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7 de junio de 2016

Zona Crónica

Mística, la costurera Wayüü

En la cultura Wayüü las mujeres tejen por para mantener viva su cultura, como lo muestra esta crónica: un reflejo de una profunda tradición que sostienen actualmente mujeres como Mísitca y pocos fuera de La Guajira conocen a en su totalidad.

Por: Maryann Estrada Fragozo

**Esta crónica se publica gracias a la colaboración especial de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.

Tengo en la memoria el recuerdo de mi Guajira. ¿Se han detenido a detallar un cactus guajiro? La indiferente planta ante todas las demás, con su distinguido color verdoso y espinoso, sus miles de agujas y una pequeña fruta redonda. La Iguaraya. La fruta intensamente roja debajo de las agujas que la cubren. El corazón seco del cardón. Jugosa, agridulce, exótica. No se parece a otra fruta roja. Ni a la cereza, ni a la frambuesa, ni a la fresa, ni a la manzana. La Iguaraya sabe a Iguaraya. No hay otro sabor que la pueda reemplazar.

Es irónico que una fruta tan exótica esté escondida por las espinas del cardón. Ese cardón que crece en medio de la sequía. Me pregunto, si en caso tal caminara entre las casas de barro y las rancherías, quiénes serían capaces de arrancarla del cardón y quitarle las espinas que rodean su pulpa. Repito, no hay ninguna como ella.

Tengo en la memoria esos versos del cardón guajiro, que alguna vez, Leandro Díaz compuso para Diomedes Díaz:

Es que la naturaleza

a todo le da poder

al cardón le dio la fuerza

pa’ no dejarse vencer

yo me comparo con él

tengo la misma firmeza

Son las 8 de la mañana en la calle principal de Riohacha. El sol aún no está puesto, la brisa mañanera envuelve el olor del mar y lo lleva hasta nuestras narices. A estas horas, son muy pocas las personas que transitan por acá. Una mujer llega en un taxi y saca del baúl un gran saco blanco. Decidida en su labor pone una gran tela negra en el piso y en cada punta coloca unas piedras pequeñas. Se dispone a vaciar del gran saco todas las mochilas y demás artesanías que lleva adentro. Las tira, una por una, sin detallarlas. Saca las mochilas de todos los colores. Marrones, amarillas, verdes, azules, negras, anaranjadas. Infinidad de colores. Algunas tienen figuras geométricas. Triángulos, cuadrados, círculos, rombos, rectángulos. Otras están pintadas con flores y paisajes guajiros. Están de todos los tamaños. Grandes, medianas, pequeñas y diminutas. Infinidad de tamaños. Cada una posee un significado. Significados que a la gente no le importa a la hora de comprarlas.  Sin embargo, les dejo el dato: La mochila es el útero de la mujer wayuu.

Con toda la delicadeza, cada una de las mochilas que tiró, las comienza a ordenar por filas. La tela negra comienza a desaparecer y las mochilas adquieren el protagonismo. Ahora es el turno de las manillas, los llaveros, los cinturones, los turbantes, las mantas y los sombreros. Desde los 3.000 pesos hasta los 60.000 pesos es un recuerdo de la indígena que hizo todas las artesanías. Desde los lejos, un señor la saluda y le grita: ¡Argelida!

Me pregunto cuánto tiempo se llevó realizando todas esas mochilas. “Cada tejido una semana”, me dice Argelida. La mujer detalla cada mochila en su puesto y las termina de acomodar como si fueran intocables, como si cada una fuera única, como si cada una estuviera hecha para las personas que pasen por la avenida y escojan entre los más de 5 puestos que rodean la peatonal. Donde en cada puesto, hay mujeres que tejen y otras que están a la espera de que llegue algún turista o solo alguien que las mire. Alguien que les dé el sustento de cada semana haciendo sus artesanías. Argelida se sienta en su puesto a esperar, a esperar que el día continúe y que se llenen las calles. Vender, volver a la casa y al otro día despertarse para llegar a la misma avenida.

