Home

/

Historias

/

Artículo

12 de septiembre de 2008

Seguimiento a un mendigo

Los indigentes están ahí, por todas partes, a pesar de que los transeúntes hacen lo posible por evitarlos. Fernando Quiroz hizo lo contrario, y siguió durante todo un día a un indigente que tiene por casa un rincón de una calle en el norte de Bogotá.

Por: Fernando Quiroz. Fotografía: Juan Camilo Palacio
Jairo Gualdrón se levanta a las 7:05 de la mañana en su hogar: una calle bogotana. | Foto: Fernando Quiroz. Fotografía: Juan Camilo Palacio

A veces siente que hiede. Que la suma de mugre se ha convertido en una costra: en otra piel sobre su piel. Que lo miran con más asco que compasión. Que de nada le sirve el alcohol antiséptico que se echa todos los días como si fuera un perfume. Entonces ahorra diez mil pesos y pasa la noche en una habitación con baño y agua caliente en el Bronx: en alguno de esos hoteles en donde lo conocen desde los tiempos en que El Cartucho era su casa.

Pero casi nunca le alcanza para darse el lujo de echarse jabón mientras ve cómo se empañan los vidrios. Diez mil pesos es mucha plata para alguien que, como Jairo Gualdrón, a veces no reúne más que siete u ocho mil con los que tiene que comer y echar humo.

Lo cierto es que jamás ha tenido que aguantar hambre. Por eso le gusta vivir en el norte de Bogotá: porque sabe que siempre hay alguien que le estira un billete o le alcanza unas monedas.

Desde hace varios años —ni siquiera él sabe cuántos— su base de operaciones está en la Clínica del Country, la iglesia de la Adoración Eucarística y el supermercado Carulla de la calle 85 con carrera 15. También ahí está su casa: un cambuche que casi todas las noches instala, a eso de las nueve, al pie de los cajeros automáticos de la sucursal de Davivienda. No está en el lugar equivocado: un alero lo resguarda de la lluvia y un muro en 'L' lo protege de las corrientes frías que bajan de los cerros orientales perforando huesos y alborotando resfriados.

Allí duerme, a veces solo, a veces en compañía de su mujer, hasta pasadas las siete de la mañana, cuando los caminantes madrugadores que pasan a su lado lo despiertan con el ruido de los zapatos contra el mismo suelo que le sirve de colchón.

Se demora en enderezarse, en asomar la cabeza a un mundo conocido al que varias veces ha querido renunciar. Antes de comprobarlo con sus ojos, se lleva las manos al vientre, sigue el recorrido de la sonda que desemboca en una bolsa para recoger los orines que no puede eliminar por la vía normal, y se da cuenta de que está llena. La aparta para levantarse y busca con la mirada a Bibiana antes de caminar hasta donde la joven ha instalado, unos minutos atrás, un puesto de dulces y cigarrillos: en el lenguaje de la calle, una chaza. Sin necesidad de palabras, la mujer le entrega un cigarrillo que Gualdrón pagará después, a precio de costo, cuando las primeras monedas del día empiecen a llenar el bolsillo de una chaqueta de paño desgastado que le sirve al mismo tiempo de vestido y de piyama.

Fuma mientras acaba de tomar conciencia del nuevo día que le espera. Arrastra los pasos de vuelta hasta el rincón de ladrillo que ha convertido en casa. Recoge las cobijas, los trapos, los cartones y los plásticos que constituyen su haber. Se toma su tiempo para empacarlo todo en un par de bolsas enormes que alguien pensó para guardar basura, y se dirige con su equipaje a un pequeño prado, a la orilla de la avenida, donde desocupa la bolsa de los orines mientras toma el sol.

No es la única bolsa que tiene conectada a su cuerpo: aquel accidente que no se cansa de maldecir —maldecir, sobre todo, que no hubiera acabado con su vida de una buena vez— también le impide defecar como lo hacen casi todos los seres humanos. Para eso está la otra bolsa, que debido a su pobreza extrema no puede renovar con la frecuencia que recomiendan los médicos: muchas veces, desgastada por el exceso de uso, cede en el momento menos oportuno y vuelca su contenido sobre su cuerpo. Varias veces lo ha despertado la fetidez de sus propios excrementos: es cuando piensa que, literalmente, lleva una vida de mierda.

