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21 de noviembre de 2014

Zona Crónica

El poeta de los 100 años

Nicanor Parra es el poeta vivo más importante de lengua hispana. Acaba de cumplir 100 años y el cronista Patricio Fernandez lo visito en exclusiva para SoHo.

Por: Patricio Fernandez
| Foto: León Fernández

Nicanor Parra es probablemente el poeta vivo más importante de la lengua. Le clavó una estocada mortal al lenguaje ampuloso y a los metaforones con que los antiguos poetas echaban a volar sus espíritus superiores. “Los poetas bajaron del Olimpo” es el verso más famoso de su Manifiesto. Desnudó la impostura “poética”. El libro que lo lanzó al estrellato se llama Poemas y antipoemas (1954). El 5 de septiembre de este año cumplió un siglo, y cuesta encontrar una cabeza más fresca. Si se le pregunta en qué anda, frecuentemente responde: “Buscándole el cuesco a la breva”. Se obsesiona con temas variados, que lo mantienen en vilo durante semanas o meses o años, dependiendo de la calidad del problema, “buscándole el cuesco a la breva”, es decir, escapando de la respuesta definitiva. Pasó varias décadas leyendo Hamlet, pero ahora también le merece sus dudas. Hace unos meses era la farándula; los gatos y los tordos también han tenido su momento; el nieto regalón de turno es siempre motivo de algún hallazgo sorprendente. Les roba frases que repite a cada rato. “Abuelo, dibújame un gato. ¡Yo le pongo la cola!”, le dijo un día Lina Paya —la menor de todas, hasta que nació la Tortuga—, y cuando Nicanor terminó de dibujarlo, ella agarró el lápiz y lo rayó entero. “Qué maravilla”, comenta, cubriéndose la frente con las manos. Está convencido de que la escuela termina con la genialidad de los niños.

Pasó el otoño y el invierno escuchando tangos. Los recitaba de tal manera que parecían suyos. A comienzos de la primavera, desde poco antes de su cumpleaños número 100, los reemplazó por la cueca apianá. Así llama él a esa música chilena que se desarrolló en prostíbulos y mataderos, que se baila taconeando fuerte y cortejando a la mujer con un pañuelo. Hoy se le conoce como “cueca chora” o “cueca brava”. Ya convirtió en un poema propio la letra de El huacho José, una cueca de René Inostroza. Se la aprendió de memoria y la recita: Jamás conocí a mi madre/ mi padre no sé quién fue/por eso todos me dicen/ que soy el huacho José.// Yo duermo en los matorrales/ o debajo de un peral/ echo las penas al hombro/ cuando alguien me trata mal.// Cuándo llegara ese día/ que de la tierra me iré/ escriban en un madero/ se murió el huacho José.

Abandonó la traducción de Hamlet, porque nadie le pagó el millón de dólares que cobraba por escribirla de una vez. Leonardo Farkas, un excéntrico millonario dueño de minas, llegó a ponerle una maleta con esa cifra en billetes al frente de las pantuflas, en el living de su casa de Las Cruces, pero concluyó que le estaban tendiendo una trampa, y la rechazó con la punta del pie. El año 2004, sin embargo, publicó una extraordinaria traducción de Lear rey y mendigo. En ninguna parte aparece el nombre de William Shakespeare, su autor primordial. También lo considera un libro propio, y a ratos mejor que el original. Es un espanto/ Ver al pobre viejo destartalado/ Tambaleándose de babor a estribor/ En ese maremágnum de olas contradictorias/ Hasta que pierde el juicio de frentón, escribió en el prólogo. Arriba los corazones en todo caso/ Jóvenes acostumbrados/ A las tragedias que terminan bien/ Esta no pudo terminar peor:/ En un mundo desprovisto de racionalidad/ La poesía no puede ser otra cosa/ Que la mala conciencia de la época./ Lo demás es literatura grecolatina. Asegura no creer en el plagio.

Tengo la suerte de ser su amigo. Pertenecemos a la misma mafia, según acordamos. Nicanor considera que el juego es con todas las cartas del naipe. Nada ni nadie sobra. Él sospecha de cualquier militancia excesiva. Ante una declaración de principios, se ríe por dentro. “Es que usted es filósofo”, le he escuchado responder, con bien disimulada ironía, a argumentaciones vehementes. Acto seguido saca a colación una escena diminuta o la frase de un iletrado. No juega, eso sí, cuando se trata de una conversación científica. Ahí le interesan los datos rigurosos. Mal que mal, es doctor en Física Teórica de la Universidad de Oxford.