Argelida. Me gusta su nombre, no es nada parecido a las Marías o las Lauras, es un nombre que distingue como la Iguaraya. Su color, su sabor, su misterio. Me gustan las Argelidas, me encantan las Vicentas y especialmente, adoro a las Místicas. Me gustan las Epiayu, me gustan las Pushaina, me gustan las Ipuana, me gustan los Epinayu. Cada casta representa a un animal. Son buitres, son báquinos, son halcones, son venados.

Mística Epiayu. Tan fuerte como el cardón. Tan exótica como la Iguaraya. Mística la de los rasgos identificables en todos los wayuu. Ojos achinados, nariz ñata, pequeña boca y su gran cabellera negra y lisa. Mística, de 30 años, contextura gruesa, una gran sonrisa y pequeños tatuajes marcados en la piel con un alambre caliente que su propia hermana le hizo en una ranchería. Una mujer del servicio doméstico. Esa mujer que llegó a mi casa, 2 meses después de encontrarse con la muerte, con un pequeño maletín lleno de ropa. El 10 de agosto del 2009, fue la primera vez que vi a Mística. Y desde ese momento, yo no lo sabía sino hasta hoy, hasta estos 3 días de regreso a Riohacha que nos volvemos a encontrar, que ella le dio un significado a su casta. Se convirtió en un buitre. En uno inmenso y voló a gran distancia de su pasado para criar a sus 4 hijos: Yolanda, Milena, Diana y Carlos.

Y no.

Esta no es una historia de la pobreza y la desnutrición. Los Wayüü vienen de un territorio que históricamente ha tenido momentos de hambruna. Han ocurridos veranos intensos que hasta ahora se han expuesto por los medios de comunicación. Si usted le quiere apostar a las situaciones de La Guajira, comience por las causas que la tienen mal: medidas de prevención a largo plazo, las vías de comunicación, la producción de alimentos por los mismos wayüü, nada de donaciones ni mendigar, una apuesta por la educación para que llegue a todos los territorios indígenas, y sobretodo, averiguar las políticas de quiénes gobiernan en cada uno de los municipios de La Guajira. ¿Existe corrupción o no? Es una respuesta libre de cada uno. Lo que sí les puedo decir es que esta es una historia de una mujer de las muchísimas mujeres Wayüü. De una identidad. De una persona que no teje pero es tejida, como la mochila wayüü, porque tiene la fuerza del cardón guajiro y lo exótico de la Iguaraya, que hasta su mismo nombre hace alusión a algo extraño y que merece ser descubierto: Mística.

Mística creció en el desierto, específicamente en una ranchería en el kilómetro 32 vía Maicao. Allá, ella tenía todo. Ella jugaba con las vacas, los chivos, comía mazamorra y tenía a sus 18 hermanos. Puede que cuando fuera pequeña, Mística escuchara a todos los pájaros del mundo cantar, como Vicenta Siosi, una escritora Wayuu, lo siente cada vez que va a su ranchería.

A los 8 años su mamá la dejó para trabajar en el mercado de Riohacha. Mientras crecía nunca tuvo la oportunidad de ir al colegio. En ese momento en la ranchería no existían internados indígenas. Cuando cumplió los 15 años, su mamá volvió y la mandó para Venezuela para que aprendiera a trabajar y a hablar español. Durante 9 meses la tía le enseñó los deberes de una empleada doméstica.

A todas las wayuu no les toca igual. En la comunidad indígena existen personas comparativamente ricas y con amplias influencias sociales en la sociedad, hay otras como Mística que no poseen ninguno de estos beneficios. Ella creció con todo y con nada. Ella es parte del grupo de mujeres Wayüü que venden pescado en el mercado, que tejen artesanías en la avenida primera y que son empleadas domésticas. Es la china. Es “la india de porra” como una vez escuché a una mujer gritarle a una indígena.