Allí, en el andén en el que comienza todos los días su rutina de aseo, tiene camuflado un envase plástico lleno de agua para limpiar las sondas y enjuagar las bolsas. La operación tarda casi media hora, porque entre movimiento y movimiento Gualdrón estira la cabeza y extiende los pies para que el sol de la mañana acabe de llevarse el frío que se le coló en el cuerpo durante la madrugada. Es un ejercicio que procura realizar en privado, y por eso escoge un punto en el que no es común el paso de peatones. El único que cruza a su lado aquella mañana le entrega una moneda que no ha pedido y se aleja antes de que el mal olor se convierta en náusea.

Es la primera moneda del día. Gualdrón ni siquiera se fija en su valor. La guarda en el bolsillo con cierto desgano, convencido de que su horario de trabajo aún no ha comenzado. Primero debe guardar su cambuche en el jardín de la iglesia, más allá de la reja, lo más escondido posible. Y recoger un pantalón que le tienen encaletado en otra chaza, debajo de los confites y de las galletas, en una bolsa tan delgada como la tela que cubrirá sus piernas luego de que se cambie, a espaldas de la clínica, sin preocuparse de que el par de enfermeras que pasan a su lado lo vean por un instante en calzoncillos. Luego conseguirá el segundo cigarrillo del día y se sentará en los escalones laterales de la iglesia, de cara al sol, a fumarlo hasta la mitad: el resto lo guardará para más tarde en otro bolsillo de la chaqueta, lejos del que espera engordar con la caridad de quienes se conmuevan con la bolsa que exhibirá como argumento para pedir.

Y pide sin entusiasmo, tal vez porque amaneció sin plata (cuando le quedan unos pesos de la víspera desayuna con caldo de costilla). Tal vez porque amaneció solo (dicen que su mujer pasó la noche en el Bronx bebiendo aguardiente y fumando bazuco). Tal vez porque está aburrido de cargar con ese par de bolsas (lleva doce años con ellas, desde que ocurrió el accidente). Tal vez porque se acordó de los cinco hijos (del que él llama "ñerito regenerado" y que ahora tiene una chaza, de los dos que tuvo que entregar al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, de las dos hijas que buscaron su suerte en otro lado y nunca quisieron volver a saber de él). Tal vez porque en los últimos días el dolor ha recrudecido (ese dolor que no le desea a nadie y por el que a veces le dan ganas de lanzársele a un TransMilenio: no lo ha hecho por el susto de quedar vivo). Tal vez porque esa mañana tuvo que recortar la camisa y convertirla en trapos para limpiar las bolsas a las que vive conectado (aunque más tarde destinará dos mil pesos para comprarle a algún ropavejero del centro un combo de pantalón más camisa).

Pide sin entusiasmo, pero aun así le dan. Entre las nueve y las doce le dan plata catorce veces: dos hombres, dos parejas y diez mujeres. La estadística parece demostrar que la generosidad es femenina.

Con las primeras monedas se levanta para buscar el desayuno, aunque conoce el libreto con el que casi siempre lo consigue gratis. Ese día no es la excepción. Exhibe su mejor cara de dolor ante una señora que toma kumis en un pequeño local de comida valluna, a pocos pasos de la clínica, y logra su cometido: un pandebono y un jugo de mora que la empleada le entrega a regañadientes. Cuando sale, la mesera traduce su indignación en palabras: "Viene todos los días y todos los días alguien le da… Definitivamente lo que no paga es trabajar por el mínimo".

Vuelve a la oficina, en los escalones que el sol ha ido calentando tímidamente, hasta que la sed lo ataca: se deshace de unas cuantas monedas y compra una botella de litro y medio de Manzana Postobón en Carulla.

Vuelve a la oficina, en los escalones al lado de los cuales se ubican a diario algunos de los amigos de Gualdrón —vendedores de frutas, bolsas de maní, gafas de contrabando, cordones para zapatos y un competidor directo al que llaman 'Cincopesos'—, hasta que el hambre vuelve a golpear en la puerta de su estómago. Esta vez desciende en el mapa de Colombia y se asoma a la puerta de un local de comida caucana y una vez más logra su cometido: una empanada de pipián que remata con el medio cigarrillo que había guardado en el bolsillo.

Hacia el mediodía, que presiente sin necesidad de consultar la hora, se dirige a otra de sus caletas, ubicada en los bajos de un edificio de consultorios médicos. Allí se lava la cara, se lava las manos, se peina frente a un ventanal inmenso que le sirve de espejo, y se prepara para el momento cumbre: la salida de los feligreses de misa de doce. Con las últimas palabras del cura, Gualdrón se ubica frente a la puerta, en un lugar estratégico en el que resulta imposible ignorarlo, y acomoda su discurso para despertar la culpa de los que acaban de comulgar: "Dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento…". Las monedas caen por docenas, y en pocos minutos recibe tanto como en toda la mañana.

