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13 de abril de 2007

Zona crónica

Seguimiento a una córnea

No era un muerto, era una muerta la que donaría sus córneas ese día. Una mujer de identidad desconocida

Por: marta orrantia

I. la espera

"Estoy esperando un muerto", dije la noche del miércoles en una fiesta. La gente siguió bailando y tomando vino, pero yo me quedé quieta, mirando el celular dormido. El muerto no llegó, y parecía imposible que en este país violento y pobre pasaran más de dos semanas sin un cadáver.

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La verdad era que no esperaba a un muerto cualquiera. Aguardaba una persona joven, preferiblemente no muerta de un golpe en la cabeza o la cara, cuyas córneas estuvieran en perfecto estado para hacer un trasplante.

Tantos requerimientos y aún así los miembros del grupo de rescate de córneas de Cobancol, el banco de ojos de Colombia, a veces tienen la "fortuna" de encontrarse con dos casos diarios. Estas últimas semanas no había sido así.

Me fui olvidando del muerto. Dormía con el teléfono en la almohada, pero había decidido seguir con mi vida. Ir al cine, a una fiesta, a un almuerzo fuera de Bogotá. Como si la muerte nunca fuera a llegar.

El martes siguiente de la fiesta parecía imposible que alguien pudiera morirse. Había amanecido haciendo sol y la mañana estaba cálida.

Pocos minutos antes del mediodía sonó el teléfono con la llamada que llevaba casi tres semanas esperando. "Ya hay un donante. Vamos a Medicina Legal".



II. El donante

Medicina Legal es un lugar lleno de papeles y funcionarios, con cubículos apretados, oficinas alumbradas con luz de neón y archivadores. Sin embargo, es diferente al resto de los edificios públicos. La gente que se aventura hasta el parque Tercer Milenio, en pleno centro de la ciudad, no viene a buscar un papel o un paz y salvo, sino un familiar desaparecido.

Cuando alguien espera un trasplante de órgano (corazón, riñón, etc.) debe ir a una clínica. El donante se vuelve efectivo cuando se le diagnostica muerte cerebral. En este caso es distinto. Como la córnea no es un órgano sino un tejido, puede extraerse hasta doce horas después de muerta una persona.

El procedimiento de extracción de córnea no lo hace Medicina Legal. Ellos simplemente prestan su morgue, a donde llegan los cadáveres reconocidos y no reconocidos, para que los diferentes grupos de rescate (de córnea, de tejido óseo y en algunos casos de válvulas cardiacas) hagan su labor.

Después de pasar los detectores de metales y ponernos las escarapelas de visitantes, entramos en los corredores del primer piso, que dan a la morgue. Hay un baño que no sirve para hacer pipí o para lavarse las manos, sino que se ha convertido en el vestier de estudiantes y visitantes. Hay otro, el de los médicos que entran a hacer autopsias.

Siempre está lleno de gente, hombres y mujeres, que llevan un atado pequeño de telas azules de cirugía. Cuando entramos, cerca de la una y media de la tarde, había un par de médicos vistiéndose. Hacemos lo mismo. Nos vestimos con gorros, tapabocas y batas azules (y yo con mis polainas plásticas sobre las de tela, que reemplazan las botas de caucho que usan los profesionales) y atravesamos un corredor estrecho, con casilleros deteriorados a cada lado.



La morgue de Medicina Legal es un lugar poco apacible, pero ni remotamente tan monstruoso como lo soñaba yo durante el camino. Un amplio salón horizontal y, a cada lado, bandejas metálicas, algunas con cuerpos desnudos, otras con trozos de madera o bandejitas pequeñas o incluso cuerpos envueltos en bolsas de polietileno, preservando así cualquier elemento que sea importante para el estudio forense.

Al comienzo había cuatro cuerpos; dos se encontraban en las bandejas de la izquierda y otros dos a la derecha. Los de la izquierda estaban desnudos, con los pies amarillentos y uno de ellos parecía tener heridas de cuchillo en la cabeza. Los de la derecha se encontraban cubiertos por bolsas.

No era un muerto, era una muerta, la que donaría sus córneas ese día. Una mujer de identidad desconocida, de unos 20 a 25 años, que había fallecido en un accidente de tránsito esa mañana.

