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28 de junio de 2012

¡A beber se dijo!

Tomando Pipo con los viejos en el parque Caldas

El pipo que beben los viejos del Parque Caldas se compone de 40% de alcohol y de 60% de agua. La bebida tiene un precio de $1200, aproximadamente.

Por: Pablo R. Arango. Fotografía: El paisa
El pipo que beben los viejos del Parque Caldas se compone de 40 % de alcohol y de 60 % de agua. La bebida tiene un precio de $1200 aproximadamente.

A LAS SEIS DE LA MAÑANA, el sitio más cercano donde puede comprarse la media botella de alcohol antiséptico queda en el barrio Las Delicias, seis cuadras abajo del parque. A Pacho todavía le queda una dosis de la noche anterior, que carga en una botella de plástico y, en la bajada, don Luis y Jorge toman de allí su primer trago del día. La otra ventaja de esta tienda, además de abrir temprano, es el precio: la media de alcohol marca Ossa vale 1200 pesos, mientras que en los alrededores del parque cuesta 1700. Quinientos pesos es un lujo que uno no puede permitirse cuando la plata escasea y quiere o necesita estar borracho durante las horas de vigilia. Jorge me explica didácticamente:
—Ahora la marca de moda es el Ossa. Eso es por épocas. En otras ha sido el Christy, el Remy, el Globy. En las droguerías venden un MK que no es muy bueno porque sabe a perfume.
Nos devolvemos cuesta arriba con media de Ossa en el bolsillo del saco de Pacho. Llegamos a Banderas, uno de los sitios tradicionales para tomar pipo, al lado de dos grandes banderas del departamento de Caldas y de Manizales, junto al centro comercial Parque Caldas y al Parque Ernesto Gutiérrez. En cuanto Pacho saca la media aparecen tres contertulios más: el Poli, don Mario y la Hormiga. Este último consigue el agua ahí cerca, es la parte gratis del coctel. Para empezar, se mezcla un 60 % de agua con el 40 % restante de alcohol. Yo esperaba que le “quemaran el diablo” (procedimiento que consiste en quemar un poco el alcohol antes de mezclarlo, para reducir su fuerza: 75 grados). Me explican que ellos agitan la mezcla para que no quede tan fuerte, y me conceden el honor. Mientras sacudo la botella, Jorge me presenta a los nuevos y los demás se vuelven a presentar. Me tomo el primero; lo único que siento es el sabor agudo del alcohol y un ardor que baja de la garganta al estómago. Paso la botella y todos toman. Don Mario me pregunta:
Dotor, ¿y usted también toma de esto ?
—Normalmente no. Yo tomo aguardiente.
—Ah, tranquilo que así empezamos todos.
—¿Y ustedes no toman aguardiente?
—Eso no me hace nada —dice la Hormiga—. Mire, yo viví tres años en Estados Unidos, manejando mula y trabajando de mecánico, y tomé whisky como un berraco. Pero ahora ya no hay plata.
—Si me permite una interpelación —tercia don Mario—, a mí el aguardiente me sabe a aguapanela.
—Yo leí que la licorera había reducido las ventas —dice Jorge—. Pues claro, si le suben al trago cada rato.
Don Luis y el Poli están conversando, Jorge pasa la botella y hago trampa: paso y le paso la botella a don Mario, que está acuclillado, como haciendo ejercicio, acelerado, con los ojos verdes bien abiertos. Casi todos tienen un matiz de terracota distribuido irregularmente por la cara de piel reseca que se descascara. La Hormiga, probablemente el mayor de todos junto a don Luis, tiene dos peladuras en la frente. Casi todos se parecen al estereotipo del alcohólico: narices grandes y venosas, botella temblorosa en las manos, labios resecos, la parte blanca de los ojos enrojecida y la respiración como de fuelle viejo.
Mientras comienzan otras dos conversaciones don Mario y el Poli, una, y don Luis y la Hormiga, otra, Jorge me da informaciones aparte, siempre en su tono sosegado y pedagógico:
—Mire, la Hormiga tiene 68 años y vivió 20 en Estados Unidos. Lo deportaron porque se puso a apostar carreras en una tractomula y se cayó de un puente en Nueva York.
