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22 de abril de 2010

Nuestro Melrose

Desde este mes ya puede encontrar en las librerías del país Animales domésticos, el nuevo libro de cuentos del escritor Antonio García. Para que se antoje de comprarlo, un adelanto: un cuento en exclusiva para SoHo llamado 'Nuestro Melrose'.

Por: Antonio García
Ilustración Jean Paul Zapata 2010 | Foto: Antonio García

Fue durante la época en que Ruth presentaba MTV Latino y el bar más lleno del hemisferio occidental, ubicado en Bogotá y llamado El Antifaz, estaba en su etapa de mayor concurrencia. Era feliz o creía serlo, que viene a ser casi lo mismo. Después de un par de años trabajando en radio estaba prácticamente desempleado. Pasaba mis días leyendo, escribiendo y jugando PlayStation. Un día me llamó Fernando Ramírez, que enseñaba Teorías de la Comunicación y de quien fui monitor durante buena parte de la carrera. Yo le decía Ferdinand y él me decía Antoine, un chiste que no vale la pena explicar. Ferdinand me llamó y me dijo Antoine, tengo que renunciar a mi clase por un problema de horarios: lo propuse para reemplazarme. A mis veinticuatro años me convertí en el profesor más joven de la facultad.

Tenía un apartaestudio en el edificio Girasoles, que estaba a dos cuadras de la Clínica Marly, y desde hacía seis meses andaba con Laura. Era pecosa y, aunque su pelo era negro, tenía cara de pelirroja. Laura vivía cerca al Hospital Militar, en un apartamento con vista portentosa a la ciudad que contrastaba con mi mediocre panorama de segundo piso frente a un instituto de enseñanza intermedia. Dormíamos juntos casi siempre, la mayoría de las veces donde ella, aunque su casa me producía alergia. Siempre he sufrido una rinitis brutal que, cuando se activa, me hace estornudar sin pausa. Yo permanecía cebado de noxpirines y dristanes, pues Laura tenía cientos de adornos que colgaban del techo, estantes con botellas pintadas a mano, muñequitos de plástico, antigüedades y cachivaches que acumulaban polvo y ácaros. Tirábamos todas las noches, o casi todas. Ese ha sido el tiempo con más concentración de polvos y antigripales de mi vida. Ella no era muy dada a los preámbulos, sexo oral, masaje, lamida de pies y esas cosas: había algo agresivo y urgente en el inicio de nuestras jornadas, que iban adoptando un ritmo cada vez más sosegado. A la inversa de la naturaleza y el sentido común, Laura alcanzaba el clímax por desaceleración. Nunca he visto a nadie, ni en películas ni en la vida real, venirse de semejante manera. Su espalda se arqueaba en una curva imposible, blanqueaba los ojos, todos los músculos de su cuerpo se contraían al punto que parecía hecha de piedra, dejaba escapar un gemido como de infinito dolor y, tras un par de espasmos similares, quedaba prácticamente desmayada. Yo me sentía como un héroe. Antes tenía una novia con la que me comportaba como eyaculador precoz. Con Laura yo era un verdadero corredor de fondo. Cuando no estábamos tirando salíamos a cine, íbamos al campo, hacíamos fondues de queso, íbamos a El Antifaz y oíamos música. Tenía gustos mucho mejores que los míos. Recuerdo que entre sus discos estaba el Unplugged de Nirvana y el OK Computer de Radiohead, que luego serían importantes en mi vida (en ese entonces yo estaba anclado al rock en español y los one hit wonders de los ochenta). Otra cosa que nos hacía opuestos era que a ella tan solo parecía importarle la estética: si algo era bello podía ser incómodo o aparatoso, eso la tenía sin cuidado; para mí, en cambio, siempre han primado la utilidad y la comodidad. Por eso todo lo mío se veía más ordinario, más feo cuando ella o algo suyo estaba cerca de mí. Éramos la dama y el vagabundo. La amaba, sin duda, y a veces ese amor se manifestaba con una fuerza que me escocía el alma.