Se veía pequeña y delgada a pesar de estar cubierta de plástico negro. Se asomaba solo su cara, apoyada en un cuello ortopédico. Debió ser una mujer bonita.

Lo primero que hicieron fue abrir sus ojos para limpiarlos con solución salina. El técnico, miembro del grupo de rescate del banco de ojos, hizo el primer examen, el macroscópico. Según él, parecía que las córneas no habían sufrido lesiones durante el accidente.

Eso no solo lo dedujo al mirar los ojos. En sus manos tenía un expediente grueso, en una carpeta amarilla, marcada en rojo con las letras NN FEMENINA. Ahí había leído que a pesar de sus lesiones podía ser donante de ojos. Leyó también que habían pasado seis horas desde el accidente que le causó la muerte y aún nadie había ido a reclamarla, por lo que se le podía aplicar la ley de presunción legal de donación. En Colombia esta ley, la Ley 73 de 1988, nos convierte a todos en presuntos donantes de órganos y tejidos. Esto quiere decir que si seis horas después de fallecida una persona, o antes de la autopsia, si nadie ha reclamado el cuerpo o no existe oposición, por ley se puede convertir en donante.

Lo siguiente fue extraer sus ojos. Es común que durante este procedimiento se rescate el globo ocular, para que luego, en un lugar especializado, se pueda extraer la córnea. Otro técnico del grupo de rescate cubrió la cara de la mujer con un campo quirúrgico, que es una tela estéril que aísla el área de trabajo sobre uno de sus ojos. Separó los párpados delicadamente con un blefarostato (un separador de párpados) y comenzó a seccionar delicadamente los músculos y el nervio óptico.

El ojo extraído no es impresionante. Como no tiene sangre, parece simplemente un ojo de muñeca. El técnico envolvió cada ojo en una gasa de soporte y los almacenó por separado en frascos plásticos transparentes, los etiquetó con el número de expediente de Medicina Legal, la fecha y la hora.

Después realizó una reconstrucción de las órbitas con gasa y prótesis y pegó los párpados con pegante, buscando una apariencia estética de la donante.

Finalmente, el técnico limpió con una gasa el Isodine que había usado para desinfectar la cara de la mujer. La pestañina siguió en su sitio. Había pasado media hora, casi, desde que entramos en la morgue. El otro técnico metió los frascos en una nevera azul y blanca, con el logo del Banco de Ojos y la advertencia de que eran córneas.


III. Las córneas

"Es mejor tomar un taxi", nos dijo el técnico a la salida de Medicina Legal. "Nosotros tenemos un taxista de confianza que nos lleva y nos trae, pero hoy tiene pico y placa, así que es mejor llamar un servicio. No es buena idea andar en bus con un par de córneas".

El técnico es un tipo silencioso. En el taxi iba sosteniendo la nevera como si acunara a un niño y miraba el celular. Llega todos los días a su oficina, en el cuarto piso de la Clínica Barraquer, a las siete de la mañana, ignorando si va a salir a las siete de la noche.

"Hay momentos que recompensan el trabajo que hago. Una vez, por ejemplo, una niña de un año y medio que estaba ciega vino para un trasplante de córnea. La niña se quedaba sentada donde la dejaran. Cuando le hicieron el trasplante y vino para control, corría de un lado a otro, tocaba todo, jugaba con todo. Yo dije: bueno, si quiere destruir la oficina, que la destruya. Lo importante es que ya ve y está descubriendo el mundo".

La lista de programación era de unas once personas, sin contar los extranjeros, muchos de los cuales vienen de otros países de América Latina donde los bancos de córnea tienen simplemente un papel de receptores, bien sea porque no existe la cultura de la donación de órganos o porque legalmente resulta mucho más complejo el procedimiento que en Colombia.

En 2004, el gobierno colombiano expidió un decreto que reglamenta los trasplantes de órganos y tejidos, y da prioridad a los receptores nacionales. La ley exige respetar la lista de pacientes en lista de espera sin tener en cuenta su condición social, su raza, su sexo o el lugar donde se le hará el trasplante.

Cuando llegamos al banco de ojos volvieron a llamar de Medicina Legal. Había otras dos córneas disponibles. Lo primero, antes de irse de vuelta a rescatar los tejidos, era analizar bajo el microscopio los que tenía en la nevera.