Mientras, la botella ha pasado nuevamente a las manos de don Mario. La levanta, la mira, los ojos le brillan y antes de tomarse el otro, dice duro:
—Oiga, hombre, está bacano este alcohol. Hágale pues, Pablito. ?Todos me miran y no puedo hacer trampa. Me lo tomo. Jorge se toma el último. Todos miran la botella vacía y luego me miran. Recordé al Cónsul: “No había en el mundo cosa más horrible que una botella vacía”. Les dije que yo invitaba a la otra, y las conversaciones se animaron de nuevo. Esta vez enviamos a un delegado, no hasta Las Delicias sino a una tienda más cercana, una de 1700 pesos.
Don Mario habla conmigo, vocifera:
—Aquí somos gente de muchos rangos distintos. Vea, don Luis es abogado, la Hormiga vivió en Estados Unidos, el Poli fue policía tres años, Jorgito es filósofo y Pacho es bulteador.
Pacho cae en la cuenta de que tiene que ir a descargar un camión en La Galería. Ya son las ocho y media de la mañana. Se despide advirtiéndonos que más tarde vuelve. ¡Dios mío!, me digo, se nota que este hombre no ha dormido mucho, tiene entre pecho y espalda una cantidad de alcohol antiséptico que nos tendría en el hospital a un porcentaje bastante alto de borrachos dizque duros, ¡y se va a cargar bultos! Me reprocho por haber pensado que tipos como él carecen de autocontrol. Aprovecho la información sobre el trabajo de Pacho para preguntar de dónde sacan la plata para el pipo. El Poli se adelanta:
—Escopeteando. ¿Sabe qué es eso?
—No.
Don Mario interrumpe y responde con la voz cada vez más alta:
—Pues pidiéndoles plata a los que pasan.
—Pero no tiene que gritar, hombre, hable pasito —le recrimina el Poli.
—Yo hablo como me da la gana, estamos en un parque.
—Pero no tiene que hablar tan duro.
—Yo veré cómo hablo.
Siguen así y parece que fueran a pelear. Miro al resto, pero nadie se inmuta. Ellos se gritan cada vez más alto y sus caras están cada vez más cerca la una de la otra. Me aparto un poco y, aprovechando que todos están conversando o monologando, tomo algunas notas. La otra media de alcohol llegó hace rato, y la segunda botella de la mezcla ya va por la mitad. Jorge me toca el hombro para ofrecerme otro trago. Don Mario, que ya terminó la discusión con el Poli, regaña a Jorge:
—Oiga, deje a Pablito que escriba sus güevonaditas.
—Es que él está escribiendo un artículo sobre nosotros —contesta Jorge.
Pacho y don Luis ya sabían este dato, pero el resto no. Don Mario me dice, esta vez con calma:
—Uy, periodista, ojalá nos ayuden.
—¿En qué?
—Mire, la Alcaldía tiene un programa con la policía y pasan todo el día y la noche recogiéndonos a nosotros los de la calle dizque pa’ bañarnos y darnos comida. Pero lo que nos dan es palo.
—No creo que yo pueda hacer mucho, aparte de contar lo que ustedes me digan.
—Pues mire —sigue don Mario—, ya no nos dejan beber tranquilos en ninguna parte. No demoran en pasar y nos toca abrirnos. Imagínese usted a la Hormiga, que ya va pa’ los 70 años, corriendo aquí escalas abajo pa’ que no lo coja un policía. Porque nos llevan a la brava, y nosotros no le hacemos nada a nadie y tampoco metemos vicio.
Terminado el discurso, don Mario mira al Poli y le dice:
—¿Sí ve que estoy hablando pasito? —Y suelta una carcajada.
Don Luis habla por fin, soñoliento:
—Yo creo que deberíamos armar una comisión pa’ hablar con el alcalde y el secretario de Gobierno.
La Hormiga me dice que las peladuras que tiene en la frente son de una caída que sufrió tratando de huir de la policía. Ya me he tomado otros tres tragos y el drama me alcanza y vuelvo a recordar al Cónsul: “Vaya mundo que pisotea la verdad como pisotea a los borrachos”. La botella se acaba. Otra vez, Jorge apura el último trago. Mientras blande la botella vacía, me dice al oído:
—El que lo prepara se toma dos en cada ronda: al comienzo y al final.
