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14 de agosto de 2007

Tomando clases de salsa en Juanchito

SoHo le propuso a Jaime Andrés Monsalve, experto en música, pero sin la más mínima aptitud para el baile, que se le midiera a pasar de la teoría a la práctica sin morir en el intento. La única condición: que lo hiciera en Juanchito, el lugar donde mejor se baila salsa en Colombia.

Por: Jaime Andrés Monsalve B.
Monsalve se preparó con maestros de la fundación caleña Nueva Dimensión. Tanto los profesores como su pareja de baile, Darling López, asumieron su escasa destreza con paciencia. | Foto: Jaime Andrés Monsalve B.

 
Decidí que tenía que tomar clases de baile tras agotarme de la misma letanía: "¿Sabes bailar?", "¿Sabes bailar?". Sé que no soy el único al que le habrá tocado responder tal cosa, faltaba más. El problema es que a mí siempre me lo preguntan luego del tercer pisotón, cuando ya hace rato que estoy bailando.

Lo que más extraña a quienes me conocen es el hecho de que, adorando como saben que adoro la salsa, no tenga yo la menor idea de seguir el compás. Otra cosa es la que me dictan el corazón y la sangre, que se calientan y envalentonan cuando escuchan un tema de Roberto Roena, cuando suena un mambo de Cachao o cuando contemplo un viejo video de Fania All Stars. Pero, eso sí, corazón y sangre se calientan y envalentonan en actitud de recogimiento y contemplación, no en función del "pasito cañandonga" ni de la caída de la hoja ni de nada más allá de mover la cabeza o la pierna, con la piel erizada. Como quien dice, la salsa condimenta mi vida, pero no me ha obligado a hacerme un Fred Astaire. No tengo ni la actitud ni el cuerpo ni el ritmo para tal cosa.

Además, no nos engañemos, al igual que lo fue en el principio de los tiempos, el baile ha sido y sigue siendo un prolegómeno hacia el apareamiento, con o sin fines reproductivos. Y yo, por fortuna, ya tengo mi situación civil resuelta, amén no precisamente de mis capacidades para tirar paso.

Aún así, la cantinela del "¿Sabes bailar?", "¿Sabes bailar?" me seguía retumbando en la cabeza como si Ray Barretto la hubiera cogido de tambora con sus manazas kilométricas. Eso, más la gentil sugerencia de dos compañeras de trabajo que todavía se encuentran choqueadas por el recuerdo de mis 85 kilos de peso sobre el empeine, me llevaron en julio pasado a la capital del Valle, en donde habría de pasar una semana esclarecedora, obligándome a mí mismo a aprender a bailar la salsa como Dios manda para luego probar mis conocimientos en alguno de los establecimientos salseros de Juanchito, población a diez minutos de Cali que desde la década del setenta es de obligada visita para quien se precie de ser rumbero. De paso, eso me permitirá indagar un poco acerca de lo que determinó la popularidad unánime del pasito tuntún en la ciudad.

Al oriente de Cali se encuentra la Fundación Nueva Dimensión, escuela de salsa que ostenta triunfos infantiles en Miami y Los Ángeles, y cuya representación muy pronto viajará a defender esos títulos a Las Vegas, mientras envía a otras parejas a demostrar lo que saben en un escenario en China. Imposible que con esas excelsas credenciales no puedan hacer de este pobre mortal un nuevo Nureyev. Pero prefiero no crearme falsas expectativas y me contento, humildemente, con alcanzar a Barishnikov.

Mi profesor será Harold Caicedo, quien ha dedicado al baile trece de sus diecisiete años y que hoy imparte cursos a los más de trescientos alumnos de Nueva Dimensión. Los hay muy pequeños, de tres o cuatro años, y los hay muy adultos, como el señor sexagenario que llevaba muy bien el ritmo a pesar de sus años y de estar completamente sordo. Vuelvo y me repito: así las cosas, de aquí he de salir hecho un trompo. Mi pareja de baile será Darling Vanessa López, una mujer hermosa a sus escasos quince años, lo suficientemente ágil como para largar los pasos más enrevesados y lo suficientemente aérea como para facilitarme las piruetas que impliquen levantarla en brazos.