Pero todo paraíso tiene su serpiente y todo cuento de hadas su manzana envenenada. Raquel Reyes había sido novia de La Vaca hacía años, en la época de las botas Reebok, los buzos Benetton con raya blanca y los jeans frosted entubados. Raquel aguantaba, era bonita a ratos. Tenía buen culo. Volví a encontrármela años después, cuando empezó a salir con Julio, un amigo nuestro que había estudiado piano y hacía jingles. Luego Julio administraría un bar llamado Lady Pepa y después se volvería chamán, pero esa es otra historia. No sé cómo empezaron a salir ellos dos o quién los presentó. Corrían esos años en que todos conformamos nuestro Melrose Place y éramos bastante endogámicos. El caso es que me encontraba a Raquel cuando había reuniones de amigos o iba adonde Julio. Raquel se convirtió en la serpiente de mi paraíso cuando un día, desprevenidamente, me contó que era amiga de Alicia Franco, mi manzana envenenada.

Alicia era la mayor del curso que yo dictaba. Había estudiado algunos semestres de Diseño Industrial antes de entrar a la carrera. Alta, flaca, tetas de pezones salientes, pelo corto, cinturita, culazo. Para más señas, era modelo y actriz. Lo dijo el primer día, cuando les pedí que se presentaran. En todos los semestres de Comunicación Social hay una modelo o una reina o una actriz. Esta era modelo y actriz. La reina era otra, a quien yo no le daba clases pero conocía las leyendas que circulaban sobre su proverbial estupidez. La presentación de Alicia, diciéndose modelo y actriz, me hizo presagiar lo mismo, pero pronto me di cuenta de que estaba muy equivocado y había sido víctima de mis prejuicios. Los mejores trabajos, con excepción apenas de Bárbara Méndez y Mafe Terán, eran los suyos. Tenía una prosa clara, expositiva y amena con la que relacionaba ideas de forma inusitada y deslumbrante. La veía en clase un par de veces a la semana, luego me olvidaba de ella y me iba a mi casa o a la casa de Laura. Raquel y Alicia se encontraban menos que Alicia y yo, pero en esas ocasiones solían ponerse al día en sus vidas. Alicia había elogiado mis clases y le había dicho que yo le parecía papacito, sin saber aún que Raquel y yo nos conocíamos. Luego de enterarse, le advirtió a Raquel que se olvidara de lo que había dicho de mí, que jamás me lo mencionara. Una cosa que caracterizaba a Raquel desde sus tiempos con La Vaca era que no se le podía confiar ningún secreto. ¿Utilizó la palabra papacito

, pregunté, ¿o dijo algo más? No me acuerdo... tal vez, o eso fue lo que creí entender yo, respondió Raquel. No volvimos a tocar el tema.

Empecé a preparar mis clases para Alicia. Quería demostrarle que yo era el tipo más brillante y encantador del mundo. Podía convertir una explicación en un stand-up comedy, echaba mano de ejemplos divertidos para explicar las estructuras de repetición, me inventaba situaciones ficticias que envolvían a los estudiantes, de vez en cuando hacía clases campestres en los terrenos de la universidad, planeaba qué ropa ponerme... en fin, el pavo real desplegando su plumaje.

Quien vino a apuntalar mis tentaciones fue Pedro, un amigo que también estaba desempleado. A veces nos veíamos en mi casa con Tatiana, que en ese entonces era novia del Pote Jiménez, jugábamos Silent Hill, Resident Evil, Tomb Raider, Mortal Kombat, Gran Turismo y Crash Bandicoot en mi PlayStation. Una noche, cuando Tati ya se había ido, Pedro insistió en que pusiera la telenovela de las diez. Era una producción estilizada y vana que trataba de todas las tensiones y emociones que se viven en torno a una agencia de modelos. Para mi sorpresa, en las primeras escenas apareció Alicia. Ella era parte del grupo de extras con mínimo parlamento que sirven de ambientación, modelos que daban credibilidad al hecho de que la historia sucediera en una agencia. Apenas la vimos, Pedro dijo ¡Mompelié, esa del topcito verde es la más rica de todas! Nos llamábamos recíprocamente Mompelié, como en esa novela de Tomás González en que los hermanos se apodan Pacho Luis: otro chiste interno que no daría risa si lo explicara. Esa es alumna mía, le dije. ¡No joda!, me respondió con incredulidad. Me hizo jurarle que lo llevaría un día a clase. Le conté de la conversación con Raquel y quedamos en que él iría en calidad de analista. Laura salió tarde de la oficina y vino a recogerme. Pedro aprovechó para que lo acercáramos a la casa de Tania, su ex novia o quizá su novia. Dependía de en qué parte del ciclo estuvieran. Tenían una relación en gerundio: siempre estaban terminando o volviendo. Lo dejamos allá y fuimos a dar una vuelta. Ella manejaba sin rumbo del centro al norte y del norte al centro. Solíamos tener largas conversaciones acerca de nada mientras recorríamos la ciudad. Paramos en un Star Mart y nos tomamos una cerveza en una de esas mesas de lata que tienen las gasolineras, cuya temperatura está por debajo de cero grados centígrados en las noches bogotanas. Me preguntó si estaba triste y por qué andaba tan callado. Esa noche, en un sopor de antipiréticos, descongestionantes y antihistamínicos, mientras Laura se retorcía en un tajante orgasmo, yo fantaseaba con Alicia.

