14 de julio de 2004

Que nunca me falte mi parche

Hoy puedo pedir, desde el corazón y la razón: ¡que nunca me falte mi parche! Trataré de contar por qué.

Por: Adriana eslava

Hoy puedo pedir, desde el corazón y la razón: ¡que nunca me falte mi parche!
Trataré de contar por qué.
No se trata de la incomodidad que causaría en los demás si no lo usara, sino por todas las cosas maravillosas que él, mi parche, y yo hemos podido hacer en esta segunda etapa de mi vida, sin duda, la mejor.
25 de noviembre de 1987, 5 de la tarde, en la Fundación Santa Fe. El oftalmólogo Gabriel Jiménez Echeverry me dice, palabras más, palabras menos: "Perdiste el ojo derecho y vamos a tratar de salvar el izquierdo". Sin pensarlo mucho, mi respuesta fue: "Por el izquierdo, doctor, no se preocupe -Dios, a través de sus manos, lo va a salvar- y por el otro, tampoco, pues para lo que hay que ver en este mundo, con un ojo basta". Sí, yo también me sorprendí, esas palabras marcarían mi norte. Por la seguridad de ser capaz de superar lo que viniera, contando con la presencia clara y cercana de Dios en mi vida, sabiendo que Él no permite que nos suceda nada que no podamos superar.
Imagino que al comienzo mi abuelita, mi madre, mi hermano, mi tío, mis amigos (mi padre había muerto hacía tres meses) debieron tener gran temor a mi reacción, pues era objeto de constantes halagos por mis ojos y, siendo mujer y algo vanidosa, podría ser absolutamente traumático o, como lo prevendría el psicólogo, el camino a un suicidio.
Pero la que fue mi primera reacción, aceptarlo y asumirlo con humor, ha permanecido todos estos años. El que perdí, no lo echo de menos. Es más, ¡el izquierdo es insuperable! ¡Tengo muy buen ojo!
Siempre me pongo este parche con regocijo. El inicial, comprado en una óptica, fue sufriendo transformaciones: lo cortaba más pequeño, compraba elástico más delgado, lo forraba con cueros y telas de colores, pero surgió el primer problema: únicamente los hacía en Bogotá un señor, y se agotaban. Así que, con mis habilidades de diseñadora, desarrollé uno hecho ciento por ciento por mí, con materiales muy sencillos, y así declaré mi libertad absoluta: mi parche y yo ya no dependíamos de nadie.
Claro que me han hecho varias cirugías reconstructivas para mejorar el aspecto, no para separarnos algún día, pues ya no podría vivir sin él; es solo cuestión de no 'asustar' tanto a quienes comparten mi cotidianidad.
Pero lo más hermoso e importante de esta historia es cada persona que al verse enfrentada a la pérdida de un ojo busca tener contacto con expertos, como yo, para aprender a hacer los parches. Entonces la invito a mi casa. Lo primero que hago es quitarme ante ella el mío, para compartir la misma realidad, una realidad difícil hasta para leer: ser personas tuertas. Mientras intercambiamos dudas, experiencias, sentimientos, es decir, mientras le enseño a ser de parche, le enseño a hacer el parche. A, como dijo hace poco Willy Gómez, mi clon, "entender y llevar con decoro y gracia este parche que ya hace parte de mi nueva vida".
Porque cuando amamos el parche y con él nuestra realidad, lo disfrutamos y, lo más importante, lo trasmitimos a los demás. Les damos la tranquilidad para hacer bromas sobre ojos, sin sentir que 'metieron la pata'; el humor ante las torpezas que cometemos al calcular mal la profundidad y derramar el vino. Todo porque entendemos que el parche es la señal de una nueva oportunidad de vida, de un camino nuevo para recorrer, de un nuevo punto de vista. Por eso mis parches, como el amor, no se venden, se enseñan y se entregan, para que nadie dependa nunca de mí, para dar esa misma libertad que un día logré.
¡Sí! Que nunca me falte mi parche, el que me recuerda la fragilidad de la belleza física y la grandeza de la belleza del alma. Porque quienes hemos tenido la fortuna de encontrar esos dos caminos ante el dolor, salir adelante o hundirnos, y hemos optado por la primera, sabemos que Dios, día a día, nos compensa lo que hemos creído perder, aprendiendo a ver la vida de una manera diferente y llenándonos de experiencias invaluables. Para llegar a concluir, como me dijo hace poco mi Algustín: "Es que el otro ojo te sobraba".
adriana.eslava@adn.com.co