21 de agosto de 2012

Cuento

Un cuento inédito de Camilo Durán Casas

Además de haber sido un gran periodista, lector consumado y excelente twittero, Camilo Durán tenía una pasión que pocos conocían: escribir literatura. Como un homenaje a él, reproducimos este cuento suyo que en 2008 le envió a su gran amigo Guillermo Uribe.

Por: Ilustración por Luis Carlos Cifuentes

PRÓLOGO

Parece que la idea de escribir mi novela se puede concretar. Al menos eso pienso ahora. Y es que conocí a Isadora. Siento que ella es al mismo tiempo un regalo y un castigo venido del más allá hacia el más acá; es como la llave que me hacía falta para comenzar con juicio y disciplina la historia que siempre he querido escribir e, igualmente, el precio que debo pagar por hacerlo. No tengo claro si a esta idea pueda dársele el nombre de novela, cuento, ejercicio experimental o cualquier otra denominación literaria que me permita explicar fácilmente a qué diablos he estado dedicado. Por otra parte, el solo hecho de pensar que estoy escribiendo o intentando escribir una novela me suena pretencioso. Novelista Balzac, novelista Fuentes, pero, ¿novelista yo? En fin. Además, he malgastado tantas horas pensando en el nombre de mi primer y quizá único libro, que ahora siento vergüenza al recordarlo. Sin embargo, creo que ella ha cambiado mi vida. La suerte y el destino la han puesto en mis manos. La verdad, solo quiero que muy pocas personas me recuerden. Y además quiero ser el único que ella recuerde.
CAPÍTULO ÚNICO
Cuando la conocí, tenía alrededor de treinta y tres años. Treinta y tres años que parecían haberse detenido y encontrado en su cuerpo, en sus ojos, en la forma atractiva y a la vez simple de vivir como recostada a la vida, la medida perfecta para reposar en él eternamente. Cuando la miraba, parecía como si hubiera nacido con esa edad y, por una inexplicable ley del destino, estuviera condenada a morir de esa edad. Jamás he conocido otra persona que siempre tuviera los mismos años. Eran treinta y tres años de vejez y treinta y tres años de juventud. Sus piernas flacas como huesos de perdiz con las que caminaba como si estuviera flotando por encima de la calle le daban un aire fantasmagórico. Isadora. Mi redentora, mi transcriptora, mi confidente...
Recuerdo la primera vez que la vi. Es como si ahora estuviera sentado en un teatro de barrio viendo una película de la cual fui actor principal sin saberlo ni consentirlo. Sentí desde ese primer momento que su presencia cambiaría mi vida para siempre. Fue un sábado cualquiera. Esos días los empleaba normalmente en buscar ávidamente en las páginas amarillas del directorio telefónico o en los avisos limitados de los periódicos capitalinos los servicios profesionales de alguien que pudiera hacerse cargo de transcribir las grabaciones de la novela que quería escribir a través de mi voz. Quería hablar una novela y que alguien la escribiera. Aspiraba a que esa nueva obra fuera producto de dos seres. Uno, yo mismo, que se encargaría de relatarla sistemáticamente con un orden y un argumento que ya tenía preestablecido y resuelto, pero que debía variar en la misma medida en que la relación entre quien la escribiera y yo fuera desarrollándose, y otro, esa persona, que debería convertir todas aquellas cintas en un libro. Pero la labor no era solamente de transcripción. La relación entre el “dictador” y el “escritor” debería convertirse en una especie de relación siamesa-sicológica, que trascendiera la simple labor de mecanografía. De lo contrario, mi novela no obtendría la participación de dos almas. Y la idea que me obsesionaba era precisamente esa: fusionar en una misma obra dos personalidades diferentes. Para ello, era necesario que la persona que la escribiera fuera una mujer. Una mujer a quien yo no conociera y cuya relación nos permitiera escribir una obra que debía titularse En tiempo real.

