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14 de noviembre de 2007

Modelo Artística

Por: Claudia Morales
| Foto: Claudia Morales

Tal vez la noción del tiempo, o la desnudez, o el sudor que luego se pega y da frío… Si me preguntan qué es lo más complicado de ser modelo en una clase de arte, pensaría que todo lo anterior. O no, tal vez no. Acabo de tener otra sensación: la de la quietud.

Cuando iba camino a 106 Espacio para el Arte, pensé que esto iba a ser muy aburrido y, de hecho, lo fue: aburrido por sentirme evaluada pero, sobre todo, porque uno no produce nada, la falta de acción es agobiante, es muy difícil sentirse a gusto con tanta quietud. Una quietud que permite sentir cómo palpita el corazón, pero no en el corazón. En las sienes, en el pecho, en las muñecas, en el cuello. No hay respiración de Pilates que valga. Se siente ahogo. Mi espalda estaba tan contraída que parecía la curva de un número cero. Y creí que sería cómodo tener las piernas recogidas porque de esa manera en las fotos no aparecería nada de eso que muchos quieren ver. Escogí esa postura porque pensé que era la más fácil aunque ninguna lo es cuando nunca se ha hecho esto antes.

Ah, otra cosa: ¡cómo me quitaba de la cabeza el asuntico del pudor! Porque aparte del desespero que produce controlar la mente para quedar estático, el problema que se me venía encima cuando decidiera estirarme, era serio. Claro, yo opté por sentarme como me ven, justamente para que no quedaran expuestas mis tetas ni tampoco, como dirían algunos colegas, "la selva negra". Pero era inevitable que "eso" se viera en toda su dimensión cuando alargara los brazos y las piernas para desentumecerme.

No puedo decir cuántos minutos pasaron pero creo que fueron pocos cuando se me durmió el pie izquierdo. Después, la pantorrilla derecha. El sudor del pecho me humedeció las piernas. El cuello empezó a doler. Sobre mi espalda cayó un ladrillo. Mis manos estaban como dentro de un iglú. Mis ojos se resecaron.

Tres inhalaciones, tres exhalaciones, y me decía a mí misma que debía mantener esa repetición para aguantar. Cerré los ojos, pero me mareé. Entonces, los abrí y subí el ángulo de mi mirada. No funcionó, porque justo en ese momento enfoqué las partes nobles de un modelo que estaba sentado justo frente a mí. Y por más natural que en ese escenario sea el cuerpo, confieso que no me sirvió de nada. Entonces los volví a cerrar.

La profesora Julia Merizalde, directora de 106 Espacio para el Arte, me explicó que dos horas es el promedio de tiempo que un modelo debe permanecer en una misma postura para que los estudiantes logren hacer algo. Y esas dos horas se repiten tres días a la semana durante más o menos tres meses para que completen una obra en dibujo o en escultura. En esas sesiones, la maestra les enseña a sus alumnos a ver, pero les insiste en que la emoción no se improvisa. De ahí que, al final, yo entendiera por qué unos me habían esculpido bien pequeñita y otros me habían creado muy grande con su arcilla. El asunto es que dependiendo de cómo me sintieran, ese sentimiento que les producía, lo plasmaban no solo en mi propia figura, sino también en el tamaño.

Enroscada como estaba, pensaba si debía reflexionar sobre algo distinto o más bien debía intentar eso que llaman "poner la mente en blanco". Pero me daba vueltas lo que me dijo la profe, y decidí que si ya estaba sentada sobre ese potro, debía resistir tanto como una modelo de arte profesional. Advierto que para hacer este "oficio aburrido", no son necesarios muchos requisitos, simplemente querer hacerlo.

Por cada dos horas, los modelos ganan entre veinte mil y treinta mil pesos. Saquen la cuenta. No es mucho si pensamos que vivir de estar desnudo y quieto como un mármol es un trabajo que requiere algo más que perderle el miedo al cuerpo. Eliécer Ochoa es el modelo que me acompañó, el mismo al que no quise verle sus partes nobles. Él me dijo que el ejercicio es fundamental, la alimentación y la meditación. Yo cumplo con los dos primeros requisitos. Y aún así, me parecía que la quietud me iba ganando la partida.

A los quince minutos de estar ahí sentada, con música lounge de fondo, quise gritarle a Julia que me iba a morir de angustia y que les pidiera a los alumnos que cerraran los ojos mientras yo me paraba unos segunditos a tomar aire y fuerza. Pero tomé una decisión: iba a ser bien valiente y me iba a aguantar las dos horas sin estirarme para que no tuvieran que verme lo que no quería que vieran. Qué va… creo que la valentía me duró tres minutos más y no pude, tuve que rendirme ante el cosquilleo de mis extremidades, las que ya sentía con la sangre coagulada. Tímidamente dije "profe, ¿me puedo parar un minutico?". Y me dio permiso. Adiós pudor. Y esa despedida al pudor me tocó hacerla cuatro veces durante la hora y 50 minutos que estuve haciendo mi papel de modelo de arte.

Uno de los estudiantes que me pintó, quiso ahondar en aquello de que los artistas sienten las emociones de cada modelo. Me explicó que la mirada delata y que la tensión del cuerpo se hace evidente para los artistas. Y sí, es que ellos pueden ver si los músculos están relajados o no, analizan los dedos contraídos, y los de mis pies y mis manos sí que lo estaban. Yo le pregunté al estudiante cómo me sintió, y me dijo que yo estaba paralizada, con miedo y que me veía indefensa.


