Home

/

Historias

/

Artículo

23 de septiembre de 2010

Una Navidad colombiana

Por: Antonio Skármeta
| Foto: Antonio Skármeta

En Cartagena de Indias visité a una mujer que me gustaba.

Tez pálida, pelo azabache, ojos soñadores, y cierta rigidez en los modales que la hacían distante, casi despectiva.

Era joven, pero vestía como una mujer mayor. Me asombró al llegar a su departamento que tuviera un hijo de diez años. De ojos café. Como los míos.

Mayor estupor me provocó el hecho de que me colocara una cuba libre en la mano y me disparase sin sacar el arma de la cartuchera que no me hiciese ilusiones con ella, que había leído extensamente mi biografía en Google y que le constaba que era casado y que tenía hijos.

Igual que tú —le dije.

Es distinto —me dijo ella—. Yo soy mujer.

No supe exactamente qué es lo que quería decir con eso.

Bebiendo más rápido de lo prudente el coctel, inquirí cuál era la razón por la que me invitaba esta noche.

—Hospitalidad —dijo rellenándome el vaso—. Los colombianos somos hospitalarios y tenemos fama de tener buena dicción.

En efecto había dicho la palabra hospitalarios como quien anuncia la promulgación del Tratado de Versalles.

—No era necesario que me invitases —le repliqué.

—Lo que sucede es que no puedo ver que una persona como tú, un artista, se quede solo en la noche de Navidad sin poder volar a su casa porque a todos los cartageneros se les ocurre llenar el avión para irse a otros lados que en verdad no les gustan.

Le dije que había pensado tomar un bus hasta Bogotá y desde allí ver si agarraba un avión a Chile, pero en la estación descubrí que los chóferes estaban de asueto. Es decir habían estado celebrando, y el dueño de la empresa profilácticamente los declaró en asueto.



— 2 —

Me pidió que la acompañara a su habitación mientas el niño veía una película norteamericana con coreografías de Jingle Bells y Santa is back in town.

Ya en la pieza cerré la puerta que había quedado entreabierta e intenté besarla. Puso la palma de su mano derecha sobre su boca con la misma decisión que una comerciante baja la cortina metálica de su tienda.

— Te traje a mi cuarto porque quiero que le des una alegría a mi hijo.

Del clóset sacó una caja cuadrada envuelta en papel laminado con motivos navideños: nieve, trineos y pinos, es decir, un refrescante contraste con ese calor de horno de pizzería del Caribe.

— Regálaselo en cuanto cenemos.

— ¿Cuál es el menú? —dije.

— Yo no —aseveró deliciosa, pero sin simpatía.

Me acordé de una canción favorita de mi juventud: What a difference a day makes. En uno de sus versos asegura que no hay nada mejor que encontrar romance on your menu.

— Está bien —dije, tratando de desconfigurar el erotismo que me había chicoteado para acudir a esta cita en vez de estar tendido en el lecho bajo el ventilador del hotel oyendo por los parlantes White Christmas—. Le daré el regalo en cuanto comamos el postre.

—El postre es torta.

—Bien, comemos la torta y le entrego el regalo. ¿Cómo se llama el niño?

—Francisco Javier —me informó—. Pero el padre lo llama ‘Xavi‘. Cuando le entregues el regalo puedes decirle ‘Xavi‘. "Feliz Navidad, ‘Xavi‘". Estará bien así.

Volvimos al salón y cenamos. Ella con cerveza y yo proseguí con mis estudios avanzados en cuba libre.

Llegó el minuto del postre. Nos embardunamos los labios con la pomposa crema de la torta, y tras limpiarse los suyos tan deseables manchando la servilleta con rouge, la mujer me guiñó el ojo.



— 3 —

Alcé desde abajo de las faldas del mantel el presente, y lo extendí por sobre la mesa, agregando: "Feliz Navidad, ‘Xavi‘".

El chico puso su regalo sobre la alfombra, descuartizó el envoltorio tan amorosamente dispuesto, y sacó un juego electrónico de extraterrestres que le iluminó el rostro.

—¿Cómo supiste? —me dijo, levantándose y estampando en mis mejillas sendos besos.

Le sonreí levantando los hombros.

—Intuición —contesté.

Ella también vino hacia mí y repitió, calcados, los dos besos que me había dado su hijo.

—No hay nada más lindo en Navidad que ver una familia unida —dijo.