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8 de marzo de 2007

Quién no recuerda a Vanessa Redgrave

Imponía su belleza sin las exuberancias de uso entre las actrices italianas y norteamericanas de moda, llenas de mamas, y de nalgas que atestiguaban <br><br> su parentesco con el Diablo

Por: eduardo escobar
| Foto: eduardo escobar

Nunca fui fanático del cine por razones de miope y desdén por las actividades masivas, pero esos tiempos, para quienes aspirábamos a la poesía, había películas obligatorias y actrices de culto como ella entre quienes ella descollaba. Imponía su belleza sin las exuberancias de uso entre las actrices italianas y norteamericanas de moda, llenas de mamas, y de nalgas que atestiguaban su parentesco con el Diablo y confirmaban su condición mortal por exceso.

Yo la había visto en Blow up, de Antonioni, basada en un cuento de Cortázar, encarnando una burguesa inocente y perversa. Y en Isadora, en el papel de la Duncan, la extraordinaria, divina sería más exacto decir, y desgraciada bailarina norteamericana que para un joven poeta del siglo veinte resultaba más atractiva por haber estado unida al poeta Sergio Esenin. Esenin, después de escribir una carta con su propia sangre, cometió un suicidio dramático en medio de los desórdenes y las decepciones de la revolución rusa. Igual que Vladimir Maiacoski. Maiacoski le dedicó una elegía antes de pegarse él mismo un tiro dejando un mensaje desolador: la barca del amor se ha roto contra la vida cotidiana.

Pero ambos estaban un poco chalados. Y esta clase de anecdotarios desentonan en un cuento de amor.

Vanessa Redgrave, para completar el hechizo sobre mí, (vi Isadora tres veces), era una de esas actrices escasas en la historia del cine que agregaban a la ilusión de la belleza de la carne, los ojos y los labios, la elegancia, la inteligencia, y el sentido del humor que hacen inapreciables a ciertas mujeres entre todos los animales de tierra firme. Activista política, prestaba talento y belleza al movimiento trotskista inglés. Y como también mi concepción de la revolución, y del hombre nuevo que estaba a punto de ingresar en el reino de la libertad según prometíamos entonces, estaba más cerca de Trotski que de Stalin, mi devoción por ella unía al deseo la admiración intelectual.

Por eso cuando me la encontré en Roma fue como si volviera a verme con una vieja camarada cuya obra de artista había seguido con lealtad, incluida la extraña comedia de la fábrica de chocolates y la triste Julia; cuyas ideas me eran familiares lo mismo que los pormenores de su vida privada según habían sido contados en las revistas que ventilan las existencias de los famosos y los acontecimientos triviales de la farándula. Y ella recibió con generosidad la simpatía que debí irradiar cuando la vi. Porque pronto estuvimos conversando con la animación de dos antiguos amigos que vuelven a encontrarse en una ciudad inesperada como Roma. Recuerdo que decidimos caminar hacia San Pedro para ver la capilla Sixtina por primera vez para los dos. Y la placita de los tiempos de Nerón al final de un callejón de piedras cobrizas. Y la pequeña joyería.

La joyería tenía una sola puerta estrecha y alta y la vitrina emitía un resplandor sagrado sobre la humilde calle. Adentro, bajo las luces de una lámpara de brazos había exhibidos sobre una modesta mesita redonda, formando un cono blanco, un montón de diamantes pequeños y grandes. Muchos diamantes que ella se puso a escoger con conocimiento mientras yo aguardaba en la puerta pensando no sé por qué en un taxi excéntrico. Cuando me di cuenta de que yo debía pagar los diamantes sospeché que había caído en un sueño costoso y ajeno. El dinero no importaba, contaba con dinero de sobra. ¿Pero, todo esto será cierto? ¿Ella y Roma y yo y el viejo joyero y los diamantes? Pensaba. Como sucede siempre que nos enamoramos tuve la sospecha de que la vida no es más que un sueño dichoso y largo.

No recuerdo si cuando acabó de escoger los diamantes de su gusto, después de depositarlos en la cajilla de mi hotel, fuimos por fin a la capilla Sixtina o a comer en una trattoria. Pero recuerdo que le dije. Es extraño, querida, pero me siento como si estuviera en un sueño. Y que ella expresó el mismo sentimiento de estar soñando. Y si fuera un sueño, le pregunté, tierno, ¿te gustaría que lo siguiéramos soñando? Y a ella, sí, le gustaría, respondió con un guiño. Y prometió cancelar el regreso a Londres que tenía planeado para el día siguiente.

Cómo olvidar su aliento. Su calor corporal en primavera. Jamás volví a ser tan feliz. Era tan feliz, que seguro de la permanencia de la felicidad no temí un solo momento despertar de repente en mi vida de todos los días, acostado junto a mi gruñona mujer de diario, y lleno de deudas, a un océano de distancia de Vanessa Redgrave.

Pero, por desgracia, las cosas son como no deberían ser.