El microscopio se llama lámpara de hendidura y tiene una especie de cono donde se soporta el ojo mientras se analiza bajo una potente luz. El hablaba de términos como pliegues, reflejo, humor acuoso y alteraciones, y le iba dictando a su compañero lo que veía. Aparentemente, el accidente lesionó un poco los ojos, pero no lo suficiente como para inhabilitar las córneas para trasplante, así que ambos concluyeron que parecían aptas.

El siguiente paso fue preservar las córneas.

La sala de cirugía es espaciosa y organizada. Sus paredes están cubiertas de baldosas grises, los casilleros de los médicos están marcados con sus nombres y hay un vestier donde hombres y mujeres se cambian. El vestier está separado de la sala de cirugía por una especie de salón donde están guardados en cajones, gorros, tapabocas y polainas. Ese es el sitio de reunión de los médicos, que toman café y conversan.

Mientras adentro preparaban el instrumental adecuado para extraer las córneas, afuera, en un momento de calma, los técnicos hacen llamadas personales. Entramos a una sala relativamente grande, con una mesa metálica esterilizada en el centro, que tenía bisturíes pequeños, gasas y frascos. Uno de los técnicos abrió el primer ojo, le cambió la gasa y comenzó el procedimiento para retirar la córnea. Con una mano sostenía el globo ocular y con la otra limpiaba con delicadeza la superficie, para quitar los restos de tejido conjuntival, una capa amarillenta que la protege del medio ambiente. Luego, como si cortara la parte de arriba de un huevo, hizo un círculo alrededor y dejó una zona de seguridad alrededor de la córnea. Esto se llama esclerotomía, y se usa para cortar el botón que luego será preservado y entregado al médico. Levantó con cuidado los bordes hasta que logró despegar todo el círculo. Aunque el cirujano solo utiliza la parte transparente de la córnea, se le entrega con un pequeño anillo blanco de esclera alrededor que permite su manipulación.

Las córneas parecen lentes de contacto, circulares y transparentes, aunque se ven infinitamente más vulnerables que un lente. Luego de sacar la primera, el técnico la guardó en un frasco pequeño y delgado, lleno de un líquido rojizo de preservación que, para decirlo de alguna forma, prolonga su periodo vital.


Repitió el procedimiento con el otro ojo y unos treinta minutos más tarde habíamos salido ya de cirugía con las córneas listas para el siguiente análisis.

Había que esperar media hora para que el líquido rojo hiciera su labor, así que mientras tanto nos sentamos en la oficina del cuarto piso del banco de ojos, contigua al laboratorio donde estaban los microscopios y las neveras. Él se sirvió un tinto mientras miraba por la ventana sin decir nada.

Al rato preguntó, por preguntar: "¿Qué estudiaron ustedes?", pero cuando le íbamos a contestar, ya estaba hablando por teléfono con posibles instituciones que se habían enterado del hallazgo y querían usar sus córneas de inmediato.

La lista es muy estricta. Los pacientes, sin importar de dónde vengan, ingresan a un listado nacional que solo se altera por emergencias. Hay córneas para hospitales públicos, para clínicas privadas, para pacientes de ingresos medios… todos tienen el mismo derecho.

Se paró de la mesa a eso de las cinco y media y entró en el laboratorio para las últimas pruebas. Los exámenes de sangre que le habían practicado al donante en Medicina Legal dieron negativo para enfermedades como hepatitis B, sífilis, y VIH, que inhabilitarían el trasplante, así que solo faltaban dos exámenes más.

De nuevo, el técnico puso los frascos, uno por uno, en la lámpara de hendidura, y luego los pasó a un microscopio especular que leyó la cantidad de células de cada córnea.

"Si tiene menos de 2.500 por milímetro cuadrado no sirve para trasplante", dice. "Contando con que algunas células se mueren durante el trauma de la cirugía, éste es el límite necesario para que el paciente vea bien y no vaya a tener problemas futuros".

"Nuestras" córneas tenían 3.333. Habían pasado todos los exámenes y estaban listas para ser transplantadas, probablemente el jueves en la mañana. Mientras tanto, se quedarían en una de las dos neveras del banco.