Nos dirigimos al Polideportivo del barrio Ciudad Modelo, primera sede de Nueva Dimensión hace diecisiete años. Allí, la maestra Mayra Alejandra Suárez les está impartiendo clases a los alumnos más pequeños, que se presentarán un día después en un concurso en el Parque de las Banderas. Verlos girar, saltar, inclinarse, estirarse, lanzar a sus parejas por los aires me da aún más ánimos, pues eso me confirma que, incluso en cuestiones de baile, "hasta un niño de tres años puede hacerlo".

Harold empieza por enseñarme los pasos elementales, como el básico caleño, consistente en mover un pie al lado-al centro y luego el otro. Sigue un paso americano en el que se mueve una pierna atrás-al centro y luego la otra adelante-al centro. Vendrán otras variantes, como punta-punta-patada, un pie al lado lanzando el brazo en la misma dirección y otros movimientos rítmicos que no aparentan ser tan difíciles. Hasta que llega la hora de ponerlos todos en conjunto, y ahí es cuando se me arma el bulto de anzuelos y hago que todos los presentes, hasta el disco, pierdan el ritmo.

Pero me esfuerzo, y al final habré de dejar por igual el alma y la cadera derecha.

Dice Alejandro Ulloa en su libro La salsa en Cali, de 1989: "El baile no se inventó en Cali, porque en todas partes se baila (...). Pero aquí se convirtió en una razón para existir cuando la vida comenzó a girar en torno suyo, para un amplio sector de la comunidad". Luego agrega: "Ante la ausencia de producción de una música propia, se asumió el baile como nuestra salvación musical".

Entre los antecedentes sobresalen hechos puntuales como la llegada de los primeros discos de LP de son cubano y bomba puertorriqueña a través de los puertos de Buenaventura y Barranquilla, en la primera mitad del siglo XX, y las audiciones por radio de onda corta. Eso, más la llegada de los filmes de las vedettes Ninón Sevilla y Tongolele, y las visitas de Daniel Santos en 1953, de la orquesta de Pérez Prado en varias oportunidades y, sobre todo, de los ídolos Richie Ray y Bobby Cruz en una fecha que nadie olvida, la del 25 de diciembre de 1969; determinarían que el gusto popular se anclara en la sabrosura del sonido Fania, en la cadencia del jazz latino y en la fugacidad de fenómenos como el boogaloo y la pachanga, ritmos que hoy poco se interpretan, pero que siguen siendo predilectos del caleño.

Los primeros bailarines profesionales surgen en la década del cuarenta en una serie de bares emblemáticos como el Monte Blanco, el Maryland Club y el Club Popular. La evolución hacia un estilo propio tiene lugar en los llamados agüelulos, fiestas para menores de edad en las que solo se permitía tomar esa bebida no alcohólica. Allí nació la caleñísima costumbre de acelerar los discos de 33 rpm, a 45 rpm., para hacer que el bailador moviera pies y caderas a altísimas velocidades. En ese punto de la narración ya hay bailadores reconocidos, como las parejas conformadas por Watusi y María, y por Jimmy Boogaloo y Amparo Arrebato.

Así nace la llamada Escuela de Cali en la que, según palabras del investigador pastuso José Arteaga, "se bailaba con pasos acrobáticos y piruetas dignas de un gimnasta". A pocos minutos de mi debut "del puente para allá", siento que Arteaga está haciendo un fiel retrato de este servidor.