A la siguiente clase estaba Pedro entre mis estudiantes, pendiente de todo. Alicia tenía una blusita blanca desjetada que corría abierta sobre sus tetas y se le escurría por un hombro, unas gafas negras que se había dejado sobre la cabeza y unos pantalones de batik. Estaba preciosa. Se sentó adelante. Participó dos veces. Pedro, luego, se pasaba la mano por la cabeza, ¡No, Mompelié!, qué enfermedad, ¿cómo se puede concentrar con esa hembra ahí, en la primera fila? Seguía, imparable, incrédulo: ¡Nooo, huevón!, ¿yo por qué no estudié Comunicación? Luego, cuando entramos a sus impresiones sobre la actitud de Alicia, el veredicto era que había algo en ella, un interés que la delataba. Ya había transcurrido más o menos un mes desde que Raquel apareció con el chisme. Al poco tiempo visité a Julio y le pregunté a Raquel si sabía de Alicia, si había alguna nueva. Ella me dijo que nada, que apenas se habían visto una vez y, cuando Raquel le preguntó por mí, Alicia evadió el tema. Eso me dio ánimos. No le encargué que me averiguara nada y procuré no decirle nada más, pues Raquel era y quizá siga siendo toda una agencia de noticias.

Esa noche Laura dormía mientras yo rumiaba una idea: si Alicia conoce la naturaleza de Raquel, la utilizó como mensajera. Fingió no saber que nos conocíamos y le soltó el dato. Quería mandarme el mensaje. El siguiente trabajo que debían entregarme era un ensayo sobre Ceci n‘est pas une pipe, el texto de Foucault sobre Magritte. Alicia escribió sobre la seducción, sobre la indiferencia como apariencia, sobre el juego de impresiones y equívocos que se manifiestan en el flirteo, utilizando como ejemplo La edad de la inocencia, película que se había estrenado hacía unos cinco años, basada en la novela de Edith Warthon, y en la que Alicia encontró los desdoblamientos entre realidad y representación que plantea Foucault en su ensayo. Un texto brillante, como siempre, pero lo verdaderamente significativo era que validaba mi teoría. Releí unas tres o cuatro veces el ensayo, hallando pistas, convenciéndome de que Alicia quería decirme algo más. Menos mal Laura no andaba por ahí.

En efecto, las relaciones entre Alicia y yo eran de la misma naturaleza que los amores truncos de Newland Archer y Ellen Olenska en La edad de la inocencia. No me atrevía a cruzar la frontera profesor-­alumna. Si algo iba a pasar entre nosotros, sería cuando se acabara el semestre. Faltaba poco más de un mes. Justo a partir del trabajo de Alicia surgieron tensiones con Laura. Habíamos llegado al punto en que era ridículo tener dos casas. Lo ideal era que yo me pasara a su apartamento o ella al mío. Empecé a sacar excusas, a pedir prudencia y tiempo para ajustar las cosas, cuando antes me había mostrado tan ansioso como Archer por casarse con May Welland. Ya tenía la mente y el corazón puestos en Alicia.