Me doy cuenta de lo que pasa y mando por otra media. Ya casi son las diez de la mañana y Pacho regresa de La Galería. Me valgo de la referencia a la Alcaldía para preguntarles por sus preferencias políticas. Pacho contesta:
—Mire, dotor, si usted nos colabora con algo, nosotros le hacemos fuerza al que nos diga.
—No, yo no hago política. Lo que quiero saber es por qué partido o candidato votaron.
—Ah —dice Pacho—, yo no puedo votar porque embolaté los papeles hace tiempo en Medellín.
El Poli se me acerca con una billetera en la mano, de donde saca la fotografía de una muchacha que debe de andar por los 15 años. Me dice que es su hija, que estudia en un colegio. Y remata:
—Por lo del alcoholismo yo no vivo con ella. Por eso también me echaron de la policía.
—¿Y dónde duerme usted?
—En el puente al lado de la Universidad Autónoma.
Le devuelvo la fotografía, la guarda y se sienta nuevamente. Lo noto muy mareado. Se agarra la cabeza con las manos mientras la menea horizontal y lentamente, como lidiando con algo allá adentro. Se para una vez más, me extiende la mano y se despide:
—Me voy a recostar un rato.
Baja unos cuantos escalones y se acuesta en uno de los sardineles al lado de las banderas. Don Mario me explica:
—Es que el Poli y yo estamos tomando desde las cinco. Yo personalmente lo invité. Ha vuelto a su volumen natural: estridente.
Todos, menos Jorge, viven en la calle. Al final del día racionan lo más que pueden la dosis de pipo para que la noche no los coja secos. Antes solían dormir en los escaños del parque o en las puertas de la iglesia La Inmaculada, pero ahora buscan refugios menos visibles para evitar ser recogidos por la policía.
Jorge regresa con la media de alcohol. Don Mario se la pide para preparar la mezcla:
—Venga, bajémosle al agua que está muy suavecito.
Sube la dosis de alcohol más o menos al 50 %. Se toma el primero y le pasa la botella a la Hormiga, que se toma el suyo y exclama:
—Uy, este hijueputa sí quedó bravo.
Les pregunto si a veces lo toman puro. Me contesta don Luis:
—No, qué tal. Eso vivo baja como un gato en reversa.
Soy el último de esta ronda y ya tengo los labios secos, el ardor en el estómago más fuerte que al comienzo, el sabor del alcohol en la boca, el sol pegándome en la cara y veo venir el desplome. Todos estamos bastante colocados, o eso me parece. Un señor que pasa por ahí con un costal al hombro se arrima. Le dicen Christy. Me lo presentan. Le ofrezco la botella y me dice que tranquilo: “Yo cargo lo mío”. Saca una botella más grande que la nuestra, con un líquido rojizo. Le pregunto si es pipo. Me explica:
—Mire, dotor, yo tomo el pipo es con Frutiño.
—¿Y cómo lo prepara?
—Con una media de alcohol me hago un litro, mezclando con agua y el Frutiño pa’ que le dé sabor. Eso me alcanza pa’ trabajar todo el día.
—¿Y en qué trabaja?
—¿No ve? —me dice riéndose—. Soy reciclador.
—¿Y lo mezcla con cualquier refresco?
—No, cómo se le ocurre. Solo con Frutiño rojo. La otra, vez un amigo me dijo que probara con el amarillo, pero eso es un veneno: al otro día casi me mata el guayabo.
Pacho me pide la botella y comienza otra ronda. Empiezo a pensar en la disculpa para irme. Don Mario me extiende la botella:
—Papi, hágale pues, mijo, tómese el otro.
El ánimo del grupo alcanza otro pico: hay risas, la voz de Christy compite en decibeles con la de don Mario; todos, menos don Luis, hablan al mismo tiempo, pero don Mario me vigila. No hay remedio, me tomo el otro, ya es mediodía. Les digo que me tengo que ir y viene la insistencia para que me quede “que esto apenas se está poniendo bueno”. Repito que tengo algo importante y que ahí les dejo con Jorge pa’ la otra media y que en estos días nos vemos.
Después de dormir un rato —en mi casa— voy a la droguería por una aspirina y veo en un estante una media de alcohol antiséptico. Le pido al dependiente que me la muestre. En la parte interior de la etiqueta dice:
Solo para uso externo
No ingerir

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