La historia de un hombre y una mujer que deciden conocerse para escribir su relación desde el primer instante me había apasionado siempre. Pero era necesario que naciera a un mismo tiempo a la realidad y en el libro. Era algo así como una película instantánea vivida y escrita al mismo tiempo, con un final que ninguno de los dos ni debía ni podía predecir.
Leía las cartas que me llegaban a montones en las cuales me contestaban los avisos clasificados que yo ponía semanalmente en los periódicos, y en los cuales ofrecía empleo para una mujer que supiera manejar programas de escritura por computador, hablara dos idiomas y le gustara la literatura. Pero mis esfuerzos por conseguir a alguien adecuado resultaban inútiles. Recibía hojas de vida de expertas en traducciones, profesionales de la taquigrafía, o simplemente secretarias venidas a menos sin empleo y sin dinero, que se ofrecían a recibir dictados o a ejecutar órdenes de copia. Pero ninguna me agradaba. Había tomado la resolución de que si la persona no tenía las condiciones necesarias para convertirse en mi cómplice, simplemente no escribiría mi novela y el mundo perdería la posibilidad de conocer nuestra obra. En el fondo, sentía que mi obra, es decir, esa obra nuestra, dependía de que ella pasara por mi vida y de que yo pasara por la suya, y que el destino era el único responsable de convertirme, y a la vez convertirnos, en escritores. Porque entregar a pedazos los hilos y las agujas de mi pasado y de mi futuro no era algo que pudiera encomendársele a cualquier persona, y esa persona, si existía, era parte fundamental de mi obra y de mi vida, más allá de cualquier acuerdo contractual. Tenía que inspirarme, dirigirme, colaborarme y, además, amarme.
La primera vez que la vi, estaba, al igual que yo, husmeando libros viejos en una de las casetas que están situadas en la calle 19, a donde solía ir a pasear algunos sábados al mediodía, con la remota e ingenua esperanza de encontrar a escondidas del librero alguna primera edición de Cien años de soledad por 25.000 pesos, o alguna vieja carta de Antonio Nariño refundida entre las hojas de algún libro olvidado. Sentí, al observarla disimuladamente, la secreta seguridad de que una persona como ella era la que yo necesitaba para convertirme en escritor. No sé, y en verdad no lo sé aún, qué fue lo que me cautivó de su presencia. Su ropa pasada de moda al igual que su peinado de chica ye-ye de los sesenta me obligaron a detallarla minuciosamente. Llevaba un bolso negro que hacía juego con un abrigo viejo del mismo color y unos zapatos que parecían haber pertenecido a un hermano o a un tío. Debajo del abrigo vi las botas campana de unos pantalones de un color intermedio entre el caqui y el beige, que daban la impresión de quedarle un poco cortos y bastante ceñidos a las piernas. Mientras esculcaba los arrumes de libros viejos y destartalados que se colocan a los lados de las casetas metálicas, su pelo castaño y desordenado se le venía a la cara y con un movimiento que parecía un tic nervioso del cual no parecía consciente, tomaba sus cabellos con los dedos de la mano izquierda y los colocaba por detrás del cuello y las orejas, hasta que el viento o los movimientos desordenados de su cabeza los hacían volver por encima de la frente y de los ojos, por lo que tenía que repetir la maniobra varias veces por minuto. Sus manos eran muy blancas y delgadas, y dejaban entrever un rasgo sutil de distinción. Pero lo que más llamó mi atención fueron sus mejillas. Tenían ese color natural e indescriptible de la piel fría. Parecían heladas. No podría decir que era una mujer bella, pero el abrigo permitía imaginar las curvas de un cuerpo bien formado aunque descuidado.
Una edición argentina de Los hermanos Karamazov, de aquellas que parecen haber sido la última lectura de un suicida, había llamado su atención. Observaba los lomos de los cuatro tomos que conformaban la obra, como si se tratara de unos niños abandonados, a quienes había encontrado en mitad de la calle. Los libros parecían mirarla con una extraña complacencia, como si al fin hubiesen encontrado a su verdadera madre. Porque hay libros que nos hablan, como hay árboles que nos miran. Algunos, y en especial ciertas ediciones, parecen haberse editado para el placer exclusivo de determinados seres.
