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18 de agosto de 2004

Un pueblo sin Piedad

Hace 40 años, la escritora Piedad Bonett salió de Amalfi y se hizo una promesa: jamás volver. SoHo la convenció de que regresara a su pueblo, recogiera sus pasos y se reuniera con sus fantasmas. Crónica de un retorno.

Por: Piedad Bonnett

Toco una, dos veces, en la puerta de madera pintada de un verde enfermo, como el de las salas de cirugía. Espero, impaciente, tratando de reconstruir con la imaginación cómo era la fachada, cuyas ventanas de barrotes 'arrodillados' han desaparecido. Un transeúnte me cuenta que la casa ha sido alquilada como depósito por el municipio. Sí: esta era mi casa, ubicada en el marco de la plaza; el lugar donde aprendí a leer y donde tuve las primeras pesadillas. Donde en las noches, cuando mis papás no estaban, yo temblaba de miedo de los fantasmas que se deslizaban por los corredores. Toco de nuevo. Aguardo.
Volví al pueblo que abandoné a los siete años incumpliendo una promesa hecha a mí misma, para escribir para SoHo una crónica sobre mi reencuentro con el que alguna vez fue un lugar apacible y aislado, con una plaza enorme, calles de tierra por donde se paseaban los caballos, a veces cargados con los cadáveres de las masacres de la violencia de los cincuenta y casas de patio central, corredores encendidos de geranios, numerosos cuartos en galería y solares con pesebrera.
El camino ha sido largo: más o menos a una hora de Medellín, Barbosa aparece como una oscura premonición. "Así ha de estar Amalfi", me digo, mientras veo el tumulto de los ventorrillos, sus casas elementales que se van armando en construcciones azarosas, plagadas de ladrillo, cemento, vidrio, rejas y puertas de metal. Recuerdo entonces los versos de López Velarde: "Será mejor no regresar al pueblo, al edén subvertido y apagado por la mutilación de la metralla". Como para calmar el corazón desasosegado, me concentro en la naturaleza sobrecogedora, que pareciera resumir mágicamente casi todos los paisajes del trópico. Durante kilómetros no vemos ni una casa, ni otro carro, ni nada que sea vestigio humano: es, literalmente, como si fuéramos para el fin del mundo. "Ese pueblo suyo no existe", se burla el chofer del taxi. Cuando ya todos empezamos a inquietarnos, aparece, sin señal previa, una amplia calle precedida de una enramada de suribios, que hace las veces de vegetal arco de triunfo. Las rústicas casitas de zócalos de colores, aplastadas debajo de amplios aleros y los niños jugando en medio de la vía, me hacen suspirar con alivio: quizá, me digo, no sean tan graves los estragos del tiempo.
En mi primer recorrido voy acompañada por Orietta, una amalfitana de lengua brava y voz de fumadora, que hace las veces de Virgilio criollo. Tiene más de sesenta años pero sus gestos coquetos son los de una quinceañera. Ella me lleva a la plaza donde la iglesia, tan descomunal para el villorrio de hace cien años como para los 22 mil habitantes de hoy, luce como un pastel de cumpleaños, tan vivos son los colores de la pintura reciente. La pobre ha padecido muchas veces las arbitrariedades de los párrocos de turno, el penúltimo de los cuales la pintó toda de azul, de modo que sus torres se confundían con el cielo, haciendo creer a los recién llegados que algún terremoto las había tumbado. "Es que esos curas son muy berriondos", dice un viejo amigo de mi padre, mostrando cómo uno de ellos cementó los jardines de la casa cural. Por dentro la iglesia es sencilla y magnificente a la vez, menos pavorosa de lo que recuerdo. Sus vitrales, que a su manera me pusieron por primera vez en contacto con el arte, y los leones feroces que rematan uno de sus altares, siguen intactos, pero echo de menos los santos de las columnas, cuyos vidriosos ojos perversos me perseguían en sueños.
