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14 de junio de 2005

Obrero

Arquitecto

Por: Simón Vélez

Estaba tan nervioso la noche anterior a ser obrero, que me quedé echando globos entre la cama. De dónde vendría eso de "ruso". En mi cabeza empezaron a gestarse teorías demasiado complejas y elaboradas. "Claro, por lo de clase obrera, claro", o "claro, por lo del martillo y la hoz, claro". Después de divagar y complicarlo todo intenté dormirme, pero ya estaba amaneciendo y ninguna de las explicaciones me parecía acertada.
Menos mal a mí me gusta madrugar porque los obreros llegan a las 7:00 a.m. a las construcciones. Desayuné un café con leche y algún paquete. Los que serían mis compañeros sí desayunaron con caldo de costilla y todos los fierros, para poder aguantar la dura jornada que les espera todos los días, con cotejo y todo. Lo hicieron en la obra, donde casi siempre hay un casino en el que venden desayunos y almuerzos gigantes, a precios buenísimos.
Llegué a lo que será un edificio de cinco pisos. Apartamentos pequeños con un concepto muy moderno, pero inspirado en arquitectura de los años cincuenta, con muchos ventanales, barandas y corredores. Están en la pura obra negra. Apenas vacían planchas arriba, abajo empiezan acabados. El maestro de obra estaba desconcertado porque, aunque yo siempre vivo muy mal vestido, le parecía que estaba muy viejo para ser obrero. Casi le tuve que exigir que me dejara trabajar. Hay unos cincuenta obreros allí. Son muy simpáticos, todos personajes. Podría hablar de alguno, pero no recuerdo sus nombres -no me acuerdo nunca de los nombres de nadie-, pero me gustó la camaradería que se siente en el ambiente. Dimos una vuelta por la obra y luego me empeñé en hacer de todo un poco.
Empezamos con plomería. Les ayudé a hacer cortes y uniones. Los plomeros entienden exactamente por dónde van las tuberías gracias a una especie de mapa virtual que tienen en su cabeza, que a la hora de la verdad es inentendible, incluso siendo arquitecto. Son de una precisión absoluta y, además de ganarle a uno en todos y cada uno de los gajes de este oficio, entienden perfectamente un plano a escala, un corte por fachada y todas esas cosas que hacemos los arquitectos en el papel. Lo que está en la cabeza de un arquitecto a veces parece muy complicado, pero yo creo que, si realmente uno tuviera la inteligencia y la creatividad para exigirles a los obreros cosas "inconstruibles", ellos serían capaces de hacerlas "construibles" porque tienen unas habilidades manuales y una destreza apabullantes.
Luego de mi corto paso por la plomería, quise hacerme empañetador. Es un arte muy complicado, no solo por la exactitud de la mezcla que hay que preparar -que no puede ser muy líquida ni muy espesa-, sino por la manera en que se lanza contra la pared, con el palustre. Es casi como el swing de un golfista o el revés de un tenista. Y yo en pañete, ni swing, ni revés: quedó espantoso eso. Intenté hacer algo aún más difícil, que es empañetar contra el techo y no logré nada mejor. El viejito encargado del pañete me mostró cómo lo hacía y yo desistí al ver esa especie de memoria muscular con la que tiraba la mezcla hacia el techo.