Devolvámonos cuatro siglos. Pasemos de esta tarde bogotana, conmigo como modelo, a uno de esos inviernos en París con modelos de verdad. Los expertos en arte sabrán que en los grandes estudios de finales del siglo XVII, el trabajo de los modelos era agotador, mucho más aburrido, y demandaba largas horas de quietud y frecuentes críticas de los pintores y escultores. Eso no era como me tocó a mí y como les toca a los modelos de ahora: nada de música, los maestros no preguntaban qué querían oír, tampoco les ofrecían cafecito ni un trago, nada.

En París, en los estudios de la Escuela de Bellas Artes, famosa desde 1648, el piso estaba inclinado para permitirles a aquellos que quedaban en la parte trasera, ver a la modelo en toda su dimensión. La modelo quedaba atrapada por horas en un mundo interior de reflexión e inmovilidad en medio de la multitud densa de artistas con toda su parafernalia.

No era fortuito que muchas veces las modelos vivieran ansiosas por mantenerse populares entre sus artistas con el fin de continuar con sus empleos, pero también con la intención de escapar del encierro de las escuelas. Muchas se convertían en las consentidas de los estudiantes y maestros fuera de los estudios. Todos los grandes pintores tenían su o sus modelos exclusivas y les pagaban un sueldo permanente. A esas escogidas entre tantas, y que gozaban de esos privilegios, los estudiantes no las veían en las academias y casi nunca o nunca posaban en las escuelas de arte.

Por esa misma época, la pose de la modelo se escogía por votación entre los estudiantes. Igualmente, los puestos de ellos alrededor de la modelo eran asignados de acuerdo con otra selección. Esto dejaba en evidencia que un estudio de arte era una especie de club lleno de gente ferozmente competitiva y exclusiva, en el que los modelos debían moverse como pisando cáscaras de huevo. Era necesario ser parte de esa condición, pero sin notarse. Respirar solo para aguantar, no para ser percibido.

Hoy nada de eso pasa. El modelo es amigo, es cómplice, propone, se ríe, se ve feliz, como Eliécer.

Por ejemplo, en aquella época durante los descansos de los modelos entre pose y pose, los nuevos aspirantes a ese oficio desfilaban ante los estudiantes, que luego votaban por los que más les gustaban. Los modelos escogidos quedaban reservados por el maestro, que les daba un día de la semana en el que debían presentarse para hacerles una inspección, en "puris naturalibus", ante la mirada crítica de los estudiantes.

Más adelante, a finales del siglo XIX, los modelos jugaron un papel muy importante para los pintores que estaban entretenidos con composiciones muy elaboradas. Artistas como Manet, Monet, Sisley y Degas, pensaban que era difícil trabajar la figura humana con toda la sensibilidad sin el acceso a un modelo.

Eso sí se repitió a través de los años hasta nuestros días. La profe Julia, que también es una artista consagrada, me decía que el cuerpo humano es como "un edificio completo. Con base en él, aprendes a dibujar, a crear volúmenes, negativos, positivos, ritmos, tensiones y emociones".

La condición anónima de los modelos por esos años, en la mayoría de las pinturas le daba un buen margen de libertad al pintor para estudiar la anatomía humana, e incluso para alterarla, sin las exigencias de lo exacto. No era fácil complacer a los artistas cuando se les ocurría concebir y contemplar a través de un o una modelo, a un Hércules, a Venus o a cualquiera de las musas, solo a través de la contemplación de la existencia puramente humana.

Ese era el caso de los modelos que debían fingir como estatuas. Pero había unos artistas, como Rodin, que pensaban que era útil que su modelo se moviera. Otros, como Gustave Courbet, casi que le daban vida a su modelo. Hay una historia lindísima de algo que representa eso y es posible verlo en un cuadro titulado A Real Allegory Summing Up Seven Years of my Artistic Life (Una alegoría que resume siete años de mi vida artística). Es un óleo de 1855 que está en el Museo d´Orsay en París. Mientras Courbet pinta un paisaje, hay una modelo desnuda que observa y su figura adquiere un significado especial: ya no es simplemente el objeto que el pintor está observando, sino que es pintada como una persona viva que ha dejado de modelar y ha abandonado su pose. Es la pintura dentro de la pintura.

Y así habrá miles de ejemplos de cómo tantos modelos anónimos de los grandes artistas tuvieron un rol imprescindible e imborrable. Los veremos eternamente en obras majestuosas, colgados en los museos más famosos del mundo, posando como los protagonistas cuando en muchos casos nunca se supo su real identidad. Denle una mirada a obras como La fuente, de Ingres; La libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix; Las espigadoras, de Jean Francois Mollet; El jardín de Pontoise, de Camille Pizarro, y una de mis preferidas, Eros y Psique, de Baron Gérard.

Justo eso fue lo que yo prentendí hacer en medio de un oficio que, en efecto, luce aburrido: ser modelo de una clase de arte y pretender la inmortalidad como muchos hombres y mujeres anónimos que hoy apreciamos en las grandes obras del arte universal.