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16 de julio de 2002

Ruddy Rodríguez

Adivinando a las gitanas

Por: Federico Díaz-Granados

Fue en mis ingresos al mundo de las letras cuando aprendí a conocer a la mujer gitana y comprendí que era superior a cualquier tipo de mujer. Poemas de García Lorca y Neruda no otra cosa hacían que afianzar mi secreta pasión por las gitanas en tiempos en que mis amigos sufrían desconsoladamente por las adolescentes o por las lobitas de un secretariado bilingüe.

Mientras más descubrí las enormes diferencias entre algunas mujeres occidentales y las gitanas, más me seducían las últimas. Las identificaba por su estilo de vida, siempre de viaje, con largas faldas de colores y bailando a la perfección el flamenco. Hoy todo va más allá de una gran caravana y un común idioma. Tienen ellas el don de la quiromancia, la adivinación, y por eso intuyen con facilidad las eternas cosas que tanto fastidian a los hombres del común de las mujeres. Ellas son el sinónimo de la libertad y de la errancia. Su aire nómada me hace pensar en los circos que se trastean de pueblo en pueblo llevando consigo todas sus cosas sin dejar rastro alguno. Hacen parte de una gran nación que no tiene patria. Son fieles a su comunidad, y si se da un caso de promiscuidad es dentro de su misma comunidad, a diferencia de muchas de nuestras mujeres, quienes generalmente se lo dan a dos tipos: al novio y al que se lo pida, y a quienes les parece igual de interesante o 'divino' un neoyuppie a un seudohippie. Las gitanas son leales con las de su misma raza y establecen principios de solidaridad con sus semejantes. No se conoce el caso de una gitana 'pirateándole' el marido a otra y quizá por la discriminación que han sufrido a lo largo de los siglos solo se mezclan entre ellos. Eso sí, son astutas con el dinero y los negocios, ¿pero qué mujer no es astuta frente a un puñado de billetes?

Son ideales, porque su libertad evita que se queden a perpetuidad al lado de uno (me invade el terror cuando veo dos cepillos de dientes colgando en el baño, o cuando en mi closet reposan algunas mudas de ropa que no me pertenecen). Pero igual respetan sin protestar y con afecto la autoridad masculina. Son conscientes de que el amor es flor de un día y que nada se parece más a la eternidad que una mujer que después de un mal polvo se demora en vestirse y en largarse.

No soy misógino, es más, soy el prototipo de un buen lesbiano. Me encantan las mujeres, y he aprendido a vivir dignamente entre las 'normálopatas', pero son las gitanas las que más me seducen. Llevan a cuestas el peso de muchas historias. Fueron perseguidas siempre, al igual que sus comunidades, por los nazis, por Stalin y hasta por los bosnios. Ya eso hace parte de su erotismo y de su magia, sin promesas, tan solo recordándonos que son como ángeles del extravío que sortean el amor bajo la luna.

En medio de tantas mujeres bonitas pero aburridas, sobresalen las gitanas que no conocen los síndromes comunes a las occidentales: Síndrome del aire ('estoy asfixiada, necesito espacio'); ni el Síndrome del miedo ('vengo de una relación difícil y tengo miedo a enamorarme'); ni el Síndrome de la primera vez ('nunca me había pasado esto, no pensarás mal de mí pero ninguno había llegado tan lejos'); ni el Síndrome del amigo ('tienes que entender que tengo un amigo y estoy confundida'). Simplemente un buen día la gitana no está. Y esto suponiendo, porque ella nunca se involucrará con un vulgar cristiano como nosotros. Sus principios son tan fuertes como su carne. Su ética es la libertad. Su único domicilio fijo es la memoria.

¿A qué sabe el sexo?
Cítrico, ácido.

Después de hacer el amor… ¿qué?
Arruncharme.

Un gran defecto.
Terquedad.

¿A quién odiar?
A uno que otro político.

Una pasión.
Bailar.

¿Qué beber?
Vino tinto.

El piropo que no olvida.
“Mamita, estás más rica que comer pollo con los dedos”.

¿Quién es Hugo Chávez?
Un cabezadura peor que yo.

¿Qué le han dicho las gitanas?
Que tengo un futuro brillante.

El primer mandamiento de Ruddy…
Ética y honestidad sobre todas las cosas.

¿Qué comer?
Pastas

¿Cirugías?
En el tabique, por un accidente.

¿Ménage à trois?
Ni en sueños.

El último pecado.
Hace años, de soltera, le hice ojitos a un hombre que no era el mío.

¿Viagra o coctel de camarones?
El de camarones, y otros cocteles muy venezolanos como el rompecolchón, el vuelve-a-la-vida y el salta-la-tapia.

Por un millón de dólares… ¿qué?
Todo menos vender mi alma al diablo.

Un secreto.
No tengo, soy un libro abierto, una lengüilarga.

Una posición en la cama.
La que venga.