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19 de junio de 2007

Nuestra Playboy

Cuando se me propuso el tema presente ¿es SoHo una Playboy chiviada, de inmediato una cáustica voz interior, que suele meterme en problemas, respondió: ¿chiviada? Para nada: todas las pajas se parecen. Luego pensé que un día de estos SoHo nos dará arriesgados consejos en materia onanística y que entonces se verá que el abanico de posibilidades manuales es inmenso. Retiro, por lo tanto, mi primera respuesta.

Por: Andrés Hoyos
Andrés Hoyos, director de El Malpensante, visitó las oficinas de SoHo con toda la intención de darnos palo y ver qué tanto hay de cierto cuando comparan la revista con la de Hugh Hefner. | Foto: Andrés Hoyos


Confieso que a SoHo la veo a veces, mientras que hace años dejé de leer y de comprar Playboy. Pero sí, durante la prolongada adolescencia pasaron por mis manos dos o tres docenas de ejemplares de la revista de Hugh Hefner, así que me siento en relativa capacidad de reconstruir su trayectoria. Las primeras copias que vi a fines de los sesenta y comienzos de los setenta —yo estaba en el colegio en Estados Unidos y necesitaba malamente andar con mujeres, así fueran de papel— traían unas conejitas más o menos frescas y extremadamente tetonas, a las que el fotógrafo parecía sorprender en el jardín de la casa regando las matas o recién salidas de la tina. Lo usual era que las mostraran sentadas con las piernas cruzadas o puestas de tal manera que no asomara la pelusa. Sus miradas no eran carnívoras y no decían "¡desvístete!". No, según una fórmula conocida de Hefner, lo que él quería era que sus lectores pensaran en "la chica de al lado pero desvestida". Dicho de otro modo, la idea era empelotar a Barbie. No por coincidencia la famosa muñeca, inventada también en los años cincuenta, era tetona y piernilarga.

De repente las tetas se volvieron más mesuradas. Quizás los años sesenta habían dejado en el aire una imagen de mujer menos maternal, más estilizada, de suerte que por un rato la hiperláctea Jayne Mansfield dejó de ser el ideal. Sin embargo, pronto volvieron a crecer las tetas, la pelusa asomó en las fotos y al poco tiempo el vello púbico se exhibía en toda su frondosa extensión. En retrospectiva uno se pregunta por qué dieron este peligroso paso piloso. La respuesta es que lo dieron porque habían salido al mercado revistas más arriesgadas, estilo Penthouse, y porque la industria porno había empezado a captar adeptos a los que ya no les bastaba con contemplar a Barbie sentada en un columpio de suburbio, ligera de ropas.

Si se me permite un salto temporal a la revista chiviada, SoHo ya muestra frente a sus conejitas de altiplano semejanzas y diferencias con su hermana chuchumeca, pese a que a los ocho años de edad está apenas en la tierna infancia. La diferencia más notoria es que aquí a las modelos no les pagan, salvo tal cual carambola a tres bandas para el caso de Amparo Grisales. Algunos dirán que las chicas colombianas están mal aconsejadas, en particular si son actrices o modelos que aspiran a carreras internacionales. Otra explicación posible es que las semifamosas colombianas son más culiprontas que las gringas, y algo de eso hay. De cualquier modo, los tiempos son otros y un desnudo en el prontuario pesa menos ahora que hace cuarenta años. Más importante, sin embargo, es saber hasta cuándo los lectores aceptarán imágenes que no tienen relación con un contenido que de por sí es banal cuando de las modelos se trata. ¿A cuántas nenas de esas se les puede preguntar con provecho si les gusta motelear?

De regreso a Playboy, la revista llegó a sobrepasar los siete millones de ejemplares a mediados de los setenta (hoy circula tres), y los dólares entraban a raudales, más o menos como hoy entran los pesos en las arcas de SoHo. Sin embargo, el obvio camino que seguía no resultaba apetecible para una revista pretenciosa: aumentar el vatiaje porno, hasta salirse del mainstream. De ahí que detuvieran por un tiempo la radicalización visual y trataran de darles vuelo a las mujeres que salían en cueros en la revista, es decir, que pretendieran mezclarle personalidad a la receta. Solo que desde cualquier óptica que se lo mire el intento fue un fracaso. Aquí y allá una cantante pop, una modelo, una actriz de televisión o una deportista conocida aceptó posar viringa para Playboy, pero habría que zarandear mucho la lista para sacar quince nombres de fama sostenida a lo largo de una década de publicación.