Al ojear al azar alguna hoja, pude ver en ella una sonrisa que me hizo pensar que ya la había leído, y que recordaba su contenido con claridad. Seguramente evocó el nombre o alguna escena que al irrumpir en su mente, la transportó hacia alguna posada perdida en los confines de Rusia, y recuerdo haber pensado que había recordado algún viejo amor diluido entre sus recuerdos, que debía tener alguna semejanza con cierto personaje de los Karamazov. Quizá era ella una versión femenina de Alioscha, o su padre le recordaba a Dimitri...
El vendedor de la caseta, al observar que ella parecía transportada hacia algún lugar feliz y lejano, decidió que había llegado el momento de concretar una venta, y exclamó con una mueca de comerciante judío: “¡Puede llevar los cuatro tomos por 100.000 pesos!”.
Ella lo miró como si una puñalada le hubiera traspasado el corazón, arrebatándole de un golpe homicida el derecho a sentir que aquellos libros le pertenecían, y me pareció que sentía en sus mejillas una última ráfaga del viento helado de la estepa rusa. Con los ojos tristes y cargados de una profunda melancolía y el rencor de sentirse despertada de un sueño que no le pertenecía a nadie más que a ella, miró al librero de tal forma que lo obligó a bajar los ojos como si con ese gesto quisiera ofrecerle sus disculpas. Colocando suavemente los libros sobre el escaparate, y echándoles un último vistazo como si los estuviera abandonando para siempre, se fue alejando lentamente con dirección desconocida. Al ver que se alejaba de mí para siempre y al mirar sobre el mostrador de la caseta los cuatro tomos que desde su interior parecían despedirse de ella, saqué 100.000 pesos de mi billetera, y le pedí al tendero que los colocara en una bolsa donde pudiera llevarlos conmigo, mientras mi mirada no dejaba de observarla al alejarse lentamente sin rumbo por los vericuetos del lugar.
Ahora me pregunto qué tipo de fuerza interior me obligó a seguirla. La vi caminar hacia la avenida Caracas, mientras me preguntaba una y otra vez qué demonios hacía yo siguiendo a una persona a la que no conocía, sin más motivos que el de dejarme llevar por una súbita corazonada que me decía que era ella, y solamente ella, mi futura compañera en la obra. Quizá pensaba mientras caminaba a pocos pasos de ella como un autómata, que yo también había estado en su sueño. También había visto la tundra, había percibido el olor de una isba y también había despertado bruscamente. Sabía lo que buscaba y lo que pretendía. Lo único cierto era que estaba dejándome llevar por un impulso cuyo desenlace pronto conocería. Sentía un terror inexplicable de perderla de vista, de que algo imprevisible pudiera interrumpir esa llamada inexplicable de mi alma, sin intentar al menos encontrar una respuesta. Había algo que me obligaba a seguirla. Dentro de ella se encontraba algo que me pertenecía, algo que formaba parte de un círculo mágico del cual formábamos parte, y en el cual mi vida y la suya se unirían, al menos tangencialmente.
Después de algunos minutos, durante los cuales sentí un deseo fugaz de cerrar los ojos y poder justificar así el haberla perdido entre esa jungla humana de peatones, buses y vendedores ambulantes del centro bogotano, la vi detenerse en otra caseta de libros viejos, y comenzó nuevamente a explorar con sus manos delicadas los arrumes de cartillas de secundaria, de libros técnicos y de ensayos aburridos, y a hurgar como suelen hacerlo los indigentes cuando esperan encontrar algún objeto de valor tirado por descuido en un bote de basura, alguna cosa que pudiera cautivar su corazón de lectora compulsiva, como me figuraba yo que debía ser. Al mirarla, imaginé cuántas veces se habría sentido Natasha Rostova en la batalla de Borodino, Madame Bovary cabalgando en busca de León, o Remedios la Bella, y santa. Cuántas fantasías habría construido su mente, y cuánta necesidad de alejarse del mundo habría tenido su alma. Porque los verdaderos lectores no buscan cultura ni información. Buscan evasión.
