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10 de diciembre de 2003

Navidad en Cali

Por: Gonzalo Mallarino

La Navidad en tierra caliente es distinta. Por mi barrio pasaba un río. Para empezar. Y los niños eran salvajes. Desaforados. Estaban en la calle todo el día y aprendían a valerse por sí mismos desde muy temprano. Desde chiquitos veíamos lagartijas. Arañas. Hormigas rojas. Y el río. Y las mujeres que lavaban en el río. Las mujeres negras.
En la primera Navidad en Santa Rita hicimos un paseo al kilómetro 18 de la carretera al mar a coger la lama. Para el pesebre. Era a principios de diciembre. Íbamos en la camioneta de un señor que se llamaba Plutarco. Era roja. Muy vieja. Iban también otros carros adelante. Con los grandes y las ollas y las pelotas. Y todos los niños en la camioneta de Plutarco. En el platón. Bastantes niños. Mis hermanos. Los hijos de Plutarco. Otros niños de la cuadra. Una niña negrita que se llamaba Teresita del Niño Jesús. En total diez niños. Íbamos cantando. En un tramo muy pendiente de la carretera las cadenas de la compuerta del platón se soltaron. Y la compuerta se abrió. Y empezaron a caer niños a la vía. Primero los cinco que íbamos recostados contra la puertica. Después los otros. Uno tras otro. Hasta que el platón quedó vacío y los diez niños diseminados por el pavimento. Gracias a Dios no venían otros carros. Plutarco se dio cuenta. Paró. Se devolvió. Nos volvieron a subir a la camioneta. "Ve", dijo Plutarco, "no se recuesten más en la compuerta". Y el paseo siguió.
La semana siguiente fuimos a Terrón Colorado. Era una loma pelada. Frente a mi barrio. Del otro lado de la carretera al mar. Las casas eran de lata y de cartones porque la gente era muy pobre. Fuimos a algo de un marrano. Y cuando llegamos había un marrano en un hueco grande. Contra un barranco que había detrás de la casa. Yo vi el marrano. Negro y peludo. Pero no supe que lo iban a matar. No sabía. Un muchacho forzudo se metió al hueco con el marrano. Con un cuchillo. Todos mirábamos desde arriba. El muchacho le clavó el cuchillo al marrano por la nuca. Varias veces. El marrano daba unos berridos. Manaba y manaba sangre y el marrano pataleaba y se pegaba contra las paredes de tierra. El muchacho le volvía a clavar el cuchillo. El marrano berreaba y berreaba. Los grandes miraban desde arriba. Hablaban duro. Tomaban aguardiente. Después de unos brincos y de unos jalones ya el marrano se fue quedando quieto. El muchacho lo abrió en canal con el cuchillo. Toda la ropa le quedó empapada de sangre. Y la cara. Y la cabeza. El muchacho fue sacando todo de adentro del marrano. Y poniéndolo a un lado. El corazón. Los intestinos. El hígado morado y lustroso. Todo. Al final cogió una como bolsa gris. Mojada. Y me miró a mí. Empezó a reírse. Después pegó la boca a un tubo que tenía la bolsa. La infló con aire como si fuera de caucho. Creo que era un pulmón. O la vejiga. Yo me fui para un lado y me quedé ahí. Un buen rato. Escondido. Después vino mi hermano mayor. Me cogió de la mano. Me llevó hasta unos mesones donde ya se estaban comiendo el marrano. "¿Dónde estabas, ve?", me dijo, "estábamos preocupados".
Llegó el 24 de diciembre. Primera Nochebuena en Santa Rita. Los grandes hicieron una cosa especial con pólvora. En una guadua altísima. Con palos atravesados. Como cruces. Nos dijeron que iba a ser muy bonita. Muy brillante y de colores. Con pitos. Era para prenderla después de la novena. En la loma de Terrón Colorado. Como a las seis nos disfrazaron de pastores. A varios. Con sombreros. Con unas ruanitas de tela blanca. Mi hermana hizo de Virgen. Le consiguieron un burrito y todo. Le pusieron un velo largo. Y un vestido de seda azul. Otro muchacho era San José. También con sombrero y ruana. Pero con barba. Una barba de algodón. Un muñeco era el Niño Jesús. Los demás éramos pastores o ángeles. Otros niños no eran nada. Sólo iban ahí. Con los demás. Con los grandes que iban tomando y cantando. Rezamos la novena y nos fuimos en procesión para Terrón Colorado. Subimos por un caminito de tierra. Hasta llegar a la guadua de la pólvora. Nos pusieron alrededor a los niños. Para que viéramos mejor. Los grandes se hicieron atrás. Un vecino que se llamaba Trifon era el que había llevado la pólvora. Y fue el que se acercó a prenderla con una mecha. La prendió. Al principio se vio muy bonito. Las luces de colores. Las estrellas blancas y moradas y rojas en el cielo oscuro. Pero después se apagó. Y todos nos quedamos allí. En silencio. Mirando la guadua. Desilusionados. Con todo lo que nos habían dicho a los niños de la pólvora. Tantos días esperando. Mirando desde la carretera la guadua clavada en el piso. Con la pólvora. Todos los niños alrededor. Mi hermana en el burrito tenía los ojos llenos de lágrimas. San José empezó a rascarse la cara. Por la barba. Los niños miraban sin entender. Los ángeles. Los pastores. Y de repente: ¡PUM! ¡PAS! ¡PUM! Explotó la guadua. La pólvora explotó. Pitos para todos lados. Ruidos tremendos. Luces. Estrellas fugaces de candela. Y nos chamuscó a todos. A la Virgen le quemó el velo y el vestido de seda. A San José, las barbas y las pestañas. Al niño Dios le derritió la cara de plástico. A todos los pastores, las ruanas y los sombreros. A los ángeles, las alas de papel brillante y las batas. A los demás niños, el pelo y la muda de nochebuena. Una tremenda explosión de muchos colores y de chispas que nos caían encima. Quedamos renegros. Tiznados. Chamuscados. Y después otra vez silencio. Todos los niños ahí callados. Ya nos íbamos a poner a llorar cuando Trifon dio una carcajada. Y después todos los mayores. Todos. Riéndose. Y mirándonos. Sin poder parar de reírse. "Ve, vamos para las casas", dijo Trifon, "que ya van a ser las doce". Y nos bajamos todos para Santa Rita.
En verdad la Navidad en tierra caliente era un poco salvaje.

Según la costumbre
Gonzalo Mallarino
Alfaguara
Paul Auster escribió la Trilogía de Nueva York y ahora el poeta Gonzalo Mallarino (1958) está tras la Triada de Bogotá. La primera entrega de la serie en prosa fue Según la costumbre, publicada hace escasos meses por Alfaguara. La obra, con su singular manejo de la puntuación, gira alrededor de Anselmo Piñedo, un médico que trata de encontrar la cura a una enfermedad venérea que contraen los asiduos a los burdeles chapinerunos a finales del siglo XIX. Según los críticos, Mallarino era el secreto mejor guardado de la narrativa colombiana.

Martha Rivero
Sin título (serie Laterales)
80 x 75 cm
Óleo sobre madera
2003