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15 de abril de 2008

Tan lejos y tan cerca

Estar en África es estar lejos de Uribe, pero no tanto de Colombia.

Por: Eduardo Arias
| Foto: Eduardo Arias

Hace como un siglo no sé nada de Uribe. En realidad no han pasado ni tres semanas desde que salí de Colombia, pero esa es la sensación que tengo ahora que estoy en el hemisferio oriental, desconectado, sin entender ni jota las instrucciones de cómo acceder a una red wifi que me permita mandar esta columna a tiempo. Lo más parecido a Uribe que he visto de este lado del mundo son unas vallas de Kibaki, el presidente de Kenia que se hizo reelegir y que tuvo al país al borde de una guerra civil. Él es el líder de la etnia de los kikuyo, que son como los paisas del paseo: los negociantes, los emprendedores, los echados pa‘lante porque pa‘lante es pa‘ ya. Para comprobarlo basta entrar a un mercado de artesanías. Cualquier objeto que uno mire, así sea con la visión periférica, significa un tire y afloje que comienza con un precio cuatro, ocho, diez veces mayor al real. "Dis is my praiz", dicen y escriben la cifra en un pedazo de papel, en la palma de la mano. Si uno les dice que no, lo tachan y escriben uno nuevo, que por lo general es la mitad. Si uno insiste que no, que muy caro, le piden a uno que proponga. El tira y afloje, divertidísimo, por cierto porque es a base de sonrisas y chistes que van y vienen, termina cuando uno compra el objeto, casi siempre más por cansancio que por convicción, seguramente a un precio mayor de su valor real, pero mucho menor del inicial.

Estar en África es estar lejos de Uribe, pero no tanto de Colombia. Uno, acostumbrado a asimilar Kenia con el cliché de sabana africana de los documentales del Serengueti, se encuentra con paisajes muy diversos, y muchos de ellos recuerdan los Llanos Orientales, los bosques achaparrados de La Guajira, incluso la Sabana de Bogotá y los bosques de sitios como Guasca. Además, el pasto kikuyo que predomina en los jardines y potreros de Bogotá y sus alrededores proviene de Kenia, así que incluso ese detalle hace que uno se sienta como en casa.

La calidez de la gente también lo hace a uno sentirse como en casa. La prevención por posibles rencores raciales desaparece muy pronto. Además, Nairobi es una ciudad bastante mejor de lo que uno imagina. Para comenzar, a lo largo de la parte sur tiene un parque nacional donde pastan rebaños de cebras y antílopes con el telón de fondo de los rascacielos de la ciudad y los 777 que se aproximan al aeropuerto Jomo Kennyata. Un parque con todas las de la ley: leones, guepardos, cocodrilos, hipopótamos. No es un parque cerrado. Los animales pueden migrar desde el sur, aunque el crecimiento comienza a atenazarla y amenaza con encerrarla, lo cual sería dictarle su sentencia de muerte.

El centro de la ciudad, aunque caótico en horas pico por el exceso de tráfico y la pitadera, tiene amplias avenidas y el parque Uruhu (Libertad) le da un carácter de ciudad ordenada. Además, a la ciudad la rodea una ancha franja de barrios con casas y mansiones con enormes jardines arborizados donde viven incontables especies de aves de todos los colores.

Para encontrar verdaderas diferencias con Colombia es necesario adentrarse en zonas donde todavía predominan las costumbres nómadas de los pastores. Allí desaparecen las cercas, y los rebaños de vacas y cabras conviven con cebras, búfalos, ñus, elefantes, jirafas… Y también con kenianos hijos y nietos de ingleses que andan en sus Range Rovers verdes de los años 70 vestidos de safari y que administran hoteles y campamentos para turistas.

¿Y qué más decir? África emociona de tantas maneras... No más un viaje superficial y de turismo tipo tercera edad como este deja imágenes que marcan para toda la vida. El poderío de las cataratas Victoria. Un amanecer en la meseta de Meru, con la silueta plateada del monte Kenia al fondo. El suave ronroneo de un leopardo a pocos metros de la carpa una hora antes de que salga el sol. Encontrarse por sorpresa con una madre guepardo y sus dos cachorros que, en vez de huir, se comportan como modelos de pasarela durante varios minutos.

Ahora estoy en Ciudad del Cabo, uno de los lugares más hermosos del  mundo. En Green Square, al lado del hotel, varios grupos de jazz han tocado a lo largo de la tarde y de la noche. En pocos días volveré al hemisferio occidental tendré tiempo de conectarme otra vez con la patria uribista. Por ahora dejo que por la ventana se meta la suave melodía de un piano eléctrico y un saxofón mientras por mi cabeza dan vueltas y vueltas las imágenes atropelladas de tres fragmentos mínimos de un continente muy lejano en la distancia pero muy, muy cercano a las fibras del corazón.