinto se apura sin motivos y pierde estabilidad en cada salto. El otro aprovecha y embiste, lo tumba repetidas veces.

Alrededor, de pie, decenas de personas gritan ante la primera pelea que se aleja del empate. Acá hay un gallo que domina, y es el colorao, aunque el mío resiste. Desde mi lado del ruedo lanzo miradas hacia el otro extremo, donde Lucho y Alejandro hacen fuerza por Pinto. Los miro intentando leer el futuro en sus rostros. Y lucen preocupados.

* * *

Según la pinta de las plumas, en Colombia, hay coloraos (las plumas oscuras, dominadas por manchas rojas y anaranjadas en todo el cuerpo), hay blancos y jabaos (mezcla de pintas amarillas y grises); hay pintos (negro con pintas rojas), marañones (gris cenizo con rojo), giros (negro con alas amarillas) y canagüay (blanco con rojo). También hay gallinos, repeluses (pelones), negros y otros, muchos otros.

Pero el color es solo una manifestación de la raza. En el país existen sobre todo ejemplares mestizos, descendientes de dos grandes grupos: los shamo (de origen oriental) y los bankiva (españoles, ingleses y americanos), que son los más comunes. La raza puede determinar contextura, talla, peso y habilidades para la pelea.

Rito Mateus, un enrazador con cincuenta años de oficio, me explicó una tarde en su pequeña granja de Chía que esta ciencia se basa, primero, en aparear a los mejores gallos con las mejores gallinas, combinando virtudes y pensando con cuidado en lo que se busca. Como el enrazador no puede saber la calidad que tendrá la descendencia, tiene que esperar a que los animales crezcan. Tiene que entrenarlos y pelearlos para saber si vale la pena seguir cruzando a esos padres, o si tendrá que probar suerte con otros. Esto obliga a los criadores a esperar por lo menos año y medio antes de verificar si sus tentativas marchan en la dirección correcta.

En el cruce se busca que los pollos resulten tinosos (con puntería en la picada), fieros y resistentes (que ataquen hasta el final); que sean rápidos y, en lo posible, también hermosos. Se desean gallos ‘finos‘ o ‘de raza‘: ejemplares con madera de campeones. Pero las parejas de calidad no garantizan el éxito genético. Los hijos de padres buenos pueden salir flojos o huidizos. El azar del cariotipo puede jugar malas pasadas y producir animales cuyo único fin será la olla del sancocho.

* * *

Una noche de enero, con Truman, mi primer gallo listo para su debut, asistí a un desafío en Pereira. La gallera más limpia que he visto funciona allí en un patio familiar. Por todas partes había madera pulida y mesas con platos de lechona. Sentado en la primera fila del ruedo —camisa verde abierta, cadena de oro, un palillo entre los dientes— estaba el capo adolescente, el patrón de la noche, el que iba a apadrinar casi todas las peleas. Es decir, el que respaldó muchos combates apostando inagotables fajos de billetes al gallo que más le gustó.

A las nueve de la noche casamos nuestra pelea con un pollo que lucía ligeramente inferior a Truman. Cuando comparábamos a los animales el capo aniñado, que apoyaba a nuestro contendor, se paró al lado, chupó un poco su palillo y dijo:

—No me gusta esa pelea.

Y nos quedamos sin oponente.

Tuve que esperar largas horas, tuve que ver decenas de combates parecidos: un teatro repetitivo y monótono de violencia calcada, medio adormilado hasta las cuatro y media de la mañana, cuando volvimos a probar suerte y esta vez, por fin, pudimos amarrar el combate. Desperté y ayudé a preparar a Truman, le instalamos las espuelas y anunciaron nuestra pelea. Ya estábamos a punto de soltar a los animales en la arena cuando el patrón impúber, sin abandonar su silla, hizo una seña y se rajó de nuevo.

Milagrosa Virgencita de las Venganzas: lo dejo en tus manos.