IV. El paciente

Héctor García estaba poniéndose la piyama cuando entramos al cuarto de hombres del segundo piso de la clínica. Eran las cuatro y media de la tarde del miércoles. Héctor era el único paciente en el ala de los hombres y había escogido la cama que daba a la ventana.

Su hermana Clara estaba sentada en una silla a los pies de la cama. García tiene 58 años y un cuerpo delgado que parece de alambre. Es alto y de facciones angulosas, y su ceguera le ha enseñado a moverse con cautela. Desde siempre trabajó en ganadería de leche, en la Sabana de Bogotá, pero a los 28 años ya no veía por un defecto congénito que dejó sus ojos envueltos en una capa blanca. Hasta ahora lleva ocho trasplantes de córnea, aunque hay uno, el del ojo izquierdo, que le funciona bien desde hace seis años.

No es normal que una persona tenga tantos trasplantes. Lo usual es que la córnea sirva por muchos años, unos cincuenta o incluso más, pero Héctor García tuvo un accidente eléctrico y su ojo derecho se lastimó de nuevo. Varias cirugías en hospitales públicos resultaron fallidas y esta es la tercera vez que pide un préstamo de tres millones de pesos (a sus hijos), para pagar todo el procedimiento y su incapacidad.

— ¡Qué voy a estar nervioso!, dice. Si lo que estoy es acostumbrado, y se ríe a carcajadas.

Su hermana Clara, en cambio, se muere del susto. Ella misma tiene un pterigion (terigio, para los mortales) y no ha sido capaz de operarse. Lo único que quiere Héctor es poder trabajar de nuevo. "Ya no en ganadería, que es muy esclavizante, sino en otra cosa. Quiero ver, para poder trabajar otra vez". Y se queda en silencio un rato antes de decir: "Y para ver a mis nietos bien, sobre todo a John, que es al que más quiero, porque es el que vive conmigo".



V. El trasplante

La doctora María Cristina Bohórquez entró al laboratorio a las ocho y media de la mañana del jueves. Saludó y abrió la nevera para sacar la córnea. Fue a la oficina contigua y llenó un formulario, que luego llevó a las salas de cirugía. Era necesario especificar a qué horas era la cirugía, qué córnea se transplantaba y a quién. Todo eso queda registrado en la clínica que, aunque no tiene grupo de rescate, es receptor de córneas.

Los grupos de rescate distribuyen las córneas en diferentes instituciones de salud, según se vayan necesitando de acuerdo con la lista de pacientes. Por ley, ni la familia del donante ni la del receptor pueden saber la identidad de cada uno de ellos. Todos los datos del registro se mantienen con absoluta discreción.

Luego de que la doctora Bohórquez llenara todos los cuadros y las especificaciones, bajó al segundo piso, a cirugía, a entregar el frasquito para que estuviera en una nevera allá. "Nosotros lo guardamos en frío desde 15 minutos antes de la operación. Ahí lo sacamos", me explicó la enfermera que recibió el frasco y que también tuvo que firmar papeles de la cadena de custodia.

A las diez de la mañana entré al cuarto de García. La cama contigua la ocupaba un hombre joven que dormía y tenía un parche en el ojo derecho. García estaba vestido para la operación, con un gorro blanco y sin sus gafas. Lo acompañaba su hija, Yasmín, una muchacha morena y bajita, de ojos castaños y pestañas larguísimas.

Le deseamos suerte y salimos para la sala de cirugía, donde nos habían dicho que debíamos estar a eso de las 10:30.

Comenzamos a vestirnos cuando vimos entrar al doctor Francisco Barraquer, hijo de José Ignacio Barraquer, el legendario oftalmólogo que fundó la clínica. Barraquer (el hijo) hizo su primer trasplante de córnea en 1966 y desde ahí ha ejecutado más de dos mil.

Cuando entramos a la sala de cirugía ya eran casi las doce. En el mismo lugar de baldosas grises donde se había retirado la córnea estaba ahora el paciente, anestesiado y con varios aparatos alrededor. Al fondo había una cúpula de vidrio que yo no había notado el primer día que fui. Se llama el quiroscopio. Barraquer se sentó en esa esquina, contra la cúpula, en lo que parecía un trono cubierto de plástico, pero que era en realidad una silla con antebrazos de aluminio.