En un principio, cuando se creó la tierra, dicen los libros de los Wayuu, fue la mujer. Los Wayüü son matrilineales. Son las mujeres quienes representan la casta. Más allá de la tradición y las costumbres que registran las fotografías de las indígenas en las rancherías haciendo la mazamorra y cuidando de sus hijos, la mujer es la carne, es el envoltorio corporal. “La mujer es el mundo de la frontera. La mujer tiene una especie de cuero sagrado con el que no se pueden meter”, dice el historiador Wayüü, Wilder Guerra, haciendo referencia al papel y la identidad de la mujer.  Así es, un cuero sagrado que nace del desierto.

Esas mujeres, de carne y cuero duro, me recuerdan a mi niñez. A las calles de Riohacha, especialmente la 33, cuando pasaban las marchantas con grandes poncheras sobre sus cabezas gritando a todo pulmón: “¡Caaaaamaaaaaaaróoooooon!”, esas entonaciones tan altas que se escuchaban en todo el barrio.

He estado 3 días acá, y me he dado cuenta que aún las marchantas siguen pasando por la calle 33, con las mismas palabras y las mismas entonaciones. Es como si el tiempo no pasara. Todas esas mujeres trabajan en el mercado nuevo. Trabajan en un lugar donde las condiciones no son las más adecuadas, el olor es putrefacto, una mezcla a carne cruda y pescado, el piso está inundado de agua, de escamas y los restos de sangre de los pescados cuando son abiertos para venderlos. Las moscas revolotean de un lado a otro. Trabajan desde muy temprano, desde las 6 de la mañana hasta las 3 de la tarde, cuando se vende todo. A la hora comprarles se les ve con una herramienta poco común. Un instrumento de madera circular o triangular con clavos, como un cepillo de peinar que utilizan para descamar los pescados.  Se vende una gran variedad de alimentos. El camarón y su ripio. La sierra, la mojarra amarilla y blanca, el lebranchi, el casón, el pargo y la cojinúa. Cada pescado va en una pita de cabuya, como un collar medido por kilos. Hay otras variedades como pulpo, chipichipi, frijoles y huevos criollos.

Cuando Mística se fue a Venezuela con su tía no tuvo la oportunidad de hacer una de las tradiciones más importantes tras haberle llegado su primer período: El encierro. No tuvo la experiencia de escuchar a su abuela, ni a su mamá hablándole acerca de la cosmovisión indígena y de enseñarle a tejer una mochila. Tampoco tuvo la oportunidad de conocer el ritual que se realiza después del encierro. La celebración de conversión en una mujer Wayuu, celebrada con la yonna (el baile tradicional) y seguramente, con un buen plato de friché (el chivo picado).

Esa tradición no hace parte de Mística. Ella tuvo que responder a las necesidades y los retos de su casta. Las mujeres como Mística que dejan algunas de las tradiciones responden a los cambios. Que necesariamente no significan una pérdida, sino a una transformación en respuesta al occidentalismo. Son las ciudades que llegaron a las rancherías, más no las rancherías a la ciudad. Son las ciudades que llegaron a los indígenas, más no los indígenas a la ciudad.

¡Inmensidad de cosas que han adaptado los Wayüü con el tiempo! Sino, aquí les tengo un listado. Pasaron del burro, a la bicicleta con un tejido en la silla. Comenzaron a utilizar las gafas Rayban, las extranjeras, que ahora son parte del traje tradicional. Los hombres utilizaban wayucos (pequeños taparrabos) de tela que ahora pueden ser una simple toalla. Los wayüü explotaron en colores. Usted antes no veía la inmensidad de colores que se ven en las artesanías. Introdujeron el color frente a una gama de tintes que no pasaba del negro, del café, del beis y del blanco. De la misma forma pasó con Mística.

Después de un año de trabajo, volvió a los 16 años a la ranchería del kilómetro 32, del que su mamá se estaría mudando cuando ella llegó. En ese mismo lugar donde vivió su niñez conoció a Fredy, su primer amor.

A medida que pasó el tiempo Mística se fue a trabajar como empleada doméstica en Valledupar. Allá mismo, se dio cuenta de su embarazo. Sin embargo, fue el tiempo, quien le demostró que esa sería la primera dificultad en su vida, y también,  su primera felicidad. Cuando le contó su situación a Fredy, le comentó que ella no quería que le pagaran. Ella no quería ser comprada por ganados, ni por dinero, ni licores. Mística quería construir su propia casa con Fredy. Al final, ella fue comprada.