Faltar a un compromiso de esta manera es un acto inaceptable en el mundo de las riñas. Ocurre muy pocas veces, y los protagonistas son siempre los mismos: tipos con poder, que tienen armas y pueden permitirse el abuso.

Volvimos a Bogotá sin pelear a nuestro gallo. Fermín se pasó un mes careándolo en Chía, sosteniendo el entrenamiento para que el animal no perdiera las condiciones. Pero a medida que pasaban las semanas el ánimo de Truman se iba apagando, iba cediendo a un desgano que le venía de adentro. Tal vez la furia de la pelea frustrada se le había enquistado en el cuerpo. Tal vez había cogido un mal aire, un viento raro. Lo cierto es que no hubo forma de salvarlo. Truman murió.

Estuve a punto de abandonar. Pero enfrenté la desgracia, dije qué carajo y busqué otro animal para empezar de nuevo el proceso. Ganara o perdiera, había que pelear.

Unas semanas después de la muerte de Truman volví al criadero de los hermanos Hoyos y escogí a Pinto, un pollo menos arisco pero también prometedor. Lo sometimos al mismo procedimiento, desde la desbarbada hasta los careos semanales, y vimos la evolución del pollo, que iba ganando técnica a medida que avanzaban los enfrentamientos junto al sparring. Completamos las sesiones y lo tuvimos listo para el debut. Esta vez no iríamos muy lejos: había un desafío en Briceño, un pueblito terroso al norte de Bogotá.

Cuatro

Han pasado seis o siete minutos de pelea y la ventaja del colorao empieza a desvanecerse. Por fin dejo de pensar en el dinero que puedo perder (aposté 100.000 pesos de mi bolsillo): como Alí en Zaire, da la impresión de que mi pollo ha decidido cansar a su adversario. Bordeamos los diez minutos y la pelea, ya no tan pareja, se inclina levemente a nuestro favor. Pinto recibe y devuelve, recibe y devuelve. Su cara es la imagen misma del coraje: los ojos inyectados, el pico a medio abrir, las plumas de la cabeza erizadas. Es la mueca del odio.

Súbitamente Pinto recibe en el ojo izquierdo un picotazo violento, y queda medio ciego. Ahora se ve obligado a dar vueltas para ubicar al rival. No lo ve, se le pierde. Pero insiste y lo castiga. Lo arrincona. Salta y golpea. Hunde espuelas allá en lo profundo y…

Al colorao lo va invadiendo la apatía. Aún no se agacha, todavía no entrega, pero casi deja de atacar. "¡No pica! —gritan de un lado—. ¡No pica, juez!". Los jueces toman a los gallos, los revisan, limpian sus picos y los vuelven a echar. Pinto reinicia sus ataques y embiste al colorao por donde puede. El colorao mueve la cabeza como si picara, pero no hay ataque en esos gestos. Por un instante empieza a circular un dilema entre la gente: no queda del todo claro cuál gallo está por vencer, pero la duda, así como llegó, empezará pronto a desvanecerse.

* * *

El mercado gallero, nadie debería dudarlo, ofrece fondos apreciables. Fabián Sarria, de la federación gallera, dice que es "la segunda actividad lúdica en Colombia, después del fútbol". Y habla de "un promedio de doscientos o trescientos espectadores semanales en cada gallera del país". Es decir, un millón de personas. Haciendo números al vuelo, a falta de estadísticas, Sarria sugiere multiplicar esas 3800 galleras de toda Colombia por el dinero que suele apostarse en cualquier desafío semanal, que raras veces baja de los 50 o 60 millones de pesos (en cada pelea, por lo bajo, se apuestan 800.000 entre los dueños de los animales, pero el público supera esa cantidad por mucho, y en una sola noche de desafío puede haber cien o ciento cincuenta combates). Aunque el método está lejos de ser científico, es claro que hablamos de una gran montaña de dinero.