Viaje al interior de un obrero
El obrero de construcción no es campesino. Este es un oficio absolutamente urbano y no se aprende de un día para otro. Es generalmente una tradición familiar y entre ser un obrero raso y ser maestro de obra hay mucho trecho. Lo cierto es que casi todos aprenden a hacer de todo, aunque se especialicen luego en algo. Ahora el Sena tiene unos cursos en los que la mayoría "homologan" sus conocimientos prácticos con la teoría y afinan en cuestiones tecnológicas.
El valor de la amistad se resalta mucho en este trabajo. Hay mucha camaradería y alegría. Son casi niños. Esa mañana los vi pataneando, riéndose. Después, a trabajar. Y lo hacen por parejas, de lo que resultan unos lazos muy estrechos. Casi todo el tiempo los oí hablando de sus problemas pasionales o de fútbol, que son los dos temas que más parecen desvelarlos. Pero siempre estaban en lo suyo: martillando, resanando, vaciando, empañetando. Al verlos, sentí que eran personas felices, o al menos más felices que quienes tienen que soportar el tedio de un cubículo en una oficina.
Otra de las cosas que más me gustó fue lo de los piropos. Los obreros son los reyes del piropo. Pasa una mujer y no se sabe cuál se esfuerza más en echar el piropo que toca. No los oí decir cosas groseras. Parecían más bien galanes de los cuarenta cortejando a la antigua.
La autoridad y liderazgo natural que tiene un maestro de obra es muy valiosa, porque generalmente se trata con los obreros como si tuvieran el mismo rango. Nunca se suben de lote y siguen siendo muy amigos de su gente. Ellos no permiten que ningún arquitecto les reclame directamente a los obreros. Y sería contraproducente, porque son dueños de la autoridad -donde manda contramaestre, no manda capitán. No sé si ustedes se han puesto a pensar en esto, pero es asombroso y casi mágico que a través de su coordinación se genere el hecho físico que es un edificio. Son demasiadas las cosas que hay que hacer al tiempo y en el momento preciso para que luego veamos las maravillas de la arquitectura hechas realidad.

Rusos de aquí
Ya decepcionado de mí mismo como empañetador, traté de pegar un ladrillo en un precipicio lo más miedoso del mundo. Ponerlo, vaya y venga, pero ponerlo derecho y templarle los hilos. eso es un arte. El vértigo es aterrador. Ahí entró en juego el tema de la seguridad. Al principio me dieron un casco. El color del casco depende del rango o de la zona en la que cada obrero está trabajando. Acá había amarillo, azul y rojo, los tres colores del piojo.
Cuando me monté en el andamio me puse pálido. Nosotros no somos muy estrictos con eso. En Alemania hay un ingeniero encargado de los andamios. El andamio colombiano, en cambio, es improvisado y bien peligroso. Pero es el mismo peligro el que da la seguridad, porque uno tiene un cuidado extremo cuando camina sobre ellos. Afortunadamente existen esos peligros, porque eso ha hecho que la legalidad de los obreros sea cada vez mayor. Nadie se arriesga a no darles seguros, prestaciones y demás. Puede salir muy caro.
Con esa subidera y bajadera de andamios es demasiado que a la hora del almuerzo la mayoría quiera jugar fútbol, en vez de echarse una siesta o motoso, como ellos le dicen. Viven el fútbol como si estuvieran apostando la vida. Gritan, corren, se marcan, pero eso sí: casi nunca pelean. Son incansables. Me los imaginé cruzados de brazos durante la crisis de la construcción y no pude más que odiar a quienes arruinaron el sector de la construcción para salvar el sector financiero.
En la tarde me llevé la lección de la limpieza. Son de una pulcritud absoluta. Ninguno sale sin antes bañarse y restregarse hasta quitarse el último rastro de polvo o de cemento. Yo, en cambio, no me bañé. Salí rendido, no tenía ánimos para nada. Ya en la cama, por la noche me miré las manos y las vi rucias. Volvió a mi cabeza el enigma de los "rusos", solo que esta vez se me ocurrió lo simple, lo obvio, lo que se les ocurre a los rusos antes de que llegue un arquitecto a tratar de explicarles los vericuetos de su cabeza en un plano. "Claro, porque viven rucios, cómo no se me ocurrió antes". Ruso, viene de rucio. Desde mi profesión de arquitecto, jamás lo hubiera descubierto.

Maestros de la obra
La obra de La Vuelta del Cerro, en la carrera 1 No. 63-50, cuenta con 80 obreros que suman un promedio de edad de 35 años. El nivel de educación de la mayoría de ellos es de primaria. Los cargos, en orden ascendente, son: ayudante, ayudante avanzado o media cuchara, oficial, oficial avanzado, contramaestro y maestro general. Los maestros de obra calificados, que casi siempre son personas mayores de 40 años, generalmente han recibido capacitación en el Sena. La jornada es de ocho horas laborales y la paga de un ayudante es un salario mínimo. Un ascenso depende netamente de la calidad del trabajo y de la antigüedad en el ramo de la construcción.