A su lado derecho se sentó la doctora Bohórquez y al izquierdo, una enfermera con instrumental quirúrgico. Una vez que estuvieron acomodados, una segunda ayudante acercó el paciente a la silla de Barraquer. Bajaron entonces un microscopio, que tiene un aumento de doce veces el tamaño real, y prendieron un monitor en color, en el fondo de la sala, desde donde podía observarse con claridad cualquier movimiento que realizaran.

El doctor Barraquer iba explicando el procedimiento y aún le quedaba tiempo para contar datos históricos. Que el primer trasplante de córnea en humanos fue hecho hace un siglo; que el nailon que se usa para suturar es de 22 micras y que fue empleado por primera vez a finales de los años sesenta; que la córnea es un tejido avascular, lo que significa que no tiene vasos sanguíneos, y que los instrumentos que utiliza son inventados por su padre.

A medida que hablaba, Barraquer trabajaba. Con un tubo blanco llamado sacabocados cortó la córnea al tamaño, 8.5 milímetros. Se pueden realizar trasplantes en los que ponen simplemente un botón central, de unos dos milímetros de diámetro, hasta otros que transplantan la córnea incluyendo la parte blanca del borde, aunque lo normal es utilizar un tamaño de 7.5 a 8.5 milímetros.

Con otro tubo metálico llamado trépano cortó la córnea del paciente, que puso en un frasco para enviarla a estudio a patología y así poder saber por qué se puso blanca, aunque Barraquer tiene una idea. Según él, pudo ser por incompatibilidad entre los tejidos.

Después de desprender la córnea dañada, Barraquer puso sobre el ojo la nueva córnea y comenzó a suturar. En total fueron doce puntos alrededor de la córnea. Los hilos los cortó al ras, sobre los minúsculos nudos, para que no molestaran las puntas.

Aunque al día siguiente podía irse a casa, García debe asistir a controles seguidos durante seis meses, momento en el cual se retirarán los puntos. "Hay médicos que no quitan los puntos. Yo me opongo a eso —me dice Barraquer—. Un cirujano pone puntos tres veces a la semana y quita puntos tres veces a la semana".

Dependiendo del médico y de las complicaciones, una cirugía de córnea puede durar entre media hora y hora y media, aunque el doctor Barraquer es famoso por su rapidez. "Yo no paro. Voy haciendo una cosa detrás de la otra, sin prisa, pero sin detenerme", dice.

La cirugía estuvo terminada a los cuarenta minutos. La córnea se veía sana y transparente. "La única cicatriz que queda es un pequeño aro blanco alrededor del ojo", explicó el doctor.

VI. El milagro

Ocho días después de la cirugía, Héctor García llegó a la Clínica Barraquer para su segundo control. Llevaba las gafas oscuras, pero el ojo descubierto. Según el médico, todo transcurría normalmente. Parecía que la córnea iba a quedarse transparente esta vez.

García atravesó el corredor lleno de gente que esperaba controles y salió a la luz. Caminaba despacio, tomado del brazo de Yazmín, que lo acompañó a la consulta.

"Mi hermano heredó el problema de mi padre", dijo Yazmín a la salida. "Cada rato está en controles, pero eventualmente a él también lo van a tener que operar". Cuando García se acostumbró a la luz, se levantó un instante las gafas. El ojo se ve vidrioso, como si estuviera envuelto en agua y tiene un extraño color azul. "Eso es porque el tejido no ha comenzado a interactuar con el resto del ojo", dice Yasmín, con la seguridad de una experta en este tipo de cirugías. Sin embargo, Héctor ya ve. "Desde el momento en que abrí los ojos, cuando me quitaron el parche, al día siguiente de la cirugía, me di cuenta de que este trasplante sí serviría. Puedo ver bien. En teoría, en seis meses veré perfectamente, pero ahora ocho días después, puedo verlo todo".

Hector debía irse a descansar. Se aferró al brazo de su hija y se fue caminando con sus tenis marrones y ese paso inseguro de quien teme caer. Esa noche, al llegar a mi casa, me di cuenta de que ya no esperaba un muerto.

Por primera vez en varias semanas podía apagar el telefono en la noche. Yo podía, pero la gente del grupo de rescate del banco de ojos no, así que decidí dejarlo prendido... por solidaridad.

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