Durante mi última visita a Las Cruces, el antipoeta acababa de celebrar sus 100 años. Lo visitó la presidenta de la república, afuera de su casa le colgaron infinidad de mensajes, conjuntos folclóricos de la zona bailaron cien pies de cueca en su honor, y ese 5 de septiembre al mediodía en punto, entre otros muchos homenajes, se leyó en todos los liceos, radios y canales de televisión su poema El hombre imaginario. Michelle Bachelet lo hizo desde el Palacio de la Moneda, y horas más tarde, sobre la fachada, fueron proyectadas escenas de su vida y reproducida su voz, mientras el Tololo (nieto mayor) tocaba el piano frente al gobierno en pleno y millares de ciudadanos. Él, sin embargo, no participó en nada. No dio la cara. No permitió siquiera que lo filmaran ni que le sacaran fotografías. La que aquí aparece se la saqué escondido. Considera que ya no está para figuraciones, aunque no es difícil adivinar una cierta coquetería en su reserva.

Cuesta describir lo bien que se encuentra este poeta secular sin dar la impresión de que uno ficciona. Ya no se pone de pie con un puro salto —como hacía hasta hace un par de años atrás, cuando todavía manejaba su Volkswagen escarabajo (aún estacionado en la puerta)—, pero ya de pie, con tal de encantar a una mujer presente, baila la cueca que tenga sonando. Y lo hace con estilo. En eso estaba la tarde del 3 de septiembre, dos días antes de su cumpleaños, cuando Rosita, su única ayudante, avisó que preguntaba por él el alcalde de Chillán, la ciudad en que pasó su infancia.

—Dice que es el alcalde Castilla —informó Rosita.

—¿Castilla? Será Canilla —aclaró él.

Explicó que en su curso del colegio había un Canilla, pero nunca había escuchado que los Castilla fueran de allá. Acto seguido recitó la lista de sus compañeros de curso: “Amanquilao, Arteaga, etcétera, etcétera”, hasta más allá de la mitad, y cuando Rosita lo detuvo para saber qué quería que le dijera al alcalde, porque esperaba en la puerta, Nicanor ordenó: “Dígale que lo espero para el segundo centenario”.

Después recordó el terremoto de Chillán de 1939, cuando él tenía 21 años. “La ciudad quedó en el suelo —me dijo— y había muertos por todas partes”. La ciudad sureña de Chillán debe haber sido entonces completa de adobe. “Al patio del liceo —me dijo— llegaban los cuerpos. Los ponían uno al lado del otro, y aparecían los vecinos buscando a sus parientes”.

Nicanor nació cuando se viajaba a pie. Siendo niño, caminó por la berma de los caminos de la mano de su madre, la Clara Sandoval. Iban de un pueblo a otro persiguiendo a su padre fugitivo. Nicanor Parra Parra, entre otras cosas, tallaba tapas para las pipas. “Las pipas” eran los recipientes enormes en que se guardaba el vino. Junto a ellas “el papá” se ponía a cantar. “De las pipas —me cuenta— se pasó a los barriles, después a las damajuanas, después al chuico, hasta llegar a esto, a la botella”, y apunta el envase que está sobre la mesa, y uno tiene la sensación de haber recorrido el siglo XX con él y la mutación de los recipientes. Habla de un Chile en que todos los hombres estaban borrachos a las 6:00 de la tarde. No era hombre el que no tomaba.

Es raro, sin embargo, que Parra se vuelva al pasado. La nostalgia no es lo suyo. “¿Qué hacer ahora?” es una inquietud que no lo deja en paz. Meses atrás, se le apareció su hermana Violeta en un sueño y le preguntó por qué no se mataba. Ella, la hermana que le seguía, lo hizo con un disparo en la cabeza, el año 1967, poco antes de cumplir los 50.

“El otro día estaba mirando a la Tortuga (su nieta menor) —me dijo— y con esa imagen en la cabeza me hubiera gustado morir”. Entonces nos pusimos a conversar sobre la muerte. “Más ordinario que la muerte no hay”, soltó de inmediato. Se le había instalado entre ceja y ceja que le quedaba poco.

