18 de abril de 2002

QUE ALGUIEN SE PONGA EN MI LUGAR

Después del éxito de su libro Relato de Navidad en La Gran Vía, el escritor Ricardo Silva deja a un lado sus Lugares Comunes en SoHo y nos propone ahora, en un divertido juego de suplantación, ser ese otro que quiere ser él.

Por: RICARDO SILVA ROMERO

Póngase en mi lugar. Póngase mi ropa y mis gafas y busque mis llaves y mi billetera por todas partes. Llénese de monedas los bolsillos y después, cuando se haya mirado al espejo y haya superado la decepción de verse así, sin pelo ni estatura, salga del apartamento y baje los diez pisos por las escaleras. Cuando llegue abajo, a la recepción, déle la mano al portero de turno y háblele de fútbol durante unos treinta segundos. Y atrévase, en la calle, a hacer todo lo que yo jamás me he atrevido a hacer. Si ve a una mujer triste y pálida a punto de llorar, pregúntele si le pasa algo e invítela a ver una película que la ayude a olvidarse de todo. Una comedia.

Debe salir de acá, del edificio La Gran Vía, a las nueve de la mañana. Sin desayunar: no desayuno. Y debe caminar hacia la carrera 9ª y saludar al portero alto, muy alto, y preguntarle su apellido. Debe desearle buenos días. Cuando pase frente a El Corral, tiene que saludar al embolador y acercarse al vendedor de chicles y de cigarrillos. Esto es bien importante, no lo olvide: tiene que preguntarle al vendedor cuántos años lleva ahí, qué trabajos ha hecho durante su vida, a qué horas se levanta, a qué horas llega, en dónde vive y si tiene hijos y los quiere. Nada más, nada menos. No quisiera saber cómo se llama. Siempre le doy la mano y lo saludo, pero si supiera su nombre tendría que quedarme a hablarle un rato.

Cuando llegue al parque del World Trade Center serán, calculo, las 9 y 30 de la mañana. Lo más probable, creo, es que se encuentre a un perro callejero gris, flaco, con un collar que alguien del barrio le puso para no sentirse culpable cada vez que lo veía, y, en un murito de la iglesia, con una viejita que pide limosna y que se pone brava cuando uno no tiene ni una moneda para darle. En la carrera 11 con la calle 95 hay una tienda para animales: cómprele un hueso de mentiras y algo de comer al perro. Después déle mil pesos a la anciana: que esté bien o mal no importa. Hágalo. Hágalo ahora. Al fin y al cabo, mienta o no, la señora necesita la plata.

Ahora deben ser las 10 de la mañana. La idea es ir a una cabina telefónica, a la primera que se encuentre en el camino, y hacerle una llamada a la señorita Ese, a un teléfono que le dictaré si me llama aquí, a mi apartamento, a las 10 y 15 de la mañana. Le dirá, cuando ella le conteste, que soy yo. Que siento mucho no haberla llamado hace tanto tiempo. Que el tiempo no me alcanza. Que sé que se merece más pero que tiene que saber que es mi amiga de siempre y que la pienso y que aunque los dos estemos casados con otros, y hayamos descubierto que no fuimos, no somos y no seremos novios, siempre será uno de los amores de mi vida. Es solo que no me atrevo a decírselo en la cara.

Dígale, por favor, que la quiero mucho y que la llamaré en un par de días. No la deje hablar. Cuelgue el teléfono y salga de ahí. Todavía quedan muchas cosas por hacer. Faltan varias situaciones por resolver. Jamás me he atrevido a seguir a alguien por la calle —no, no sería capaz de hacerlo: no estoy loco— pero siempre se me ha pasado por la cabeza, y ahora que usted es lo que soy me parece que puedo hacerlo. Soy usted, pero usted sólo es un personaje. Y en la ficción todo se vale.

Así que salga de la cabina y mire bien. Elija a alguien, a cualquiera, hombre o mujer, y trate de averiguar cómo se llama sin hacerle la pregunta. Sígalo. Vaya a unos pasos de distancia. Súbase al mismo bus, coja un taxi y diga, como en las películas, ‘siga a ese carro’. No lo pierda de vista hasta que sepa quién es, qué piensa, en qué trabaja. Trate de hacerlo antes de almorzar. Porque a la una de la tarde, a la una en punto, tiene que almorzar en la Hacienda Santa Bárbara, en un restaurante del segundo piso. Ya le diré, cuando termine de espiar a la persona elegida, el nombre del lugar. Le diré qué debe pedir.

No se preocupe. Solo tiene que hacer algo que nunca en la vida he sido capaz de hacer: pídale a la gente de las otras mesas que lo dejen probar de sus platos. Pruébelos todos.