Descubro, entonces, que mi memoria no me ha traicionado; voy señalando uno a uno los lugares del recuerdo: el Coliseo, donde mi padre daba las funciones de cine nocturno, la notaría donde trabajó mi abuelo Víctor, la escuela donde mi madre fue maestra, la casa de Antonio Bonnett, mi abuelo, que ha sido destazada en cinco o seis pedazos. Compruebo que el colegio de las odiosas monjas que me atormentaban ha sido reemplazado por un adefesio de ladrillo. De pronto, veo a una anciana que se asoma a la puerta de su casa. Sus rasgos evidencian que es una 'turca', pues turcos eran para nosotros los migrantes de origen palestino. Me acerco, y conmigo Camilo, el fotógrafo, que sabe esta vez que su oficio es mirar al que mira. Como todos los viejos de Amalfi, Dora se esconde, disgustada, de las cámaras. Entonces, descubro el zaguán, el patio, la sala penumbrosa. Todo el pasado se me echa encima, de repente; y allí estoy yo, que odio los sentimentalismos, llorando frente a una mujer que representa la última huella de todo lo perdido.
Y ahora estoy aquí, delante de la casa donde pasé mis primeros años. Toco una tercera, una cuarta vez. Desalentada, doy media vuelta, pero no he caminado más de tres pasos cuando se produce el milagro: la puerta se abre, y dos obreros salen con una carretilla cargada de legajos. Del inmenso caserón en ruinas sólo se conserva el zaguán, medio patio, una habitación clausurada, un solar, lugares donde se apilan toda clase de trastos viejos: pupitres, alas de ángeles hechas en papel dorado, avisos religiosos y políticos. Bien. Ya la tarea está hecha, la realidad ha suplantado al sueño.
Amalfi es, como tantos pueblos de Colombia, muchos pueblos. Los escasos descendientes de la sociedad señorial que se alimentaba de sueños aristocráticos permanecen aún en sus enclaves: viejas casas que desafían temblorosas la amenaza del concreto y el ladrillo, la discoteca y el minimercado, el almacén de repuestos. Muchas de ellas han sido desvertebradas ya, vendidas a pedazos para paliar las malas rachas. Don Melik, un comerciante octogenario, me señala, con voz estremecida, las fotografías de la sala de su casa: allí están una abuela vestida de seda negra, un padre que lleva un fez en su cabeza, una esposa a la que evoca como "la flor del hogar", y su hermano Julio, un psiquiatra de renombre, que aparece condecorado por Charles de Gaulle y Rojas Pinilla, y sonriendo con Eduardo Santos o Alberto Lleras. No deja de sobrecogerme la emoción de este hombre afectuoso, que sobrelleva con dignidad el presente, pero que vive anclado a los recuerdos de un pasado que se desvanece.

A los siete años Bonnett abandonó su pueblo en una avioneta. Del caseron donde nació encontró el zaguán, medio patio, una habitación clausurada y un solar. Y a Dora, "una mujer que representaba la última huella de todo lo perdido".
Aidé Rendón, una historiadora joven y bonita que ha abandonado su trabajo de muchos años en Medellín para volver al pueblo, me cuenta que en el Amalfi de mis padres -que se creó en 1840 para albergar a los mineros y fue trazado con perfección por Carlos Segismundo de Greiff, abuelo de León- tuvo lugar durante años la feria ganadera más importante de todo el nordeste antioqueño. Hubo ocasiones en las que llegaron, dice, hasta 2.400 reses. Aidé me muestra los postes de madera que incrustaron en muchas esquinas para que los "sogueros" al maniobrar mermaran la velocidad de la recua, pues era enorme el ímpetu con que los animales entraban al pueblo. Como en un pequeño San Fermín, una banda de muchachitos corría delante de la manada, y para esquivar los cachos de algún animal se colgaban de los barrotes de las ventanas, que a veces se descuajaban con ellos. Uno de esos toros -cuenta mi madre- entró por el zaguán de mi casa, fue trotando de pieza en pieza, se detuvo ante mi cuna, y salió muy orondo sin hacer ningún daño.
Tres cosas son el orgullo de los amalfitanos: la hazaña de la muerte del tigre, el manantial de San Ignacio y el aeropuerto. Don José Rendón Builes, que con sus casi ochenta años es la memoria viva del pueblo, ha dejado testimonio escrito de la depredación carnicera que durante meses llevó a cabo, allá por 1947, un jaguar americano, que fue vencido finalmente por unos cazadores obstinados. En la plaza, un deplorable tigre de cemento conmemora el suceso sobre su pedestal. Mientras lo contemplamos, Rodrigo Ibarbo, almacenista del municipio, se queja de que todos se hayan dedicado a honrar un animal "como si fuéramos una tribu", en vez de elevarle un monumento a tantos hombres trabajadores. Alguien cuenta que la piel del tigre, cuyas fauces sanguinarias yo miraba de niña con respeto, fue robada durante unas fiestas por algún vivo, tal vez para adornar la sala de su casa o para descrestar a alguna novia.