Finalmente, después de ojear con atención varios montones desordenados de libros en mal estado, tomó un libro grueso y sucio de color amarillo, con la misma delicadeza con la cual había acariciado los cuatro tomos de Los hermanos Karamazov. En ese momento, mi corazón comenzó a latir un poco más de prisa. Sentí que si ese nuevo libro también formaba parte de mi vida, al igual que había sucedido con los Karamazov, sería inevitable hablar con ella. El destino me habría llevado de la mano hacia la suya y por consiguiente hacia mi propio futuro. Lentamente, como si fuera un ladrón dispuesto a robarla, y con un sigilo que me producía asombro además de un extraño placer, me acerqué furtivamente por detrás de su espalda, para poder ver qué libro atraía su atención. Se trataba de uno libro de versos. Después de ojearlo cariñosamente, como si se tratara de un libro que había pertenecido a ella, cerró lentamente la tapa y pude ver claramente el título estampado en letras azules: Obra poética de Fernando Pessoa. Entonces comprendí que había llegado el momento de actuar.
—¿Lo va a comprar? —le pregunté con una sonrisa de galán de vereda que me hizo ruborizar.
—No lo sé—contestó sin mirarme—, pero si a usted le interesa, puede comprarlo.
Dejó el libro sobre el mostrador, como si estuviera acostumbrada a que sus deseos jamás llegaban a realizarse, y me hizo sentir como si yo ejerciera sobre ella algún derecho incuestionable que ella aceptaba superior al suyo, y colocándose el bolso sobre su hombro, se dispuso a partir y continuar su caminata. Ante el temor de perderla de vista y ante la perspectiva de tener que seguir acechándola a escondidas, le dije: —Perdóneme, yo solamente quería saber si le gustaba la poesía de Pessoa. No pensaba comprar el libro. no quiero incomodarla—, y me sentí el hombre más idiota de la Tierra.
Tuve deseos de gritar, de gritarle a ella, de arrodillarme y jurarle que yo no era el estúpido que ella se figuraba. Finalmente, volví a preguntarle si le gustaba Pessoa, con una voz entrecortada como si fuera un colegial en su primera cita de amor, a lo cual ella no respondió, mientras actuaba como si la pregunta la hubiera ofendido y la tuviera sin cuidado mi incomodidad. Finalmente, sintiéndose asediada por un importuno visitante, sin tomarse el trabajo de mirarme, empezó a alejarse nuevamente.
Al darme cuenta de que rechazaría todo lo que pudiera significar conversación, me acerqué a su lado y con una voz suave le dije: —¿Me permite acompañarla a mirar libros?
Cuando terminé la frase, me sentí más idiota que antes. Yo, que jamás en mi vida había sentido temor ante nadie, yo, que en las ocasiones en las cuales había querido voluntariamente entablar una conversación intelectual, profesional o intrascendente con una persona, lo lograba con una facilidad que en ocasiones me parecía asombrosa, me encontraba ahora en el fondo del pozo de la ignominia. Me sentía humillado, ofendido en mi amor propio; quería contarle toda mi vida, quería que me ofreciera una oportunidad para hablarle.
Sin embargo, observé que después de mi pregunta, sus pasos desaceleraron un poco. Por un momento me pareció ver que caminaba más despacio, y que esperaba que yo la alcanzara. Entonces se detuvo completamente y volviéndose hacia mí, me miró por primera vez a los ojos y me dijo: —¿A mirar libros? “¿Acompañarme a mirar libros?” ¿Y a usted quién le dijo que yo estaba mirando libros? 