Cuando Mística estuvo a punto de parir se fue para la casa de la hermana. A los 3 días, Fredy llegó borracho y estas fueron sus palabras:

-Qué mala suerte, si es primeriza niña es mala suerte, si es niño es buena suerte.

Mientras piensa en la frase, Mística por primera vez, desde que hemos estado hablando se queda seria. Me menciona que luego de que nació la niña, fue maltratada y estuvo a punto de ser violada. Ella no reaccionó ante las palabras. Sin embargo, el bebé recién nacido, la de la mala suerte, fue quién con su llanto la salvó de Fredy. Sin más, cogió un burro y se fue a la ranchería de su mamá. No volvió a saber más de él.

Cuenta en la historia de las mujeres Wayüü, que anteriormente solo las mujeres libres eran quienes podían utilizar las mantas, las mujeres Wayüü esclavas no vestían ninguna indumentaria. Por supuesto, Mística se hizo libre. Escapó del daño y del dolor. Con manta o sin manta, ella era libre, como aquellas mujeres de esa época.

No pasó mucho tiempo cuando a los 18 años, conoció a su segundo amor. Lucho. El papá de Milena y de Diana. Convivieron 7 años. Estuvieron juntos hasta el 2009. Lucho, junto con toda su familia eran indígenas conflictivos. Tenían enemigos y las armas eran la solución para resolver el conflicto. Aún en el 2009, los indígenas resolvían por sus propias manos los conflictos entre familia.  De hecho, aún en el 2016 Mística vive una situación similar con su papá, a causa del conflicto entre enemigos.

Si Mística no hubiera pasado por esta situación creería que es mentira y que es tan solo una escena inventada de su vida. Ella estaba adentro de la casa, cuando de repente, escuchó los disparos que se produjeron. No sabía lo que estaba pasando. Ese día estaba lloviendo, cuando salió, y entre la multitud de gente encontró a Lucho tirado en el piso.

Esa no fue la tragedia total. A Mística le quitaron todos los bienes que juntos habían construido. “Luego de ese día, me quise morir, nada tenía sentido… yo me preguntaba ¿Pa’ que voy a seguir acá? Mis hijos van a estar bien, aquí los van a cuidar”. Encontró un tarro con un veneno blanco, espeso y amargo. El veneno para las cucarachas y las matas. Cuando se lo tomó le ardía mucho la garganta – con las manos recorre el cuello como si aún lo estuviera tragando-.Ya la vida se le estaba acabando. Sentía mareo, pero estaba tranquila. De momento, uno de sus hermanos, Luis, fue quién la encontró en ese estado. Así comenzaron las horas de angustias para volver a Mística a la vida. Para que se convirtiera en un verdadero buitre.   

- Me dieron un pocotón – hace con las manos la seña de abundancia- de leche corta’ con la clara de huevo para vomitar el veneno. Pero yo no. Yo no lo vomitaba.

Ese día llovía, el río estaba crecido. No alcanzaban a pasar algún carro por el río. Entre toda la gente que fue llegando tomaron un chinchorro y metieron a Mística adentro. Y entre 4 personas la cargaron. Pasaron por el río turbulento. Pasaban los minutos y Mística ya no reaccionaba. Se perdió. Solo escuchaba las voces lejanas. Todo era negro, estaba inconsciente. Cuando volvió a la vida se encontraba en una camilla en Maicao, junto con una doctora que le había sacado con un tubo el veneno.

No volvió a la ranchería. Ella quiso estar lejos de los conflictos. Mística llegó a mi casa para escapar. Luego de un tiempo decidió volver para a encontrarse con sus hijas. Fue un sentimiento raro. Lloró. La más pequeña de las dos, Diana, le dijo: “¿Qué te pasó mami?”. Ella solo respondió con una frase sin sentido: “No hija, no volverá a pasar”.