De resto, la lista de las playmates conduce de regreso a la chica de al lado. La razón no es muy misteriosa. Interrogadas fuera de cámara, muchas conejitas dicen haber aceptado salir en Playboy, no por la plata, que no deja de ser cuantiosa, sino por razones de carrera. ¿Una carrera que se inicia posando desnuda en un país con raíces puritanas? Vaya perspicacia. La revista suele incluir una microbiografía de la conejita con fotos de infancia y respuestas sugerentes. Bendita la necesidad que hay de esto. Al revisar en internet las biografías reales de muchas de ellas, la conclusión es descorazonadora: las Barbies de suburbio que se empelotan para Playboy no son muy inteligentes. Sí, a alguna la mató el marido por andar brincando de cama en cama y luego se hizo una película sobre su vida; otras se tostaron el escaso cerebro a punta de drogas, sexo y rock'n roll, mientras que la mayoría terminó haciendo anuncios para ferreterías o vendiendo finca raíz en sus pueblos de origen. En realidad, las pocas afortunadas fueron las que se casaron con Hugh Hefner para luego engordar... la cuenta bancaria. Y como todo empezó en 1953, ya varias llegaron a abuelitas, unas abuelitas divorciadas con frecuencia. ¿Será que sus maridos primero las quisieron encerrar en la jaula y luego se abstuvieron de perdonarles el viejo encuere para pajuelos? Dejo la conjetura a mis estimables lectores.

La última decisión que Playboy tomó, ella sí fatal, vino en 2001 cuando a las conejitas les empezaron a afeitar la cuca. Y es que, haga lo que haga Barbie en la intimidad de su casa, una cuca afeitada es símbolo ineludible de pornografía pura y dura.

He llamado a Plaboy una revista pretenciosa y, en efecto, lo era. Siempre quiso mezclarle escritura sofisticada a la receta y, al menos en un género periodístico, dio en el clavo con estruendo. Aunque sus caricaturas a color podían ser estupendas y en ocasiones la revista publicaba magníficos cuentos y perfiles, el gran éxito editorial fueron las audaces entrevistas que empezaron en septiembre de 1962 con la que le hicieron a Miles Davis, el trompetista de jazz. Después vinieron, entre muchos otros, Frank Sinatra, Bertrand Russell, Billy Wilder, Nehru, Albert Schweitzer, Nabokov, Jack Lemmon, Bergman, Muhammed Ali, Ian Fleming, Martin Luther King, Los Beatles, Mastroianni, Sean Connery, Al Capone, Fellini, Dylan, Mel Brooks, Orson Welles, Antonioni, y todavía no hemos llegado a 1970. La lista sigue copiosa y vista en su conjunto es sencillamente deslumbrante. Por lo demás, el estilo de las entrevistas marcó una época, pues debido a las características del medio que los entrevistaba, los invitados se sentían libres de hablar a calzón quitado y siempre había en el ambiente un interesante calor confrontacional.

Pero ahora, a más de treinta años de distancia, al hojear cualquier edición de Playboy se puede comprobar que el nivel intelectual de la revista ha languidecido. Sigue habiendo buenas entrevistas, pero ya no logran sentar en el banquillo al equivalente contemporáneo de Vladimir Nabokov. Con los años y los errores el modelo de Playboy se cansó. La revista ahora parece una naranja exprimida. Dirá Hefner que durante décadas el jugo fue a dar a su cuenta bancaria y que le quiten lo exprimido. Pero hay algo patético allí. En una de esas, la organización de la revista dio el paso hacia gargantas más profundas, un paso feo, así haya resultado salvador para las finanzas de Hefner. Los desteñidos y escabrosos negocios resultantes ahora están en manos de Christie Hefner, la hija que Hugh tuvo con su primera mujer, y dos tercios de las ganancias las producen los canales de televisión y demás material audiovisual hardcore de la empresa. Playboy en la actualidad representa el clásico paradigma de una marca universalmente conocida que en el fondo no sirve para nada, pues bajo su amparo no se puede vender ningún producto que no tenga sabor porno o de mediopelo. En la página corporativa se enorgullecen de que circulan más del doble que GQ, pero basta con sopesar un ejemplar de esta última revista para saber que contiene el doble o el triple de publicidad que la de Hefner. Y si el tiraje es la mitad, ni hablar de rentabilidades.

