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10 de abril de 2006

Probando el caldo de raíz

Por: Marianne Ponsford

No va a pasar ni con el descubrimiento de la cura del cáncer. Ni va a pasar con el descubrimiento de la fuente de la eterna juventud. No. Nada va a igualar las bombásticas proporciones de la explosión mediática mundial que tuvimos que aguantar en todo el planeta hace unos años con la noticia de la invención del Viagra.
Y lo que nos ha dejado ver semejante despliegue periodístico en programas de salud, en revistas científicas, en caricaturas, en debates televisivos, en cientos de artículos cómicos y serios sobre el tema, es muy sencillo: el tamaño del miedo de los hombres a perder su potencia sexual, las auténticas dimensiones del pánico que tienen a que no se les pare cuando se les tiene que parar.
Una de las suertes de ser mujer es que a uno nunca le ha tocado tener ese miedo. No le ha tocado pensar en eso nunca. Pero ahora sé que ese miedo debe ser inmenso; más grande que el cielo, que el deseo, que el universo. Más grande que el amor a la mamá. Un miedo astronómico, sideral, inconmensurable y ¡...aterrador! Porque no de otra manera se explica la existencia sobre la tierra de un menjurje tan repulsivo, nauseabundo y asqueroso como el caldo de raíz.
Miren a ver si exagero: el pene del novillo, cortado en rodajas, flota de manera lastimera sobre una superficie grasienta y amarilla. De los bordes retorcidos de cada trozo salen carnosidades esponjosas, blanquecinas y amorfas. Es que ni siquiera lo tuestan. Al pobre pipí lo hierven en una olla a presión. Y de nada sirve para mitigar el asco el aroma de cilantro picado que emerge tímido entre los cuadritos de papa sabanera.
Lo probé mientras maldecía en mi cabeza a todo el equipo editorial de SoHo y a su ilustre parentela por encargarme tan mísera tarea. ¡Yo pensé que era un caldo hecho de raíz de jengibre!
Pero mientras yo hacía muecas de asco, a mi lado, en la tienda de doña Gladys, en la plaza de mercado del 12 de Octubre, a las 9:00 de la mañana, un hombre de unos 55 años se acomodaba contento en uno de los tres taburetes del quiosco para tomarse su caldo.
-Es que esto es alimento, señora -me decía sincero, con una sonrisita discreta y una pizca avergonzada.
-No, sumercé, yo siempre he dicho que en esos asuntos, todo está aquí, solo aquí- contestaba muy sabia doña Gladys, mientras se señalaba la cabeza repetidamente con el dedo índice.
-¿Y eso tiene otros nombres? -pregunté yo.
-Uff. Muchísimos. Caldo de miembro, por ejemplo, pero también le dicen caldo de ministro.
-¿De ministro? ¿Y usted sabe, doña Gladys, por qué le dicen así? -volví a preguntar.
De inmediato el hombre sentado terció en la conversación:
-Pues obvio, porque a esos señores les toca muy duro. Imagínese usted, todo ese trabajo y esa importancia y encima tener que conquistar bien a las damas.
Qué clarito me iba quedando todo. Para los hombres, a diferencia de para nosotras las mujeres, la potencia sexual es sinónimo de poder. ¿Y cuál es la cima del poder, sobre todo en Colombia? ¡Pues el poder político! Es decir, ¡se comen a trozos el pene de un pobre novillo para soñar que pueden llegar a ser ministros! A mandar. En la cama o en la oficina, ¡lo mismo da!
Entonces me empezó a gustar la bendita sopa esa, aunque fuese solo de manera abstracta. Y entendí que el caldo de raíz no se inventó por hambre o por la milenaria pobreza de los campesinos. Porque ese caldo primitivo y arcaico era el perfecto reflejo del ego primitivo y arcaico de todos los hombres de la tierra, de ese ego que de puro sencillo a nosotras las mujeres nos cuesta tanto entender.
Y entonces, así, de pronto, me dio un ataque de compasión amorosa. Por el novillo eunuco y desguasado, y por todos nuestros queridos hombres, por esos cavernícolas absurdos y torpes hasta la médula sin los cuales no podemos vivir. Pobrecitos, muertos de miedo, comiéndose su caldito o tomándose su pastilla Viagra, soñando intermitentemente con ser presidente y con poder tirar como titanes toda la noche. ¡Ese caldo y su nombre resumían todas las rústicas ilusiones del género masculino en toda la historia de la humanidad!
Ni modo. Así son y así los tenemos que querer. Y el día que lo entendamos el mundo entero será más feliz. Por eso, si usted es una mujer y no ha logrado todavía entender a los hombres, yo creo que vale la pena que se eche una pasadita por la tienda de doña Gladys para ver con qué dulce juicio y resignada ilusión agarran los señores la cuchara para echarse ese caldo espantoso a la boca. Después de eso, le apuesto lo que quiera a que se vuelve más amorosa, deja de alegar tanto y se le compone la relación.