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14 de agosto de 2007

Supongamos que... Andrés Caicedo estuviera vivo

Por: Pilar Quintana
| Foto: Pilar Quintana


No sería una leyenda, eso es seguro. Andrés Caicedo no es grande por su literatura, le faltaba madurez, profundidad, le faltaba construir, le sobraba provincialismo. Andrés Caicedo es grande porque se mató. A nosotros, que no hemos sido capaces, los suicidas nos resultan morbosa e irresistiblemente fascinantes, más cuando completaron la hazaña a los 25, ¡y con sesenta pepas de seconal!

Pero me resisto a creer que no sería mucho más que un nadaísta (y no solo porque nunca se afilió al nadaísmo), como me sugieren por ahí. Cuando a su hermana le hicieron una pregunta parecida a la que abre este artículo dijo que no sería un hippie patético, es decir, un güevón anacrónico de 56 (esa sería su edad). Yo tampoco lo creo así. Su sobrino agregó que la vulgaridad caleña, mejor dicho, la teta de silicona, la lobería de la sexta, la mentalidad traqueta, (¿quieren más), serían para él una fuente maravillosa para asquearse públicamente. Yo también lo creo así.

A Caicedo no lo podemos descalificar por lo que ha publicado: casi todo salió sin su autorización, y esto por la sencilla razón de que ya estaba muerto. Él no tuvo la oportunidad de sufrir esos afortunados ataques de arrepentimiento que a veces nos dan a los escritores, a mí me dio uno a los 27 que culminó con todo lo que había escrito en la basura. Además tenía 25, insisto: 25. ¿Qué escritor tiene una obra sólida a los 25?

En mi concepto, lo poco que él mismo había sacado a la luz, además de su crítica de cine y ensayos, una obra de teatro, cinco cuentos y la novela ¡Que viva la música!, está bien para su edad. Y aunque no lo podemos endiosar por la esperanza vaga de lo que hubiera podido llegar a hacer, a mí me parece que prometía.

Tenía suficiente pasión (le decían Pepito Metralla por el traqueteo imparable de su máquina de escribir), manía (no soportaba las obras demasiado perfectas) y falta de pudor como para haber seguido escribiendo y haber llegado a hacerlo mejor.

Pero aunque no hubiera producido nada superior a ¡Que viva la música!, tendría su fanaticada, la misma que tiene estando muerto, y que llamo así porque la conforman adolescentes histéricos que se aficionan lo mismo a un cantante de moda que a un escritor drogo que se negó a crecer.

La novela puede resumirse en una frase que aparece hacia el final: cómo termina convertida en puta una ex alumna del Liceo Benalcázar. Este es un colegio tradicional de Cali, cuya función social parece ser fabricar niñas divinamente y cuyo método para conseguirlo es la represión. No hay que ser de la ciudad para entender por qué hace treinta años, cuando la novela se publicó, se armó un escándalo.

Hace veinte todavía era tabú; en el Benalcázar la tenían prohibida, lo sé porque ahí fue donde estudié y cuando la pedí, la bibliotecaria abrió los ojos y me mandó a leer autores más edificantes. Y aún hoy, sin duda, sigue resultando irreverente.

Por eso, Caicedo sigue captando lectores y por eso, si estuviera vivo, lo seguiría haciendo. Pero precisamente este público, fanático e incondicional, habría sido la mayor amenaza para su integridad intelectual. Fácilmente hubiera podido caer en la trampa de su éxito y quedarse pegado en el discurso que le funcionó sin llegar nunca a explorar más allá y convertirse en uno de esos escritores que se conforman con una corte de aduladores.

Cabe imaginarlo más gordo y canoso, bareto en mano (¡todavía!), rodeado por nenas en uniforme de colegio que se lo quieren dar y muchachitos llenos de acné que eyaculan cada vez que habla.

O puede que no, puede que fuera un escritor de lo más digno y respetable.

Lo que sí es definitivo es que más de uno de sus amigos se habría quedado sin nada que hacer en la vida y, de paso, sin el reconocimiento del que goza hoy. Después de su muerte, estos amigos se dedicaron a divulgar su obra, estrenar sus montajes teatrales y películas, escribir sobre él, en fin, a explotar su imagen y alimentar la leyenda. Me pregunto, por ejemplo, qué sería de Sandro Romero Rey, el más dedicado y el más profuso de todos. Eso sí que daría tema para un artículo.

Y está bien, puede que tuviera una columna en El País, como también me sugieren por ahí, y otra en SoHo (¿por qué no?). Pero sí que no aparecería con Diana Rico y Alberto Duque en un aburrido programa de cine. Andrés era tartamudo, tal vez por eso su necesidad de escribir.