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26 de enero de 2015

Zona Crónica

Quino y Alicia, los “papás” de Mafalda

Un mafaldólogo explica en detalle por qué la relación de Quino y su esposa, Alicia Colombo, fue fundamental para el nacimiento y la larga vida de Mafalda y su pandilla de amigos, que tantos buenos momentos han brindado a varias generaciones.

Por: Daniel Samper Pizano

A Mafalda no le gusta la sopa, pero a sus progenitores sí. No me refiero a Raquel y NN, los papás de la niña en la tira cómica, sino a Quino y Alicia, los legítimos autores de Mafalda, de su pandilla y del resto del elenco de la famosa historieta, incluido don Sosa, el portero del edificio de la familia, que parece inspirado en Gabriel García Márquez.

Joaquín Salvador Lavado, alias Quino, es figura bien conocida en los medios de comunicación, y el que no lo había visto nunca pudo identificarlo gracias a las miles de fotos y videos donde consta el momento en que el rey de España le entrega el Premio Príncipe de Asturias el pasado 24 de octubre en Oviedo. Muchas de esas noticias llamaban a Quino “el papá de Mafalda”.

En cambio, en pocas imágenes apareció la mujer de Quino, Alicia Colombo, siempre discreta y en segundo plano. Es posible atisbarla apenas en contadas escenas. Por ejemplo, cuando Quino inauguró en su silla de ruedas una estatua de Mafalda en un parque de Oviedo, detrás de él se encontraba Alicia. Ella es la señora de falda negra, suéter gris y bufanda que se apoya en una armazón gracias a la cual conjura las dificultades para caminar de las que son responsables una espalda maltratada y una cadera adolorida.

Pero ¿es acaso Alicia Colombo la mamá de Mafalda?

El editor Daniel Divinsky, uno de los más cercanos amigos de la pareja, tiene la respuesta. “Alicia no ha intervenido en el contenido de las tiras de Mafalda —dice—, pero ha sido clave para que Quino disfrute de la tranquilidad que le ha permitido dibujar esta tira y cientos de cartones humorísticos a lo largo de muchas décadas”.

En repetidas ocasiones públicas, Quino ha agradecido a Alicia “su colaboración y su comprensión”. La difusión internacional de Mafalda se debe precisamente a ella. “Había un editor italiano que me escribía y quería editar Mafalda, pero yo no contestaba sus cartas —reconoció Quino en un reciente homenaje en Buenos Aires—. Entonces Alicia le contestó, y así empezó todo”.

Divinsky es de los que creen que el desempeño de Alicia en los asuntos prácticos de Quino —desde negociar con los agentes hasta pagar el agua, manejar los bancos y tomar decisiones claves sobre la difusión de los trabajos de su marido— justifica que se le reconozca el título de “mamá de Mafalda”.

Título que, junto con el correspondiente de papá, ha rechazado Quino más de una vez, luego de alegar que los padres de Mafalda son esa señora miope de bíblico nombre y ese anónimo caballero narigón que actúan en la historieta. En realidad, todos los personajes son hijos de Lavado y Colombo. En el peor de los casos, Quino y Alicia son el “papá” y la “mamá”, entre comillas, de los legendarios muñecos.

Mafalda encarna las inquietudes y desencantos que han acompañado en sus ocho décadas de vida a los Quinos, producto típico de los años sesenta latinoamericanos. Felipe heredó la timidez de Joaquín, que es introvertido por naturaleza. Los ojos de Miguelito, siempre dispuestos a descubrir lo extraño, lo absurdo, lo maravilloso, son los mismos con que Quino escruta la vida. Guille (inspirado en un sobrino de Quino) sintetiza la ternura de esta pareja que no quiso tener hijos para no condenarlos a vivir en nuestro horrible planeta. “¿Cómo así? ¿Primero me traen a este mundo y después me largan?”, protestó Quino a la periodista Leila Guerriero hablando de la paternidad.