Hacia el final del semestre tuvo lugar un eclipse de sol. La plazoleta frente a la facultad era un hervidero de gente que sostenía radiografías, rollos fotográficos velados y otros artilugios para verlo sin quedarse ciego. Parecía un baile de máscaras. Yo tenía unas gafas de cartón con láminas oscuras que había comprado a un vendedor ambulante. No había un solo sitio libre. De pronto, Alicia atravesó el mar de personas cuidando dónde pisar, buscando un lugar para sentarse. Cuando nuestras miradas se cruzaron, yo recogí las piernas, dejando un mínimo espacio a mi lado. El corazón se me iba a salir. Dispersos en la plazoleta había otros estudiantes del curso, pero quedamos como un islote, sin nadie cerca. Había una tuna al otro lado, cinco tipos vestidos con batas y chales afinando sus instrumentos. ¿Ve allá a los de la tuna? Supe que han preparado todo el Dark Side of the Moon, con pandereta y bandola, ahorita que empiece el eclipse vamos a oírlos, le dije. Laura reía del chiste malo y se recostaba levemente en mí. Me invitó a la presentación de su electiva de teatro, al día siguiente, en el auditorio Rubén Darío. Le comenté sobre su papel en la telenovela. Me dijo que decía una frase cada diez capítulos, pero estaba contenta porque era su primer papel en televisión. El sol recibió el mordisco sombrío de la luna y, cuando llegó la oscuridad, fue un momento de silencioso entendimiento. Yo estaba más pendiente de ella que de lo que ocurría en el cielo. En un momento nos miramos y pareció que estábamos a punto de besarnos. Cuando los astros se alejaron y volvió la luz matutina (¿o había ocurrido por la tarde

), Alicia dijo que debía irse porque hacía rato la estaban esperando. ¿Se quedó conmigo a pesar de tener una cita con alguien más

, le pregunté. Se puso roja y sonrió sin decir nada. La gente empezó a dispersarse, el show había terminado. Alicia se fue por las escaleras que bajan a la carrera Séptima. Un segundo antes de perderse de vista, con la cabeza a ras del piso, volteó a mirarme.

La obra era una adaptación de Héroes, la novela de Ray Loriga. El director­-dramaturgo era un tipo moreno, medio hindú, de unos cuarenta años, que también era profesor de la facultad. Yo lo conocía de vista, nunca me dio clase. La obra era una sucesión de escenas deshilvanadas donde todos los actores tenían gafas oscuras y chaquetas de cuero. Sonaban canciones de Bob Dylan, Lou Reed, David Bowie y La Polla Records. Alicia hacía un papel de gótica suicida que recitaba poemas de Alejandra Pizarnik junto a su propia lápida. Aplaudí a rabiar cuando bajó el telón. Me quedé en el auditorio esperando que Alicia saliera para felicitarla. Se alegró al verme, vino, la abracé y me dio un beso en la mejilla. A su lado había otras personas del grupo. El director me saludó con una levantada de ceja, yo también, pero Alicia insistió en presentarnos. El tipo empezó a interrogarme sobre cómo me había parecido la obra. Cuando estaba a punto de interrumpirlo para preguntarle a Alicia si quería tomarse un café conmigo, apareció un pelado enjuto, con camiseta barata pegada a su cuerpo, pelo rapado a los lados y parado con gel encima del cráneo. Ese estilo que los gringos llaman mullet y que en Colombia siempre ha sido un corte de navajero o futbolista. Alicia me agradeció por haber venido y me dijo que nos veríamos en clase. Se despidió del grupo y se fueron. Quedé contrariado, como sintiendo que había perdido el tiempo yendo a verla. Llamé a Laura. Ella debía trabajar hasta tarde, llegaría después de medianoche a mi casa.

Por esa época Raquel dejó de salir con Julio y luego la trasladaron a Quito. Nunca he vuelto a hablar con ella, salvo las tres frases de rigor en Facebook. Según su página, trabaja en Nestlé, vive en Guayaquil, tiene dos hijos.

El último día de clases, cuando entregué las calificaciones, Alicia me dijo que estaba buscando desesperadamente El teatro y su doble, de Artaud, y no lo encontraba. Le dije que lo tenía y que era un libro buenísimo, aunque apenas sabía de su existencia. Intercambiamos teléfonos para encontrarnos y prestárselo.

Estuve con Laura todo el fin de semana siguiente. No hicimos nada, ni siquiera el amor. Eso, entre nosotros, era un signo de que las cosas iban mal. Era mi culpa, por supuesto. Pensaba en Alicia todo el tiempo. Me llamó el sábado, pero en ese momento no pude contestarle delante de Laura. Salí a la tienda con el pretexto de comprar algo y aproveché para devolverle la llamada. Quedamos en vernos el martes. Laura y yo terminamos el domingo. Yo traté de construir un argumento coherente, algo que reemplazara y ocultara las verdaderas razones. Laura estaba sorprendida: no estábamos tan mal, ¿por qué acabar con todo así? Pero, orgullosa como era, no insistió ni quiso retenerme. Esa noche dormimos juntos por última vez. El lunes por la mañana me dejó en mi casa antes de continuar hacia su oficina. Adiós, que te vaya bien, dijo, con una sonrisa amarga, y me besó en la boca. Yo entré en mi casa con el estribillo siguiente reverberándome dentro: que te coja un carro, que te parta un rayo, que te espiche un tren. No me pasó eso, pero tampoco puede decirse que me haya ido de maravilla.