Entonces vi sus ojos. Parecían calcados de una mujer oriental. Sus facciones eran delicadas pero un tanto borrosas, como si la estuviera mirando a través de un vidrio empañado. Pero sus ojos eran definitivamente orientales. Tal vez algún antepasado suyo había venido de la Manchuria o de Ulan Bator.
No parecía asustada, pero era notoria su incomodidad. Parada, en medio de una calle céntrica de Bogotá, conversando con un extraño que la convidaba a “mirar libros”, a mirar libros... Y entonces le pregunté a quemarropa: —¿Pero usted es una lectora impenitente o me equivoco?— A lo que respondió con cierta burla: —Immm, sí. Más o menos, sí— e intentó seguir su camino, lanzándome de nuevo una mirada en la que tuve la sensación de que yo le agradaba un poco o, al menos, que no le desagradaba del todo.
Llenándome de valor y con la seguridad que nos da el hecho de sentir, así sea equivocadamente, que agradamos a otra persona del sexo opuesto, le pregunté claramente para evitar cualquier duda sobre mis intenciones:
—Dígame una cosa —le dije mientras dirigía mis ojos hacia una cafetería restaurante que se hallaba a escasos pasos de donde nos encontrábamos— ¿Me permite hacerle un regalo?
—¿Un regalo? —preguntó ella mientras agarraba con cierto temor el bolso que tenía sobre su hombro—. Qué regalo? ¿Qué es lo que quiere usted de mí, señor? Le ruego que se vaya —me suplicó con una voz temblorosa que yo comprendí perfectamente. Sin embargo, le respondí de inmediato:
—Mire —le dije entregándole los cuatro tomos—, es que quiero regalarle Los hermanos Karamazov.
Jamás he sido un experto en el arte de la seducción. Mis escasas experiencias en esta materia han estado siempre precedidas de un conocimiento anterior y, claro, de la persona. No lograba comprender bajo qué circunstancias y sobre qué extraño influjo había actuado para encontrarme, de repente, sentado en una cafetería de mala muerte en el centro de Bogotá, con una mujer a quien había conocido en circunstancias tan extrañas, por decirlo de alguna manera. Pero la sensación de que ella se encontraba en una situación similar me hizo sentir más seguro de mí mismo. Además, no quería dar la impresión de que necesitaba, aunque la verdad era que la buscaba, una relación afectiva. Algo en el fondo de mi corazón me decía que la mujer con la que me encontraba en esos momentos era infeliz por naturaleza, y el solo hecho de pensar en hacerle daño me repugnaba. Después de transcurridos unos segundos durante los cuales ella miraba hacia todos lados, tal vez tratando de comprobar que yo no formaba parte de alguna pandilla dedicada a robar o a atracar peatones indefensos, me preguntó con una voz entrecortada y temerosa: —¿Y usted cómo supo que adoro Los hermanos Karamazov?
Al oír esa pregunta, sentí una ráfaga de miedo. Una brisa venida de algún lugar en lo profundo de mi ser me hizo sentir incómodo y desilusionado. El verbo adorar es un verbo que muy pocas personas utilizan para referirse a un libro. Las personas adoran a Dios, adoran a sus padres, a sus hijos, o a ciertos lugares, pero adorar un compositor, una obra, o un personaje, implica una rendición del alma. Cuando alguien adora la música de Mozart, a Proust o a Bacon, implica de alguna manera que se ha dado por vencido frente a la vocación creadora que todo ser humano lleva implícita en su alma y ha decidido delegar en otro ser humano la posibilidad de crear. Los grandes creadores admiran pero jamás adoran. Adorar implica establecer voluntariamente una relación de inferioridad entre el adorador y el adorado. Pero esa adoración es también un signo de sensibilidad, y mayor es esta en la medida que el adorado sea grande. El que adora a Bach puede tener la misma sensibilidad de aquel que adora a Julio Iglesias, pero la ha cultivado a mayor profundidad. Por ello, entre admiradores o entre adoradores de un determinado artista se establecen unos vínculos afectivos y personales más sólidos y duraderos. Al comprobar que ella adoraba a Dostoyevski, pensé que me había equivocado en materia grave. Ella jamás podría crear algo. Su capacidad de hacer algo nuevo siempre estaría contrapuesta frente a su adoración, y se perdería su iniciativa biológica a la creación. Lo máximo que podía esperar de ella era la imitación. Comprendí que estaba frente a un correligionario, a alguien con quien no era necesario establecer ciertas premisas básicas de entendimiento, aunque esa adoración, era cierto también, nos unía en lo esencial.