Siguiendo con la familia, a Guille le encanta la sopa, en lo que difiere radicalmente de Mafalda. Ambos —Quino y Alicia—participan de la rebeldía y suficiencia intelectual de Libertad. A Alicia le toca fungir de alumna de Manolito —con sus libretas de cuentas y su lápiz en la oreja— y en cuanto a Susanita y su desmadrada “curiosidad social”, el ADN está claro: es hija de ellos dos y de todos nosotros: ¿quién está dispuesto a jurar sobre un libro de Mafalda que no le atrae un chisme sabroso?

Joaquín Lavado, nacido en 1932 en la región vinícola de Mendoza, Argentina, fue siempre enamoradizo, aunque soñaba, sufría y no decía nada a nadie, muchísimo menos al objeto de su ensimismamiento. Luego se ha sabido que a los 6 años quedó prendado de la belleza de la hija del lechero de su barrio y que más tarde le perforaron el corazón su maestra y la hermana de su maestra —que era profesora suplente—, pero confiesa que solo a los 24 años tuvo su primera novia “de a de veras”, como dicen los mexicanos.

Mientras tanto, su único amor verdadero era el dibujo, que lo llevó a Buenos Aires a los 18 años en busca de un puesto en una agencia de publicidad, lo devolvió fracasado a Mendoza unos meses después y en 1954 lo atrajo de nuevo a la capital, donde se quedó y acabó triunfando con sus monos. Fue allí, el 29 de septiembre de 1964, donde debutaron Mafalda y su mundo en la revista Primera Plana.

Durante el período de aclimatación a la metrópoli, Quino hizo amigos intelectuales, artistas, escritores, humoristas, publicistas… Alboreaban los fogosos años de los hippies, los Beatles, la canción protesta, la revolución cubana, la minifalda y la píldora anticonceptiva. Buenos Aires tenía una formidable vida cultural. Fue la época en que nacieron Les Luthiers y el boom de la literatura latinoamericana produjo sus primeros triquitraques. En el grupo de sus compañías habituales le llamó la atención la amiga de otra amiga que era novia de un primo hermano suyo (Susanita podría explicarlo mejor). Se trataba de una profesional de su edad, química de profesión, hija de un farmaceuta e inquieta no solo por el ácido sulfúrico sino también por el cine, la música, los libros, el ballet, la literatura, la política…

Era Alicia. Se casaron en 1960 y se fueron a vivir unos meses con los padres de la novia, hasta que alquilaron un apartamento en San Telmo, una de las zonas más pintorescas, tradicionales y bohemias de la ciudad. Allí nacieron muchas de las historias de Mafalda: es su barrio, son sus vecinos, es su casa…

Mafalda brilla como un ícono latinoamericano del siglo XX. Nadie diría, dada su trascendencia, que vivió apenas diez años. Empezó a publicarse en 1964 y se suspendió de manera indefinida en junio de 1973. “Era un trabajo tremendo porque yo necesito tiempo para madurar la idea —recuerda Quino—. Nunca habría creído que podría aguantar diez años dibujándola”.

Parte del “trabajo tremendo” radica en el perfeccionismo de Quino. Antes de dibujar un automóvil, por ejemplo, busca catálogos y fotografías y reproduce hasta sus menores detalles. Lo mismo ocurre con un sofá, con un asiento, con una piña, con un lápiz… Gran observador de, entre otras cosas, obras de arte, Quino ha descubierto en los frescos de la Capilla Sixtina ciertos detalles que atentan contra la doctrina sexual de la Iglesia Católica.

Ha pasado más de medio siglo y la “mamá” y el “papá” de la temible niñita siguen juntos. Aún más que juntos: revueltos. Dice la periodista argentina Sylvina Wagner que la compenetración entre Alicia y Quino es tal que resultan “intercambiables”, y agrega el escritor Carlos Ulianovsky, buen amigo de los Lavado-Colombo, que Alicia es “la otra mitad de Quino, sus ojos, todo… No conozco otra pareja con tan alto grado de compenetración”.