La fuente de San Ignacio -uno de los recuerdos más vivos de mi infancia- es un hermoso nacimiento de agua helada que, se apresuran a contarme, produce 128 litros por minuto. Más allá está el cementerio, de una rusticidad lamentable; la razón: un cura democratero, partidario de la igualdad social hasta en la muerte, decidió prohibir las lápidas 'personalizadas', de modo que no solo privó al cementerio de los gestos creativos de los imaginación popular, sino que encargó al enterrador, desprovisto de toda gramática, de pergeñar los nombres de cualquier manera. A veces su trabajo se simplifica: sólo debe poner N.N. y enterrar el cuerpo de los guerrilleros muertos en combate.
Desde el aeropuerto de Amalfi viajé yo a Medellín hace más de cuarenta años, cuando el pasaje costaba 16 pesos; en la avioneta vi el llanto silencioso de mis padres, que sabían que se iban para siempre, soñando con un futuro incierto en la lejana Bogotá. Es sorprendente el dato de la temprana fecha de su inauguración, 6 de enero de 1942, y su capacidad, la de un DC3 de 28 pasajeros. Como no hay ningún aparato de control aéreo, cuando los empleados oyen el ruido del avión, se disponen a recibir a los viajeros y a llenar las planillas. Días hay en que no llega ninguno. El gerente del aeropuerto me confiesa con pudor algo que me llena de envidia: que aprovecha la soledad y el silencio para escribir una novela.
Tal vez la desproporción de ese aeropuerto se entiende cuando se sabe que Amalfi ha sido siempre territorio minero y, por lo tanto, lugar de cierto movimiento regional; la Viborita, El Chuchero, la Italia, la Comba, son los nombres de algunas de las minas más productivas y famosas. A ellas se aferra el minero no solo con fe sino con una perseverancia que nace de la ambición: cuando la mina 'pinta', él hace gala de gran generosidad; es la ley y la creencia: si ayuda al prójimo la mina lo recompensará. Pero su dadivosidad es también manifestación de poder: el que demuestra gastando su plata en mujeres, trago, juego, caballos. A su cuello cuelga un cordón negro repleto de pepitas de oro. Cuando la mina se 'seca' las vende y además empeña sus enseres, para luego volver a ella con ímpetu a ver qué puede sacarle.
Al antiguo Amalfi de don Melik ha venido, pues, a superponerse un pueblo nuevo, cuya fisonomía ha sido cambiada por los desplazados de la violencia, los trabajadores de los megaproyectos y los mineros enriquecidos. En esta tierra de mediodías cálidos y noches frías, me sorprende encontrar una estética de tierra caliente que ha venido devorando la arquitectura y cambiando los atuendos de clima templado por sandalias, pantalonetas y blusas sin mangas; en los bares, que en las noches convierten el pueblo en una enorme cantina estridente, ahora coexisten, en matrimonio funesto, la tradicional música de carrilera con el peor vallenato.
El señor Y, un hombre de edad madura, con figura de antioqueño típico, muy blanco y de poblado bigote entrecano, me cuenta su historia, que puede resumir muy bien los cambios que han averiado la antigua ética calvinista en que alcancé a crecer: hace unos años se hizo rico como intermediario de café, sacándole ventaja, con la báscula, a la ignorancia campesina; tuvo así fincas, tierras, ganado. Entonces apareció la guerrilla, que se dedicó a extorsionarlo durante años. Cansado y al borde de la ruina, decidió hacer el viaje de su vida, a Nueva York y Los Ángeles: en su maleta llevaba algo más que arequipe para sus paisanos. Fue condenado a cinco años de cárcel, de los que apenas se está reponiendo. El sueño de muchos, me dice un amalfitano, sigue siendo meterse al negocio de la droga y enriquecerse rápidamente.