Todavía más dramático resulta comprobar que el estilo de vida patentado por Hefner pasó de moda hace muchos años. ¿A cuántas fiestas en un yate con nenas empelotas bailando y con tipejos borrachos mirando quiere uno asistir en la vida? ¿A una, a dos? ¿Y qué pensar a estas alturas del hombre que da las fiestas en las mansiones de Chicago y Los Ángeles, un adicto a la Pepsicola que se la pasa todo el día en piyama? De la historia que empezó con una supuesta conversación entre él y su nena sobre Picasso, Nietzsche, jazz y el sexo, al calor de una música suave y con un coctel en la mano, no queda mayor cosa. Sintetizando, la que hoy es chiviada es Playboy.

Claro, la preadolescente SoHo tiene todavía varios caminos a su disposición. Partiendo de que en sus páginas la relación entre forma y contenido es muy tenue, convengamos en que la fórmula de base es igual a la de la envejecida Playboy y que consiste en mostrar mujeres desnudas. Primero las sacaban ligeras de ropa, luego las desnudaron casi del todo y hace poco apareció el emblemático vello púbico en la entrepierna de una diva veterana que uno no imaginaba en esos trotes pasados los cincuenta años. La edición, me cuentan, se vendió como pan caliente. Hay otro factor de parentesco: todo indica que las antiguas chicas Águila que salen desnudas en SoHo no son en promedio más inteligentes que las Barbies tetonas que toda la vida han aparecido en Playboy. Ellas también quieren echar a andar sus carreras, y si las aspiraciones son apenas locales, puede que el chiste les funcione por un tiempo. Pero es bien posible que aquí también se gaste el exotismo de la nena transida y toda brillantita que posa en cueros sobre una gran roca de río, a la manera de las iguanas, y que quién sabe por qué razón tiene esa manía de cruzar el brazo encima del busto como si un marciano estuviera a punto de clavarle una lanza.

En cuanto al contenido, SoHo usa la vieja fórmula que han probado no solo Hefner, sino Esquire y otras revistas, y que consiste en mezclar a las provocativas nenas con plumas conocidas (gracias por la deferencia) a las que en este caso les proponen temas y ángulos ingeniosos. Aparte, claro, se incluyen textos sobre carros, comida, ropa y muebles, que funcionan bien, como también funcionan los columnistas, con todo y que Eduardito Escobar agotó hace rato lo que tenía para decirnos sobre el milenario sentimiento del amor. En contraste, los más ambiciosos géneros del periodismo son poco visitados por SoHo. Solo en la gorda edición de aniversario ve uno una crónica larga o un perfil de fondo. ¿Por qué? No lo sé. Supongo que la visión vigente presume lectores en estado de perpetua adolescencia y que la imaginación de los dueños y los editores de la revista se paraliza al verla llena de anuncios y con una lecturabilidad impresionante. Dirán: ¡no la toque, que así está bien! No obstante, yo dudo que sea posible sostener en el tiempo un modelo que consiste en pedirle a un escritor que ilustre la frase "yo viví este dicho en carne propia" o que hable de las virtudes de la comida de la abuelita o de las discotecas del barrio donde se crió. Tampoco le veo largas perspectivas a la propuesta de llevar a los autores a hacer de mosco en leche en un contexto que no es el propio. Los editores de SoHo son muy trabajadores y profesionales, según pude comprobarlo durante mi visita, pero el enfoque da literatura de segunda. Para la muestra, este texto.

Además, ya se vislumbran en el horizonte los mismos problemas que Playboy resolvió mal. Cuando se entra en materias vellosas, el cisma es inevitable: los lectores más ruidosos ya no se conformarán con menos, mientras que el lector promedio estará un poco al final de su voyerismo. Y aunque después de tanta imagen espeluznante quizá el puritanismo ambiente en Colombia sea menos tenaz que el americano, la paja, nos sugerirá esta revista un día de estos, es a lo sumo un hábito para las horas muertas. Espero, cruzando los dedos, que no les dé por afeitar cucas, pues ahí sí sería el acabose.

¿Por qué, se pregunta uno, no centrarse en personalidades interesantes, como digamos Marcela Gardeazábal, la bella y talentosa actriz que por estos días sale en el estreno de Satanás, en vez de andar hurgando por debajo de las costuras de los bikinis? Existe incluso una solución voyerista intermedia que consiste en conseguirse a un Vargas que quiera dibujar algo tan gracioso y añorado como las Vargas Girls que alguna vez salían en Esquire y en Playboy. A esas se les puede dibujar el pubis sin que pase nada.
En fin, el espejo manchado de Playboy está a la vista. Si alguien quiere mirarse en él, que se mire.