—El Barraco (como todos llaman a su hijo menor) volvió de China con lo último que se está manejando en torno a la materia. O sea, que la otra vida sería exactamente igual a esta —dijo Nicanor.

—¿Cómo que igual?

—Igual, igual. Tú te mueres, y no pasa nada. Siguen sucediendo las mismas cosas.

Según él, Borges pensaba lo mismo, solo que añadía que en el otro mundo las puertas eran más bajas.

—Vivaracho Borges, ¿ah? —comentó a modo de reconocimiento.

—¿Y te da miedo la muerte? —pregunté.

—Nooo. Como dice el Tao, hay que estar preparado para morir ahora mismo o vivir otros mil años. ¿Quién puede decir lo que es la muerte?

—Capaz que a uno se lo coman los gusanos y punto —dije para provocar.

—¿Y quién sabe lo que es un gusano? —respondió haciendo un aro en la chacota—. Podrían ser larvas de ángeles. Nooo. Estas son especulaciones inútiles.

Su filosofía es tan vacía como la democracia. Ahí las prédicas de los sacerdotes valen lo mismo que el grito de un verdulero, las piedras preciosas conviven de igual a igual con los palos tallados y las grandes construcciones mentales comparten territorio con las preocupaciones de los niños. “Hay que darle más bola al discurso infantil”, recuerda cada tanto. No son las declaraciones “inteligentes” las que quedan reverberando en su cerebro, sino las inclasificables. Es muy raro que cite a un académico o a un pensador. Su cantera de frases célebres está en otras partes: en la prensa, el barrio, los amores y los libros menospreciados. La antipoesía está bien lejos de ser un chiste, o al menos un chiste pasajero. Contiene la construcción ideológica, o antideológica, más completa y original que pueda hallarse por estos lados. Defiende “la contradicción sin conflicto”, la “economía mapuche de subsistencia”, que “la izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”, hacer brotar un mundo de la nada/ pero no por razones de peso/ por fregar solamente, por joder.

Penetró nuestra cultura con las palabras sencillas que todos entienden. Su estrategia: poemas disfrazados de antipoemas. Apostar siempre a la otra cara de la medalla para insistir en que no existe una moneda sin las dos. En la inmodesta historia de la literatura chilena, a la voz del pueblo —protagonizada por Neruda— enfrentó la voz del individuo, y a la cordillera de Los Andes, la cordillera de la Costa.

Nada en él se emparenta con la derecha nacional. Si acaso se le puede considerar un liberal, sería un liberal popular. Sus argumentos no provienen de la economía. Los millonarios nunca le han llamado mucho la atención. De hecho, no recuerdo que haya rescatado frases salidas de sus bocas. No obstante, los conquistó a todos. Hoy cuesta encontrar a alguien que despotrique contra Parra (más allá de los que respiran despotricando), y eso que alguna vez no halló asilo en ningún lado. Para los católicos fue un hereje demoniaco; para los conservadores, un comunista y para los comunistas, un reaccionario vergonzante. Después de tomar una taza de té con la esposa de Nixon, la izquierda lo anatemizó. Sucedió en plena Unidad Popular, y lo aislaron. Pocos se atrevían a mostrarse en público con él. Llegó a sentarse en un banco del Instituto Pedagógico, donde hacía clases, con un cartelito al frente que decía: “Doy explicaciones”.

Durante mi última visita, estaba rodeado de regalos. El pequeño living de su casa frente al mar estaba lleno de cosas dando vueltas. La ropa que tenía puesta era toda nueva, cosa muy rara en él, que por años se vistió en las tiendas de ropa usada. Le pregunté cómo había vivido las celebraciones, pero “bueeeno…”, como quien suspira, fue lo único que dijo. Después nos pusimos a leer la carta que su hermana, Violeta Parra, le envió antes de morir, “escrita momentos antes de clic’”, dijo haciendo el gesto de un disparo. Nunca ha querido publicarla, porque muchos quedan mal parados. Su frase principal, en todo caso, asegura que es: “Me cago en los discursos de despedida”. Se le ve tan vivo, que no tiene para cuándo.

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