El 'Pescado' —así le dicen los que se aburrieron de oírle la historia de cuando traía pescados del Magdalena Medio para vender en Bogotá— sonríe por fin. Cuenta las monedas y el par de billetes de los más generosos, y emprende una larga caminata hasta la autopista. Otras veces se queda en la zona —una de las más costosas de Bogotá— y compra una bandeja paisa o un par de presas de pollo en alguno de los restaurantes a los que acuden a diario los oficinistas del sector. Pero ese día decide cumplir con otro de los rituales que practica al menos tres veces por semana: una visita al Bronx, el lugar en el que se reagruparon los desterrados de El Cartucho, que ellos conocen como la 'L'.

Dicen que se fue a buscar a la 'Pescada' (a su mujer, por extensión, así le dicen), que andaba por allá. Dicen que casi todas las tardes se va a meter bazuco. Dicen que se va a buscar a su gente, porque él duerme en el norte pero tiene el corazón en el centro. Cada quien tiene una teoría, pero todos coinciden en que siempre regresa antes de misa de seis de la tarde: repite la escena del mediodía y consigue las últimas monedas de la jornada.

No se equivocan: el 'Pescado' arriesga su vida para colarse en un bus de TransMilenio, se baja en la estación que está al lado del Voto Nacional, se confunde con la masa de mendigos que deambula por el sector, paga mil pesos por un plato de papa, arroz y un trozo de bofe, cuajo, carne de espina o jeta —según lo que haya quedado del animal—, y se pierde en aquel laberinto de hoteles de paso y guaridas de maleantes en el que ofrecen desde un cigarro de bazuco hasta una pistola sin estrenar… Desde una bolsa de bóxer por doscientos pesos hasta un revólver por medio millón.No se equivocan: el 'Pescado' pasa la tarde en el Bronx, cruza frente al Café Excélsior, desaparece en las temibles calles por las que deambulan hombres pintados de negro por el mugre de varios días, se reúne con aquellos que se convirtieron en sus amigos desde la noche en que probó el bazuco por primera vez, se baña de vez en cuando en un hotel de diez mil pesos con agua caliente, y antes de las seis está de vuelta en ese par de cuadras tan cercanas a la Zona Rosa en las que ha establecido su casa.

Su casa y su oficina: el lugar en el que consigue sus ingresos: entre veinte y treinta mil pesos diarios (aquel día fueron veintiséis), aunque hay jornadas de cinco o siete, pero jamás un día en el que pase en blanco. El mismo lugar en el que una noche lejana mató a un hombre por celos. Lo tenía advertido: "Deje en paz a mi mujer, o alguno se va a ir para la tumba". Y se fue el otro. Y la 'Pescada', "que en sano juicio es una reina, pero borracha es un problema", siguió siendo sólo de él. Siguió a su lado, a pesar de los olores, de los dolores y de la incapacidad de Gualdrón para amarla como se debe… porque aquella vez que le estaba ayudando a su sobrina a hacer un trasteo, aquella vez que se cayó del camión y un bus le pasó por encima, cuando acababa de cumplir los cuarenta años, no solo tuvieron que conectarle un par de bolsas sino que también le informaron que no podría volver a tener relaciones sexuales. Y ya lleva doce años de abstinencia.

Trabajó en la 'rusa' por trescientos veinte pesos diarios, fue cotero en Corabastos, durante dos meses probó suerte como mesero en un tren que lo llevó hasta Santa Marta, fue auxiliar en una tapicería. De los legales pasó a los trabajos ilegales: durante mucho tiempo se dedicó a raponear cadenas y candongas en el Centro de la ciudad, conoció la cárcel y allí estuvo en más de una ocasión. Varias veces lo persiguieron, lo golpearon, lo apuñalaron… "Hasta bala me dieron por robar, pero jamás me pasó algo así… y saber que fue por hacer un favor", dice el 'Pescado' mientras revisa la bolsa, antes de desempacar las cobijas, los trapos, el cartón y el plástico con los que armará de nuevo su cambuche, a eso de las nueve de la noche. Y se quedará un buen rato hablando de la vida con los chaceros amigos, hasta que el último tome camino y Gualdrón compruebe que ha llegado la hora de dormir, quizás con la esperanza de que esta sea la última noche de una vida de mierda que lo tiene cansado hace rato.