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15 de septiembre de 2009

La lluvia del olvido

Un análisis de cosas que el escritor Antonio García ya no recuerda

Por: Antonio García Ángel
| Foto: Antonio García Ángel

A mi abuela materna le gustaba leer. También escribía. Nunca vi ninguno de sus textos pero mis tíos dicen que lo hacía muy bien. La pobre, cuando cruzó el umbral de la vejez, entró al fangoso territorio del olvido. Sus recuerdos se fueron desgajando hasta que ya no sabía dónde vivía, quién estaba a su lado, quién era ella. Pasaba todo el tiempo arrancándose pelos invisibles que, según ella, le salían en las mejillas.

Su esposo, mi abuelo, era un hombre del campo, dueño de plantaciones y ganado. Durante casi todos sus 96 años fue un hombre lúcido e inteligente, pero terminó sus días asomado al balcón, confundiendo a las personas con vacas. Miraba hacia el parque interior de la unidad residencial donde vivía y creía estar frente a una finca, hablaba de negocios imaginarios, preguntaba cosas sobre plantaciones que solo se extendían frente a sus ojos.

Por si fuera poco, mi abuela paterna miraba extrañada a mi papá y le preguntaba quién era, a qué había venido. "Soy tu hijo", le respondía él una y otra vez. De pronto, mi abuela lograba reconocerlo y se ponía feliz, pero eso duraba apenas un minuto. Luego volvía a preguntarle quién era, a qué había venido. Se trataba de una conversación circular que desembocaba irremediablemente en el silencio.

El único que se conservó consciente hasta el día de su muerte fue mi abuelo paterno. Cuando pienso en este porcentaje desfavorable y aquella idea de que los genes malignos se saltan la generación inmediata para brotar con fuerza en los nietos, temo por mí. Me pregunto si estaré genéticamente predispuesto a extraviarme en las brumas del alzhéimer o la demencia senil; rastreo en mis olvidos, mis descuidos, los primeros signos de la decadencia.

En la penúltima escena de Blade Runner, el replicante Roy, interpretado por Rutger Hauer, le dice a Deckard (Harrison Ford): "Yo he visto cosas que ustedes no creerían: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir". Es emblemático que, en el último suspiro, el replicante se aferre a unos pocos recuerdos extraordinarios, el tesoro más valioso, el testamento inconcluso de alguien que desaparece. Así, el temor que me asalta es que cuando la lluvia del olvido empiece a lavar mis recuerdos, terminaré vacío, incapaz de echar mano de nada en los estertores finales, y yo también he visto cosas que ustedes no creerían. Dos ejemplos que acaban de llegar a mi mente:

A finales de los ochenta vi, con estos ojos que se habrán de comer los gusanos, a un tipo del colegio, de apellido Moreira, hacer un gol de narizazo. Un hermoso gol que les dio el título en el último minuto. El tipo alzó los brazos, feliz y sangrante, con el tabique aplastado, y celebró unos segundos antes de desmayarse. Aun inconsciente seguía sonriendo.

Cuando tenía unos 14 o 15 años aún iba a misa. Uno de esos domingos, en la iglesia de Nueva Tequendama, Cali-Colombia, pude observar cómo en medio de la eucaristía se le acercaba un tipo a mi amigo Santiago Domínguez y le daba una patada voladora en la cara. Gritó: "¡Va uno, va uno!" y luego se fue muy orondo. Feliz. Jamás lo habíamos visto. Jamás lo volvimos a ver.

También he visto dos tiroteos y tres estrellas fugaces. Vi caer un meteorito en la plaza principal de Chinú, Córdoba, cuando contaba con unos 12 años. No lo pude encontrar porque era de noche y todas las piedras que vi me parecieron iguales. He visto peleas y coitos de perros, incendios forestales, nubes con forma de barco, mares picados, algunos cuadros famosos. Vi a mi madre morir lentamente de una enfermedad incurable y a mi hija dar sus primeros pasos. Pero hay cosas que ya no recuerdo, como el lugar donde hace años escondí setecientos dólares para que no se perdieran, la cara de algunas ex novias, el sabor de las gaseosas Wink, el nombre de películas que me conmovieron, el cumpleaños de mis amigos, el lugar donde suelo dejar las llaves y la billetera.

Algún día, quizá, no reconoceré las líneas de mi rostro. Un desconocido me observará desde el espejo. Él y yo nada tendremos en común, ni siquiera estas míseras líneas que hoy logré robarle al tiempo.