Entonces, sintiéndome confiado de que mis palabras serían tomadas como yo quería que lo fueran, le dije:
—Mire, hace un rato, involuntariamente pude observar la forma en que usted contemplaba una edición vieja de Los hermanos Karamazov. Y pude sentir, con una gran exactitud, lo que usted pensaba al tener esos libros en la mano. Como imagino que 100.000 pesos para usted son una suma que le implica renunciar a ciertos gastos posiblemente menos importantes pero más necesarios, quisiera regalarle estos libros en la seguridad de que ambos estamos viviendo un pasaje netamente Dostoyevskiano. Su alma me ha hablado sin que su boca haya dicho una palabra, y mi alma ha escuchado a la suya. Hagámosle un homenaje a nuestro dostoyevskiano y quédese con los libros por mi cuenta.
Mientras hablaba, podía ver que sus manos temblaban. Pero yo tenía la certeza de que era un temblor de gozo y ansiedad, algo así como el temblor que nos produce el hecho de pensar que algo que no queremos que termine llegue a su fin.
Entonces, ella, tomando de mi paquete de Pielroja un cigarrillo, lo encendió lentamente y después de una profunda bocanada me dijo:
—Acepto su regalo. Lo que no acepto es su lástima.
—¿Lástima? —pregunté sorprendido— ¿Lástima de qué? ¿Lástima de quién? ¿Lástima por qué?
—Lástima de mí —repuso—. Me doy cuenta de que siente lástima por mí. ¿Si yo hubiera comprado los libros, me habría seguido de la forma en que lo hizo? —me preguntó con una mirada sarcástica y un tanto altanera.
No supe qué contestar y mi silencio pareció agradarle. —Déjeme ver —le dije mientras pensaba en algo que no fuera a contrariarla—. Seguramente no la habría seguido —contesté con seguridad—, pero me habría arrepentido toda la vida de no haberlo hecho. Apenas dije eso, sentí que le estaba mintiendo, que ella no era la persona que yo estaba buscando; también recordé que debemos ser siempre sinceros con nosotros mismos pero nunca con los demás. Además, pensé que a lo mejor yo estoy equivocado. Quizá Pessoa adoraba a Camoes.
—¿Por qué se habría arrepentido de no seguirme, si usted no me conoce? —preguntó como si se sintiera reanimada por mi respuesta, y sentí que esperaba que mi contestación fuera lo suficientemente cercana a aquello que ella quería escuchar.
—Mire —le dije mientras le hacia señas a la empleada del lugar para que nos sirviera otros dos tintos—, es verdad que no nos conocemos, o al menos no nos conocemos lo suficiente. Pero déjeme decirle esto: desde que la vi hace algunos minutos, no pude evitar observarla cuidadosamente. Y hay algo en usted que me hace estar seguro de que nos conoceremos muy bien.
—¿Y cómo es eso? —repuso ella con una carcajada en la que saltaron a la vista, como salidos del mar, unos dientes blancos y extremadamente bien cuidados.
—Porque usted ama la literatura. Y yo necesito a alguien que ame la literatura.