Baje a la Librería Nacional y busque un libro sobre la filosofía Zen. Jamás me atrevería a hacerlo, pero tengo la sospecha de que, tomada con calma, puede servirle a una persona que sufre de insomnio y que todo el tiempo oye voces en la cabeza. Hablo de usted. De mí. De las voces que oímos. Busque algún párrafo que lo haga sentirse bien de ser como es, pero acuérdese a tiempo de que en este momento usted es otro. Yo. Vaya a la sección de poesía y busque, como siempre, si volvieron a traer los poemas de Emily Dickinson. Lo más probable es que no estén, pero nada se pierde con buscar.

Si puede comprar el libro de filosofía Zen, cómprelo. Guárdeselo en el bolsillo de la chaqueta. Algún día nos servirá para algo, estoy seguro. Antes de salir de la librería, busque la revista Première. Mírela por encima. Ahora vaya a la pista de patinaje e imagínese que uno de los patinadores se cae. Siéntase mal por desearle la caída a alguien, pero no tanto. Siga su camino, firme, hasta las salas de cine y entre a la que sea. A cualquiera de las dos. Jamás he entrado solo a ver una película. Nunca. Le tengo miedo a la experiencia. Así que entre por mí, y mire bien cuál es la actitud de los demás. Es un día entre semana, un lunes o un jueves: ¿quiénes van a cine, a las tres de la tarde, un lunes o un jueves?

La película empieza a las tres y termina a las cinco. Tiene que llegar a su casa hacia las ocho. Esto es importante: está casado, le gusta estar casado, le encanta llegar a su casa. Todavía queda tiempo, sin embargo. Son solo las cinco. Salga del centro comercial, cruce la calle y asómese a la sala de urgencias. Es importante que la enfrente. No puede seguir cerrando los ojos cada vez que pase por ahí. Su papá está bien, dígase eso: va a vivir muchos, muchos años más. Después coja un bus ejecutivo. Uno que diga Germania, porque usted sólo sabe eso de los buses. Que los que van para el sur deben decir Germania. Que los que van para el norte deben decir Lijacá.

Son solo las 5 y 15. Todavía tiene tiempo. ¿Qué quiere hacer? ¿Quiere ir a la 94 con 9ª y decirle al mendigo que ya sabe que no está torcido, que lo vio el otro día así, como si nada, caminando hacia la carrera 11? ¿Quiere ir a un alquiler de video, entrar en el cuartito para adultos y sacar diez películas al azar solo para ver cómo reaccionan los que atienden el lugar? ¿Quiere simplemente subirse al bus y sentarse al lado de una estudiante o un oficinista y hablarle y hablarle de los detalles más íntimos de su vida? Tiene un poco más de dos horas para hacer cualquiera de estas cosas. Porque, sea como sea, a las 7 de la noche tiene que volver al World Trade Center y entrar a una misa.

Usted quiere ir porque no se acuerda bien de la sensación. Usted, en el fondo, es muy religioso. Detesta las misas y eso, y se niega a confesarse y todo, pero siempre se siente culpable por no pedir por los demás. No, nunca tiene tiempo. Y no sabe muy bien si alguien oye las oraciones. Y siempre termina dándole risa cuando el cura dice que “lo tenemos levantado hacia el señor”. Vaya y pida por la gente que quiere. No pierde nada. Después de años y años de no hacerlo, levántese a comulgar y atrévase a hacerle a alguien el chiste de si no sería más atractivo echarle arequipe a la hostia para hacer pequeñas obleas.

La misa termina y son las ocho. Ahí, al frente, hay tres o cuatro hombres negros. Pregúnteles quiénes son y de dónde vienen. Siempre se ha sentido intrigado por ellos. Vuelva, poco a poco, al edificio. No se dé por vencido. Falta poco para que termine el día. Solo falta una prueba por superar: ir al Pedregal, el barrio de enfrente. No es que usted no haya ido. No es que le tema a entrar en él. Es que se ha ido reduciendo a talleres y parqueaderos y usted quiere ver si todavía está la tienda esa y si los perros que nunca lo dejan ir más allá todavía ladran histéricos. Eso es todo.
Ahora vuelva a ser usted. Y venga a mi apartamento. Quiero darle las gracias. Quiero preguntarle cómo se ha sentido. Quiero preguntarle si se sintió tan extraño como me siento yo todos los días. No, no se preocupe. Lo que hemos hecho es extraño, es cierto. Pero que lance la primera piedra el que jamás haya querido ser otra persona.

Relato de Navidad en la Gran Vía
En su primera novela, Ricardo Silva plantea una divertida crítica a la sociedad bogotana a través de la historia de Pablo, un niño bien que por error se autosecuestra. Tiene su lógica. Seguro.