El lunes encontré el libro en una librería de viejo. Pudo ser en Merlín, Enviado Especial, Popol Vuh, Trilce o El Dinosaurio, no lo recuerdo. Alicia había quedado en venir a las tres de la tarde. Yo tenía todo dispuesto: Colores santos en el equipo de sonido, unas cervezas en la nevera, condones en el nochero. Desde el mediodía no paraba de caminar de un lado al otro, mirarme en el espejo, comprobar si tenía mal aliento o algún moco furtivo en las fosas nasales. Cuando la anunciaron yo había mirado el reloj al menos cien veces. Abrí la puerta y ahí estaba, sonriéndome, pero venía acompañada del flaco imbécil que se la había llevado el día de la obra. Hola, profe, qué más, le presento a un amigo. Le di la mano al huevón.

No recuerdo cómo se llamaba. Los hice pasar. Se sentaron en la sala. Les ofrecí cerveza. Hablamos veinte minutos de estupideces: el clima, la universidad, los libros, el trá­fico... Alicia se acordó de que había venido por el libro, se lo entregué, se despidió, el amigo me dio la mano y se fueron. Me quedé rumiando mi fallida cita romántica y tomándome el resto de cervezas.

Empecé a extrañar a Laura, obviamente, pero no la llamé porque prefería esperar, darle a Alicia una segunda oportunidad. Después de dos días confusos y solitarios, la llamé el viernes. Le dije que tenía un libro muy bueno sobre teatro y pensé que podía servirle para complementar su investigación. Era un manualito que se llamaba Historia del teatro y desde hacía años estaba enterrado en los bajos fondos de mi biblioteca. Me dijo que ya había entregado el trabajo sobre Artaud pero le interesaba el libro. Quedamos en que vendría el domingo a las siete de la noche. Mi espera detuvo los relojes. Durante el tiempo que transcurrió bien pudo haberse creado de nuevo el universo desde el big bang hasta el big crunch o el big mac o lo que sea que destruye los universos. A las ocho Alicia no había llegado. La llamé y sonó sorprendida, como si se le hubiera olvidado por completo. Dijo que vendría en una hora. A las nueve y veinte, cuando sonó el citófono, yo había caído en una especie de trance maniático. Abrí con un libro en la mano, tratando de parecer desprevenido ante su llegada. Vino otra vez con el flaco. Me entregó El teatro y su doble, se deshizo en agradecimientos. Le di el otro libro. No se quedó mucho porque, según ella, no quería molestar. El único que molestaba era el tipo que la había acompañado y me sonreía con amabilidad que no tuve más remedio que corresponder.

Quedé solo en la mitad de la sala, sintiéndome el tipo más imbécil en la historia de la humanidad desde que bajamos de los árboles y descubrimos el fuego. El gran petardo, Newland Archer besando la sombrilla rosada, el epítome de la estulticia, el arquetipo platónico de lo que era un pobre huevón. Un Sísifo que empujaba sus inmensos testículos loma arriba y perecía aplastado por ellos. Caminé hacia la ventana y, aún con el libro de Artaud en la mano, permanecí un buen rato mirando hacia la oscura fachada del Instituto Superior Tecnológico, la calle vacía y el andén cagado de perros.

Tardé unos días en llamar a Laura. Sonó fría, calmada, y sin ningún rencor me contó que estaba saliendo con alguien. Ese alguien resultó siendo Pedro. Éramos, repito, bastante endogámicos. Unos meses más tarde, Laura se fue a Londres. Desde allá me mandó un par de postales que no respondí. Se casó en febrero de 2002 con un argentino y tiene una niña. Volví a encontrarme con Alicia al semestre siguiente. Casi siempre andaba abrazada del flaco. Me saludaba con la tibia amabilidad de las ex alumnas. Nunca le pedí ni me devolvió el libro. Tardé un par de años en renunciar a la universidad. La vi de nuevo en un capítulo de Betty la fea, bailando salsa con el mensajero de Ecomoda. Después salió en un comercial de jabón y, años más tarde, en un dramatizado unitario del mediodía. Desapareció, como Pedro, El Antifaz y mi PlayStation.