Pero ahora una crisis legal se ha instalado entre los galleros. Etesa (Empresa Territorial para la Salud) lleva tres años intentando "organizar" las galleras colombianas. Hizo un censo (somero), redactó un nuevo reglamento (que nadie sigue) y abrió una licitación para conceder a los aspirantes una licencia de, digámoslo así, ejercicio legal de la gallería. Etesa cree que en el país existen 237 galleras (la Federación Colombiana de Criadores de Gallos de Combate registra 3800), y a su licitación se presentaron apenas seis establecimientos (casi todas de Bogotá, donde funcionan 109 galleras según la federación, y 13 según Etesa). Las demás han entrado en un limbo de ilegalidad.

Etesa dice que actúa en defensa de los apostadores. Que esa gente crédula necesita un garante que respalde los premios porque, de lo contrario, las peleas de gallos corren el riesgo de desaparecer. Por eso el Estado, a través de esta empresa y a cambio de un discreto impuesto que será invertido "en gastos de salud de las comunidades donde se celebran las peleas", ha venido para salvar a los galleros. El discreto impuesto para cada gallera corresponde a la mitad del salario mínimo diario por cada silla. Es decir, la San Miguel, con sus 500 sillas, pagaría algo así como 4.291.750 pesos mensuales, en caso de que tenga ocupación plena. El oficio que ha permanecido después de milenios, el que ha diseñado sus propios métodos basados en la confianza y el valor de la palabra recibe ahora, justo a tiempo, el salvavidas providencial de la administración pública.

Pero los ataques no solo vienen del Estado. Organizaciones no gubernamentales y políticos condenan la violencia que se les impone a esos pobres animalitos. Los antigalleros se aferran a lo que pueden, pues discuten en desventaja legal: la Ley 84 de 1989, que castiga los "actos dañinos y de crueldad" contra los animales con fines de diversión o lucro, contiene una salvedad que exceptúa de las penas (arresto de uno a tres años y multas de entre 5000 y 50.000 pesos) "el rejoneo, el coleo, las corridas de toros, novilladas, corralejas, becerradas y tientas, así como las riñas de gallos" por considerarlas actividades de valor cultural.

David Luna, representante a la Cámara y antigallero confeso, introdujo hace tres años un proyecto de ley que propone multas de 3 a 15 millones de pesos, prohíbe la tenencia de animales por un máximo de diez años y obliga al "criminal", al gallero desequilibrado, a recibir orientación psicológica. El documento, además, propone el decomiso del animal para "garantizar su salud".

A toda esta campaña los galleros, tranquilos y cohesionados, responden con un argumento naturalista: "Los gallos nacieron para pelear".

Cinco

Para despejar la duda hace falta un ataque letal, el último golpe que decida el combate. Por unos segundos el ruido cesa. Por lo menos es eso lo que recuerdo. Concentrado en el cuerpo de Pinto escucho los gritos de la gente en un volumen muy bajo. Percibo en mi cuerpo una sensación estúpida, pero muy real: puedo ayudar a mi gallo, puedo influir en sus movimientos si hago un esfuerzo auténtico. Aprieto las manos con fuerza y espero. Espero hasta que Pinto lanza los últimos ataques sobre su adversario rendido.

Y ganamos.

Culmina la pelea y nos reunimos en torno a Fermín, que lleva el gallo en las manos. Entre abrazos y palmadas de felicitación lo sacamos de la gallera para que tome aire, le revisamos el ojo ensangrentado después de lavarlo con mucha agua fría, y vemos que no lo ha perdido. Se recuperará. Revisamos bajo sus alas en busca de heridas graves, y nada: solo raspones superficiales. Dejamos a Pinto en el suelo para que descanse.

Y allí, con nubes de vapor que expulsa su cuerpo entre las plumas, veo la conducta típica del campeón. Pinto parece olvidar la batalla, escarba la tierra con las puntas de las uñas. Y como si nada hubiera ocurrido, indiferente y despreocupado, tranquilamente empieza a comer. ?