El aniversario 471 de una ciudad no es lo que uno podría llamar exactamente una fecha redondita. Sin embargo, la celebración del onomástico tiene mucha salsa de por medio. En el llamado Parque de la Música se realiza el VI Encuentro de Melómanos y Coleccionistas de Cali, evento en el que los amantes del guateque bravo se reúnen a discutir sobre quién tiene la versión más extraña de Tumba palo cucuyé de Arsenio Rodríguez, quién cree conocer la verdad acerca del asesinato de Chano Pozo en Nueva York o qué opinan del tema de moda, la encarnación que hizo Marc Anthony del Cantante de los cantantes, Héctor Lavoe. Indefectiblemente, todos disfrutan, pero nadie se pone de acuerdo.

De todas maneras, el encuentro es un manjar para cualquier salsómano. La mejor música, exótica memorabilia, discos de recóndita procedencia y videos de esos que de manera eufemística llamamos extraoficiales por no decirles piratas, abundan en el lugar. Quienes no están curioseando el material, esperan la aparición de alguna orquesta en la tarima. En esta jornada el turno es para el grupo local de música tradicional cubana Son Varadero. No puedo resistir la tentación de subir a entonar con ellos el clásico Son de la loma, y lo hago orgulloso así el ingeniero de sonido, en un alarde de sabia previsión, haya decidido retirarle el cable a mi micrófono.

Pero mi cabeza y mis pies siguen pendientes de mi debut en Juanchito, y hay que ensayar. A falta de alguna dama que se quiera arriesgar a una patada en la espinilla, el bailarín Freddy Rojas me ofrece a su pareja, una mustia muñeca de plástico y tela. Y yo acepto, embebido por ese típico espectáculo del acerbo salsero vallecaucano. Rojas toma la muñeca. La mueve, la jala, la empuja, la golpea, la besa y la magrea con impudicia, todo en un nivel de confianza que supera el de una relación estrictamente profesional, digo yo, y sospecho que tal vez entre ellos dos hay algo más. Pero ahora tengo el monigote deshilachado en los brazos, y prefiero no imaginarme nada.

"A Juanchito me voy a pescar al río", dice el coro del tema Amparo Arrebato, dedicado por Richie Ray y Bobby Cruz en 1969 a aquella célebre bailadora local. A juzgar por los hedores que desprende el río Cauca a la altura del puente que separa a Cali de Juanchito, con suerte lo mínimo que se podría pescar allí sería una nematodiasis gastroentérica hemorrágica, con mucosa congestiva y edematosa.

Pero a lo que voy es a bailar. Me encuentro embutido en un traje amarillo patriotero al que solo le faltan las alas para ser el disfraz del Cole, facilitado por Wilson, el único bailarín de Nueva Dimensión que, en un mundo de delgados donceles, tiene proporciones abdominales similares a las mías. Darling usa el vestido que le corresponde como gemelo al que llevo puesto, con la diferencia de que a ella sí le queda celestial.

Nuestra primera escala en Juanchito es Changó, uno de los templos salseros del Valle del Cauca, en donde decidimos ensayar unos minutos en la pista, alternando con el público presente que nos pregunta a qué hora es el show. Luego nos dirigimos a la taberna Don José, en donde se lleva a cabo un concurso de baile de escenario. Ahí llamo menos la atención, camuflado entre parejas con vestuario tan o más chillón. Hay pocos pero muy especializados asistentes, incluyendo además a algunos directores de academias que fungen como jurados en esta final.

Sé que mi pareja hubiera preferido llegar a esta instancia bailando con 'el Chino', un muchacho que creció a la par con ella y que, a la sazón, es el único con quien se sabe la mitad de algo. Conmigo, en cambio, Darling habrá de sentir que es ella quien tiene que asumir todo el compromiso. Para aquellos que viven por el baile, nada hay más doloroso ni desconsolador que padecer a un parejo envirotado.