Amalfi no ha sido ajeno a la violencia: en los años cincuenta, liberales y conservadores se mataban en los campos, y de niña vi llegar los cadáveres destilando aguasangre entre los costales. Hoy la región está bastante pacificada, pero muchos habitantes del pueblo cuentan en su familia con una o dos muertes a manos de la guerrilla: es la historia de Aidé, quien ha perdido dos hermanos, uno al que mataron por no dejarse extorsionar, y otro que lleva ya dos años secuestrado; también la de Víctor Asuad, asesinado al lanzarse de un carro para escapar de sus captores, y la más increíble, la de un hombre que, acosado durante meses por sus enemigos, se enteró de la hora exacta de su muerte y fue hacia los asesinos deseándola, tan cansado estaba de eludirla.
Los paramilitares, que se crearon, al decir de muchos, para suplir la negligencia policial y para proteger las minas y los finqueros, entran y salen del pueblo, armados hasta los dientes y rodeados de guardaespaldas. La gente dice, en voz muy baja, que han tenido que ver con más de una masacre, y que revivieron las peores formas de asesinar de los bandidos de los años cincuenta. Su presencia parece, sin embargo, ser agradecida por algunos. E incluso oigo hablar, con afecto disimulado, de los hermanos Castaño, amalfitanos ya míticos.
De Fidel dice una amiga cercana que era apuesto y "caballeroso". Y que pasó de tener una cama y una biblioteca a estar "forrado en plata". Pasaba sus días jugando ajedrez; no bebía ni apostaba. Fue entonces cuando la guerrilla secuestró y asesinó a su padre, y él, con asesoría de las autodefensas de Córdoba, formó su propio frente, al que después se unieron Carlos y Vicente. Pocos creen que los dos primeros estén muertos: para la mayoría su desaparición es una patraña para eludir la violencia de otros paramilitares o la entrega a los Estados Unidos. Al frente del hotel donde me hospedo hay una tapia cruzada de grafitti: en el lote baldío que esconde se levantó alguna vez la que fue su casa. Eso y algunas fincas, entre ellas La Pasionaria, su preferida, son los únicos vestigios de su existencia.
La delincuencia común, si la hubo, ha desaparecido casi totalmente. Las casas dejan sus puertas abiertas, los negocios permanecen solos por momentos, las siete mil bicicletas están por ahí, y no falta el que toma una prestada para hacer un mandado y luego la devuelve. En la cárcel hay en este momento solo tres presos, dos por delitos comunes y uno digno de un cuento de Rulfo: un anciano que decapitó a su víctima, la ensartó como ensartan los pollos y no contento con esto la asó sobre una hoguera.
En ese pueblo que ha visto verter tanta sangre, encuentro sin embargo pequeños milagros culturales: una emisora, La Voz de Amalfi, un canal de televisión, un periódico, una modesta biblioteca perfectamente clasificada. Hay allí gente que trata de dignificar el gusto de la región, como Alberto Asuad, quien dirige un programa de música clásica cuatro veces a la semana, y jóvenes que sueñan, como Jorge, quien me persigue con su cámara para hacer un video institucional. Alberto me muestra la carta donde un campesino le dice que ha oído hablar de Tchaikovsky, y que le gustaría oír algo de su música. Estamos de acuerdo en que ese sólo hombre justifica ya su esfuerzo.
Una y otra vez me he preguntado cuál habría sido mi destino si mis padres no hubieran elegido el éxodo. Buscando una respuesta, busco a Yamile, una compañera de colegio. Es una mujer menuda, graciosa, de ojos bailarines. Al principio no me reconoce, pero hora que sabe quién soy lanza una exclamación, dice que me ha leído, nos tomamos una fotografía. Sé que es la notaria del pueblo y que tiene una hija adolescente. Mientras recorro su casa, el comedor antiguo, las alcobas donde lucen los tocadores, pienso en lo cercanas y lejanas que pueden ser dos mujeres con el mismo origen pero a las que la vida ha puesto a navegar en distintas órbitas.
La respuesta quizá la complete Stella, una prima que he venido a descubrir aquí. Es una muchacha joven, con un agudo sentido del humor y una fortaleza interior que contrasta con la fragilidad de cáscara de huevo de sus huesos. Es concejal, y está a cargo de su madre y de sus dos hijos. Me doy cuenta, por lo que dice, de que una feroz independencia la ha hecho separase de su marido, para dedicarse a trabajar por las mujeres y por los procesos de paz. Al despedirme le doy un abrazo emocionado. No solo es el último vínculo de mi sangre con esa tierra. Ella me ha hecho pensar en que no todo son nostalgias del pasado. Que Amalfi es un pueblo vivo donde algunos todavía sueñan que es posible el futuro.