9 de mayo de 2003

Testimonios

Odiarás al perro por sobre todas las cosas

El escritor argentino Marcelo Birmajer se declara enemigo abierto del mejor amigo del hombre. Está convencido de que solo los asiáticos hacen algo razonable con el perro: lo comen.

Por: Marcelo Birmajer

Los perros, ustedes deben conocerlos, son esa cantidad de dientes que andan por la calle. Esos dientes a los que la gente acaricia y pone nombre, cuya principal función es transmitir la rabia.

Desde chico mantuve una actitud normal y moderada ante los perros: el pánico. Y no deja de sorprenderme la reacción inversa de otros ciudadanos. ¿Acaso Ulises acarició o le puso un platito de comida al monstruo que lo acechó en el mar? ¿Teseo regaló una mantita o sacó simpáticamente a orinar al Minotauro?

¿Y por qué entonces el hombre contemporáneo desoye la lección de los antiguos y anda con la Bestia aquí y acullá amenazando a todos y a sí mismo?

De entre todos los seres del planeta tengo entendido que solo ciertos grupos asiáticos han logrado una convivencia razonable con el can: lo comen.

Sé que muchos niños aman a sus perros. Sé que hombres de temperamento sensible aman a sus perros. Bueno, muy bien. Supongamos que a mí me gustan los escualos blancos.

Me gustan, no puedo impedirlo. Y no me refiero a los cazones, a los pequeños tiburoncitos, que también me agradan, sino a toda la especie, a las maravillosas criaturas de aletas filosas que dieron fama y felicidad a Spielberg. Pues, ante todo, lo primero que haría es reconocer que se trata de una perversión. De una perversión tratable clínicamente; tal vez incurable. Pero yo no quiero tratarme, me gustan más los tiburones que los psicólogos. ¿Qué hago? Mi alma, aun siendo fría, calculadora y sólida, me sugiere: "Cómprate una quinta inmensa, con una pileta inmensa y guarda allí tu tiburón". Eso es lo que sugiere mi alma. Pero les voy a decir lo que yo no haría. Yo no agarraría al tiburón con una correa y lo pasearía por las orillas de la Bristol u otras playas de Mar del Plata. Tampoco lo llevaría a San Clemente ni a ningún balneario habitado. No haría nada de eso. Y si me resultaran amigables los gorilas, no los pasearía por las plazas. Y si fuera amigo de Hannibal el Canibal, el del Silencio de los inocentes, si sintiera que es realmente un amigo formidable, aun así, no les pediría a los chicos que se acerquen y lo acaricien.

La sabiduría popular señala que la cara del amo va pareciéndose a la del perro con el paso del tiempo. Esto, siempre y cuando sepamos quién es el amo. Los dueños de perros, absortos en un mórbido cariño, pierden señales reveladoras.

Personalmente he visto bulldogs hacerse un leve guiño al cruzarse en la esquina, como diciendo: "Aguanta, ya llega el día". He visto a los siniestros dóberman, asesinos honestos que no mienten con su aspecto, echarse miradas de refilón desde sus collares puntiagudos, aguardando con paciencia la noche de los cuellos. Y estoy esperando a que Archivos X dedique una emisión al tema para presentarme como testigo autorizado.

No sé cuántos años corren ya de jefatura de gobierno de la Ciudad, lo cierto es que se las han arreglado para que los llamen ‘jefe‘ de gobierno, pero no para limpiar los excrementos de perros de calles y plazas. Yo te llamo ‘jefe‘, ‘cacique‘, ‘señoría‘, lo que vos quieras. Pero haceme un favor, limpiá...

Sospecho que este problema debe ser un verdadero desafío para las ilustres personalidades que se postulan al cargo: solo la defensa de Londres por parte de Churchill ha resultado una odisea semejante. Hasta ahora, los jefes de gobierno de la Ciudad nos han sugerido poner botellitas con agua atadas a los árboles logrando que, además de que las veredas (andenes) sigan estando roñosas, las calles parezcan los pasillos internos de un manicomio. Churchill exigía sangre, sudor y lágrimas; pero la administración de la Ciudad nos está pidiendo que soportemos un material que no solo es mucho más desagradable que esos tres, sino que además ni siquiera es humano, es canino.

Los distintos gobiernos de la Ciudad no han logrado hasta hoy solucionar el problema de los perros, pero continúan organizando recitales. La gente no concurre a los recitales para escuchar a los músicos, sino porque los estadios son el único sitio de Buenos Aires por los que se puede caminar sin pisar porquerías. Creo que la solución para esta ciudad es la señora Cruela Devil.

Generalmente, cuando un ovejero alemán ?sospecho que el adjetivo gentilicio le fue colocado durante el período nazi?, me ladra rabiosamente, la dueña o dueño intentan tranquilizarme con un "no temas, no hace nada". Claro, qué va a hacer, si me está ladrando a mí. Es el preludio a su merienda, como el niño que llora reclamando su biberón. Si efectivamente, en cambio, los perros no hacen nada, mayor razón, entonces, para retirarlos de nuestras calles, por inútiles además de peligrosos. De ser posible a un sitio lejano, como en esas maravillosas novelas de ciencia ficción en las que todos los perros existentes habitan un planeta que no es la Tierra. El Planeta de los Perros, donde serán felices para siempre sin hombres a la vista.

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