Lo mismo que Mafalda, son informadísimos y tienen opiniones políticas de izquierda, contundentes y asaz pesimistas. Más que en las historias de sus pequeños personajes, la visión escéptica de Quino se refleja en sus cartones, aquellos dibujos de una sola escena que, según señaló el escritor Rodrigo Fresán en el encuentro de mafaldólogos reunidos en Oviedo, están poblados “de náufragos, militares, millonarios opresores y tímidos oficinistas”. Allí campea un cruel catálogo del poder abusivo en todos los órdenes: la política, el ejército, la burocracia, la empresa, el taller, las mafias, el hogar, la calle, la vida… Joaquín es un desencantado risueño, capaz de hacernos reír con sus dibujos y de afirmar, al mismo tiempo, que “sacando la tecnología, la humanidad no ha progresado nada y sigue cayendo en los mismos errores”.

La tecnología, justamente, es uno de sus dolores de cabeza. Quino a duras penas atina a contestar el celular. Desconfía de las nuevas tecnologías: solo pide luz, más luz, como Goethe, porque su vista se ha empobrecido y lo tortura la iluminación precaria. Cuando hubo luz, Quino incluso respondía a mano algunas de las cartas de los niños que escribían a Mafalda (a los editores contesta Alicia, como está dicho) y atendía de manera afable durante largas horas las colas que se formaban en las ferias de libros para conseguir un autógrafo del autor.

Mientras Quino trabaja, debe imperar en casa el silencio: ni radio, ni música, ni mucho menos televisión, que solo encienden para ver noticieros. Es Alicia quien maneja los asuntos de su marido a través del computador y con la ayuda de su sobrina Julieta Colombo.

La edad y la salud han reducido la capacidad de los Quino para desplazarse. Pero durante muchas décadas repartieron su tiempo entre Milán, París, Madrid y Buenos Aires. Aún viajan, como quedó demostrado cuando Quino recibió en su silla de ruedas el Premio Príncipe de Asturias de manos de Felipe VI. A pesar de las dificultades, suelen acudir a extrañas películas iraníes en salas de cine de extrarradio y no se pierden concierto que valga la pena ni exposición que cuelgue en algún rincón de la ciudad.

Son gente de gusto exquisito pero sencillo, que se refleja en la elegante decoración de la casa, el calzado y la ropa de Alicia. “Tiene un sentido extraordinario de la estética —dice una amiga suya—. No busca el lujo sino el buen gusto”. Además, es ordenada y metódica. Mientras, Quino se las arregla con pantalones de pana y bluyines. Para verlo con corbata es preciso darle un premio.

Por consejo médico, en la dieta de los Quinos escasea la sal y abundan las ensaladas y la carne asada magra. Les encantan las sopas, pero rara vez las piden en restaurantes y prefieren las que prepara Alicia, cuya especialidad son los platos italianos. Su risotto al funghi tiene fama entre los amigos y en el verano nunca falta en la mesa una sopa fría de pepino y menta. Ella es esmerada en casa y exigente en los restaurantes. Él no cocina, pero ayuda a poner la mesa, sirve el vino, atiende a los invitados, lleva a la cocina los platos sucios, corta el pan y por las mañanas hace el mercado, recorre las tiendas del barrio en busca de las mejores frutas y no perdona una paradita en la droguería para que le tomen la presión.

Los progenitores de Mafalda son, pues, ajenos a toda estridencia. Gente afable y educada que se siente a gusto entre su familia y sus amigos. La pandilla de sus personajes no figura entre los temas más socorridos en sus reuniones, porque —ya lo dijo Quino— les abruma que les pregunten por esa criatura, condecorada ya con numerosos premios y honores, que algunos piensan proponer ahora para el Premio Nobel de la Paz.

Pero Mafalda también tiene claro que no le gusta hablar de sus viejos. Así lo expresó en una carta publicada en el semanario argentino Siete Días en mayo de 1968. “Entre las cosas que no me gustan —escribió— están: primero, la sopa; después, que me pregunten si quiero más a mi papá o a mi mamá, el calor y la violencia”.

Es posible que se refiriera a Raquel y NN. Pero también a Alicia y Quino.

Especial de la Caricatura Daniel Samper PizanoHistoriazona crónicaCrónicas SoHo

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