Y ambos lo constatamos cuando arranca el baile, con otro de esos temas acelerados a 45 rpm. a ritmo de boogaloo. Empiezo a mirar a lado y lado, en busca de mi profesor. Constato que se me han olvidado todos los pasos y que sin la guía de Harold soy barco sin barquero. Darling me mira con molestia, y me da indicaciones que la música del lugar no me deja oír. Acercarle el oído es peor, porque dejo de mirar mis pies y lo aprendido se revierte en un sancocho nada valluno de traspiés, zancadillas, pisotones y patadas.

El final de la pieza, que debe culminar con el arco invertido de la mujer, no tiene futuro. Darling me mira como insistiéndome que esté tranquilo, que es ella la encargada de conservar el equilibrio. Lo que no sabe es que a mi torpeza hay que sumarle la cobardía de Euristeo, rey de Argos. Otro bailarín que está concursando se percata y no se le ocurre un gesto de aliento diferente a gritarme "cógela duro, güevón", y al final, lo que había de ser una filigrana sin fisuras, un dechado de coordinación cuántica, la escultura soñada por Rodin, termina siendo un reguero, una zambullida en gelatina, un nudo gordiano en carne y hueso, el final de mi prometedora carrera en el mundo de la danza.

Hasta ese momento, asumo que los jurados han extendido sus paletas mostrándonos la calificación de "uno" como un acto de física misericordia mariana. Pero Darling me aclara que no nos pusieron cero porque no hay forma: las paletas van de uno a cinco.

Y mientras eso sucede, me entero que a varios kilómetros de ahí, los niños que están representando a Nueva Dimensión en el Parque de las Banderas de Cali han logrado obtener dos honrosos segundos lugares en las categorías principiantes y expertos. Luis Carlos Caicedo, director de la Fundación, me aclara que prefirió excluir del concurso a quienes viajarán próximamente al exterior, y darles la oportunidad a las nuevas luminarias de la compañía. Como quien dice, el único fracaso rotundo tiene nombre propio y está tomándose las de Villadiego de regreso a Bogotá, comprobado que jamás podrá llegar a ser un buen bailarín.

Al final de la experiencia, Harold Caicedo, mi paciente profesor de baile, hace un diagnóstico de mi motricidad al servicio de la danza: "Le hace falta aflojar las caderas —dice, implacable—, pararse más derecho frente a su pareja, dejar de mirarse los pies, arrancar siempre con el pie izquierdo a la cuenta de ocho y recordar que todo pie que se mueva a un lado, debe volver al centro antes de mover el otro". Pero no ha acabado: "Además, tiene una mano muerta, debe matizar los pasos para que se vean más y, sobre todo, le hace falta concentración".

Pero resuelve, tal vez conmovido por las lágrimas que estoy a punto de derramar, ser menos pétreo. "Lo que le hace falta es práctica —se ablanda Caicedo—. Estoy seguro de que con paciencia y mucha dedicación, usted podría ser un buen bailarín".

Agradezco las sinceras palabras de mi decepcionado maestro, pero sucede que ya tengo algunos planes importantes en los que ocuparme durante el tiempo que me llevaría convertirme en un bailador medianamente decoroso, entre ellos concluir mi tesis de maestría, leer algunos libros que tengo en fila, salir de vacaciones, terminar de pagar el apartamento, tomarme un sabático, honrar a padre y madre, desarrollarme plenamente como profesional, tomarme otro sabático, solucionar por completo mi futuro económico, retirarme del oficio con una pensión digna, vivir una vejez feliz y fallecer de manera tranquila, en pleno uso de mis facultades y rodeado de los míos, a mis 134 años.

Entonces, como dijeron los tan citados Richie Ray y Bobby Cruz en otra de sus canciones, "me despido de la salsa", al menos en lo que se refiere al baile. Y me despido de ella con la satisfacción de lo vivido, de que a nadie le calzará como a mí la frase "que me quiten lo bailado".

¡Claro! ¿Cómo me van a quitar lo bailado, si no bailé un carajo? ?