Mística poco a poco logró recuperar a los más importante que le quitaron luego de que se murió Lucho. A sus dos hijas. La primera de todas fue Diana. La sacó con la excusa de que debía llevarla al médico porque la veía muy mal. Luego a punta de sudor, comenzó a traer a todas sus hijas, que ahora conviven con ella y dos personas más en la casa de barro de la calle 40.

Ella trabajó en Venezuela, Valledupar, Riohacha y Maicao. Su jornada era desde 7 la mañana. En cada uno pagaban desde los 150 mil pesos hasta los 300 mil pesos. Con eso es que sustenta a sus hijas. Aun cuando el salario mínimo en Colombia es de 680 mil pesos.  Ahora, está ayudando a un señor con un puesto de jugos de naranja y arepas de huevo. Todos los días el señor le da alrededor de 15 mil pesos diarios.

- Después de todo lo que pasaste, ¿Qué piensas ahora?
- Lo que yo pienso, y yo le digo ellas, es que deben estudiar. Hay una que va salir, y yo le digo que después elijan su trabajo. Y ahora yo sigo trabajando en casa de familia, pa’ que ello estudien, para darle lo que ellos necesitan. -Sonrió por un momento y continúo -. Porque ajá ahora, hay mucho estudio. Y yo no estaría con esa condición así, trabajar así. Trabajo así, porque no he estudiao’, porque no sé hace’ más nada.

Entre todo lo que dijo sus palabras quedó resonando en mi cabeza que con todo lo que tiene está tranquila, está bien. Siente que todo ya pasó, ahora solo tiene un interés:

- El día que yo salga de aquí, ¿Pa’ onde voy? – Lo menciona porque en la parcela donde vive no es suya-. Me gustaría conseguirme un lote, pero no consigo. Pero bueno, de pronto voy a conseguir una ahora. José (el señor con quién tuvo su último hijo) quiere una casita que tenga un rancho, un lote para construir una casa… y el ta’ ahorrando ahí, donde Fernando (un señor que le cuida a su hijo Carlos) para juntar y conseguir otro. Ojalá él me consiga una casita. Que me regale una casita y consegui’ una propia.

Cuando hablé con una de las mujeres que me encontré en Bogotá, Sandra Rosado. Me dijo lo siguiente: “Los medios de comunicación llaman al genocidio Wayüü a los niños desnutridos, a los niños que se están muriendo. Pero yo pienso, que genocidio es que tú te quites tu manta y decidas ser como los otros. Pierdas la tradición”.

Pensando en Mística, las mujeres Wayüü tienen características que las hace únicas no por sus mantas sino por 4 características esenciales en ellas: Sabiduría, fuerza, autonomía y libertad. Sin tener una tradición sólida y saber solo un poco de su etnia, Mística es todo lo que acabo de nombrar. ¿Entonces por qué no sería una mujer Wayüü? Es tan sabia que quiere la educación de sus hijos, tan fuerte que ha criado a sus hija sin tener un buen saldo, tan autónoma que aprendió a salir adelante por sus propios méritos, tan libre que esta sin ataduras para seguir criando a sus hijas.  

Mística es un personaje sin serlo, no es una influencia política, ni económica, ni social. Es la Wayüü cotidiana que detrás de ella lleva un linaje y una identidad que le hace pensar en el futuro de sus hijos.

El último día que visité una ranchería para brindar trabajo social con la IPS Anashanta hacia las rancherías que están en Malewainka, vía Maicao, me di cuenta que el día a día de una mujer Wayüü entre tejer y cocinar, es darle una orientación a su generación. ¿Han descubierto la sencillez de una ranchería? Es donde escuchas a todos los pájaros del mundo cantar, el silencio y la tranquilidad viendo los chivos, los burros, los tejidos en todas partes, el chivo asolado para la comida, los 9 cabritos del corral, los chinchorros colgado en los quioscos. Y si estuvieran cocinando no sería el arroz, sería la mazamorra, el friché y la leche cuaja’. ¡Todo tan diferente a la ciudad! Por supuesto que una mujer Wayüü no puede pensar igual que una mujer que se cría en la ciudad.

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