Home

/

Historias

/

Artículo

19 de agosto de 2010

Si yo fuera hombre

Por: Espido Freire
Ilustración: Andrea Perdomo | Foto: Espido Freire

Imaginemos, por un instante, que fuera hombre: nacido con la certeza de mi género, sin que se me hubiera pasado por la cabeza, ni en sueños, ser cualquier otra cosa, por ejemplo, mujer, helecho o vaca. Tomemos mi día de hoy, mi irrepetible día de hoy, para echar una ojeada a mi rutina.

Me levantaría por fuerza de voluntad, maldiciendo mi falta de habilidad en los negocios que, a mi edad, aún no me ha convertido en millonario. Entraría en la ducha, me juraría que esta semana, sin falta, retomo los partidos de básquet con los amigos, ¿Por qué abandoné el deporte? Un buen rato ante el espejo; me reconozco vanidoso, conservo todo el pelo, buena complexión. No soy Brad Pitt, pero nunca me ha faltado, en las noches solitarias, una voluntaria guapa con la que espantar la soledad. La corbata, un punto extravagante. El traje, clásico, los zapatos, caros.

En la oficina, novedades y urgencias. Me cuesta centrarme, pero cuando lo logro, esa tarea se ejecuta de una tacada. Una llamada de mi novia. Tras diez minutos quejándose de su trabajo, la interrumpo con amabilidad, y se enfada. Cuelgo, atónito. Fanfarrón aquel que diga que las mujeres son todas iguales, sencillísimas de comprender. Yo me moriré sin entenderlas. Mi ayudante, felizmente casado, se encoge de hombros, comprensivo. "Una de cal y otra de arena —me recomienda—, a ti lo que te pasa es que te aburres pronto".

Durante la comida mantenemos una reunión con otra empresa: pido vino tinto, solomillo de buey, patatas fritas y queso. Una mujer añade una ensalada de tomate. Reparo en que picotea la comida. Ella y otras dos se declaran saciadas con dos trocitos de carne. Por mi parte, podría comerme el susodicho buey enterito.

Intento llamar a mi novia. Ha desconectado el móvil, como siempre cuando se enrabieta. Quedo entonces con mi amigo de infancia, que desde que se ha divorciado, ha recuperado su vida social. Nos reunimos en el bar de siempre. Algunas bromas con el propietario, comentamos los diarios y nos retamos con nuestros equipos de fútbol. No soy un gran aficionado, pero el fútbol me permite charlas fáciles y generales con nulo esfuerzo, y me hace sentir parte de un grupo mayor. Al cabo de una hora, dejamos el bar en el que ya saben quiénes somos y qué bebemos, pero con una clientela casi anciana, para ir a un restaurante de moda; juro que me retiraré pronto. Mañana me aguarda trabajo. Mi amigo asiente de modo solemne. Él también.

En una mesa cercana, dos amigas ríen y piden wok. Son guapas; a mí, como de costumbre, me gusta la rubia. Mi amigo inicia un gesto de incomodidad; por mucho que lo desee, siempre ha sido tímido ante el cortejo, hemos tenido que arrastrarlo, o se ha quedado solo. Las idealiza, como si en lugar de mujeres fueran diosas. Yo, en cambio, inicio el contacto visual, entorno los ojos. Comienzan las bromas y el coqueteo entre nosotros, sé también dónde acabarán, porque por mucho que mi novia sea una arrogante temperamental, no voy a ponerle los cuernos con la rubia. No esta noche, al menos. Por supuesto, no me retiro temprano, y mañana me arrepentiré de haber tomado el último gin tonic.

Y observo ese día y compruebo, con sorpresa, que es el mío. Que salvo por el vello corporal, la presencia de pene, y que el sexo de los que no comprendo es el masculino, es, exactamente, lo que he hecho hoy como mujer, nacida con la certeza de mi género, sin que ni en sueños se me pasara por la cabeza, ser cualquier otra cosa, por ejemplo, abeto, puercoespín, hombre.