A las cinco de la tarde, nos habíamos tomado varios cafés cada uno y nos habíamos fumado entre los dos todo el paquete de Pielroja. Isadora tenía una extremada habilidad para escuchar. Era una artista de la atención. Yo quise en esa tarde contarle toda mi vida, mis ambiciones, mis gustos, mis odios, mis ideas, mis miedos y hasta mis aventuras. Y ella me supo escuchar con tal agrado e interés los pormenores de mi vida que a veces sentía estarle relatando a ella su propia vida. Sus ojos de geisha occidental hablaban por ella. Cada cosa que yo le decía parecía entenderla mejor que yo mismo. Cuando le expliqué detalladamente la necesidad que tenía de encontrar una persona que supiera manejar eficientemente el computador y que pudiera transcribir las grabaciones que yo quería hacer del libro que tenía planeado escribir, no dijo una sola palabra. No quise decirle nada sobre la idea que me tenía obsesionado. Pensaba también que era necesario conocerla un poco más. Además, tal y como yo había planeado las cosas, lo que necesitaba era una mujer que cumpliera unos requisitos mínimos de cultura y sensibilidad. Después, con el tiempo, cuando ella escuchara las grabaciones en las cuales yo me refiriera a mi vida, ella debería, si no me había equivocado, empezar a sentir la necesidad de participar en la obra, de que fuéramos ambos quienes escribiéramos nuestra vida. Comprendí que estaba dispuesta a realizar el trabajo, por el placer de hacerlo, así ello implicara no recibir ninguna remuneración. Además, sin saber por qué, el nombre de Isadora Bar, como me dijo que se llamaba, me pareció tremendamente sugestivo.
Más tarde, cuando consideré oportuno dejar que ella me contara un poco de su vida, me contestó que prefería no hablar. Parecía como si en su vida no hubiera campo para otra vida, en cambio en la mía, según me lo dijo, había suficiente. Seguí entonces hablando de mí mismo. Esa respuesta me pareció tan sorprendente y tan elemental, que al principio no supe qué decir. De un lado, sentí que su vida no le parecía interesante, pero al mismo tiempo pensé que lo que verdaderamente quería decirme era algo que yo no lograba comprender. Por un momento quise preguntarle si mi conversación le aburría, pero al verla tan entusiasmada y sonriente con todo lo que yo le contaba, resolví seguir hablando como hasta ese momento lo había venido haciendo, y dejé que mis pensamientos sobre ella volvieran luego sobre mí.
EPÍLOGO
Nunca la he vuelto a ver. Han pasado tres años y cada sábado, religiosamente, vuelvo a la calle 19, con la esperanza aún viva dentro de mi corazón de encontrarla husmeando libros por el centro de Bogotá. Cuando me dijo esa tarde que ya era hora de que nos fuéramos, y se levantó de su silla para hacer una llamada telefónica desde un teléfono público que se encontraba en la entrada del cafetín, jamás me imaginé que sería la última vez que la vería. Sin embargo, hay algo dentro de mí que me dice que nos volveremos a ver. Quizá en una feria del libro, o quizá la vea sentada en la silla de un bus capitalino que pase veloz por mi lado, o quizá me la encuentre a la salida de una película en la Cinemateca Distrital. Solo sé que no es mi culpa no ser escritor. Es culpa de ella. Lo último que me dijo, con una mirada que no tiene adjetivo en el idioma castellano, fue: “¡Pero si los libros no tienen alma!”.  
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Alguna vez Camilo Durán le mostró al periodista Gustavo Gómez —casi en secreto— un archivo que se llamaba Reflexiones de Camilo Durán. Gustavo lo elogió y los dos hablaron de que algún día valdría la pena publicarlo. Vino Twitter y con este invento la revelación de un “aforista disfrazado de tuitero”, como lo definió Daniel Samper Pizano. Y, después, tras su muerte, que seguimos lamentando, un deseo de Gustavo de no dejar por ahí, refundido, ese legado de brillantes palabras, frases y aforismos. Compiló buena parte del trabajo de Camilo, con ayuda de su familia, y el resultado es este grandioso libro. Un homenaje a Camilo y una verdadera joya para cualquier lector que admire la sabiduría pero en palabras de un amigo. 

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