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15 de diciembre de 2004

V. Paseando en el carro de bomberos

Quienes lo conocieron en Cartagena como un simple relleno de carteleras quedaron desconcertados la noche del 28 de octubre de 1972, cuando la radio empezó a difundir la noticia de que se había convertido en el primer campeón mundial de Colombia.

Por: Alberto Salcedo Ramos

Buena vida, buen traje y buena moto.
 
Ofreciendo enciclopedias en un cultivo de flores, en agosto de 2004.
 
 
Antonio Cervantes Kid Pambelé, agosto de 2004. De su puño y letra, autógrafo y saludo para
los lectores de SoHo.
 
Quienes lo conocieron en Cartagena como un simple relleno de carteleras quedaron desconcertados la noche del 28 de octubre de 1972, cuando la radio empezó a difundir la noticia de que se había convertido en el primer campeón mundial de Colombia.
Algunas personas, convencidas de que su victoria por nocaut sobre Alfonso Peppermint Frazer había sido producto de un golpe de suerte, vaticinaron que sería un monarca efímero, dueño de un trono de papel que volaría en pedazos con la brisa más leve. Sin embargo, Pambelé ganó su primera defensa del título y después la segunda. Luego siguió aniquilando retadores, hasta imponer la más férrea dictadura que se recuerde en la categoría de las 140 libras. El torpe se había transformado en un verdugo implacable, en una máquina de demolición que no tenía fisuras por ninguna parte.
En el ring lucía más bien sereno, nada de despilfarrar los golpes como si fueran baratijas. Erguido, los pies separados en un compás perfecto, lanzaba los puños solamente cuando tenía la certeza de que iban a dar en el blanco. La mano izquierda adelantada mantenía a raya al contrincante, con una arrogancia nunca antes vista. No era el típico jab que apenas sirve para demarcar el territorio e impedir que el otro se acerque, sino un martillo persistente que aturdía y perforaba. Pum, en la boca. Pum, en la boca adolorida. Pum, en la boca rota. Pum, en la boca que chorreaba sangre. El martillo pegaba y pegaba, obsesivamente, donde más te dolía, y sólo te dejaba en paz al final de su tarea asesina. Pum, pum, pum. Cuando lograbas superar el cerco de esa mano izquierda de pesadilla, entonces te esperaba, inexorable como un trancazo, la derecha. Si el porrazo explotaba en la punta de tu barbilla, te garantizo que caías al piso como un tronco cercenado por un hacha. Es posible que en esos diez segundos de penumbra soñaras, como Sonny Liston, con una manada de cocodrilos interpretando un concierto de violines. Pero al despertar no encontrabas música sino un mapa borroso que te confundía.
El repertorio ofensivo de Pambelé era completo. Podía noquearte con un solo golpe o con la combinación de varios, en el estómago y en el tabique nasal, por arriba y por abajo. Incluso se permitía pegar mientras retrocedía, una virtud que sólo han poseído unos pocos elegidos en la historia del boxeo. Sereno, la izquierda por delante, la derecha al acecho, esperaba su oportunidad. Entre tanto, miraba sin parpadear, con la concentración de un felino que prepara su zarpazo. Pum, el jab en el ojo. Pum, el jab en la ceja. Cuando su olfato de bestia detectaba el desfallecimiento del rival, lo remataba sin contemplación, con una eficacia deslumbrante.
En total realizó 21 combates de título mundial, un récord para la división walter junior. En 1980, cuando perdió la corona, los colombianos entendieron que esa era la consecuencia lógica de su desorden. Además, ya contaba 35 años -que en el boxeo equivalen a la ancianidad- mientras que su rival, Aaron Pryor, era diez años menor. Y tenía hambre.
En octubre de 1998, Pambelé fue incluido por expertos internacionales en el Salón de la Fama, un museo consagrado a honrar la memoria de los mejores de todos los tiempos. A la emotiva ceremonia, llevada a cabo en Bangkok, Tailandia, tuvo que viajar el periodista Estewil Quezada, porque Pambelé llevaba varios días perdido y nadie sabía dónde se encontraba. Cuando apareció, recibió el premio: un anillo de oro que tenía escrito su nombre en alto relieve.

Le pido a Pambelé por enésima vez que me informe dónde está el anillo de oro que le dieron en el Salón de la Fama. Se hace el loco, sorbe el pitillo de su gaseosa. Nos encontramos sentados en el segundo piso de una solitaria cafetería del centro de Bogotá. Llevo cinco días entrevistándome con él y no le he oído ni una sola respuesta concreta sobre los temas espinosos de su vida. Siempre contesta que quiere mucho a los colombianos, que él es un hombre del pueblo y que gracias a Dios todavía hay salud. No pronuncia ni media palabra sobre la posibilidad de comenzar otro tratamiento en Cuba, ni aclara para dónde se va cada tarde, cuando terminamos la sesión de diálogo y él se mete por el callejón del frente. Uno le pregunta que si ha llamado a Carlina y él responde que casi todos los días habla por teléfono con José Luis. No dice, en cambio, cuándo regresará a Turbaco para ver a sus hijos, ni cuándo fue la última vez que compartió la pensión con su mujer. No hay por dónde agarrarlo. Agita la botella de gaseosa, sorbe el pitillo y evade los ojos de su interlocutor. Cae en un silencio incómodo, tamborilea en la mesa con los dedos de la mano derecha, consulta el reloj. Me gustaría que precisara -le digo a quemarropa- en qué momento se volvió adicto y qué tipo de drogas ha consumido. El hombre me observa con fastidio. Luego declara, con el más serio de sus rostros, que ya no se acuerda de esa parte de su vida "porque fue hace mucho tiempo".
-¿Usted todavía se cree campeón mundial?
-No.
Y no agrega ni un suspiro. Pambelé te oye con sumo cuidado, te calibra aunque parezca que no te presta atención. Calcula la respuesta. Luego dispara un monosílabo tajante, como un jab con el cual pretende mantenerte a distancia. Jamás deja escapar una palabra que lo comprometa. No dice, por ejemplo, quiénes fueron esos cartageneros de clase alta que, en las fiestas de Bocagrande, le enseñaron a esnifar cocaína. "Toda esa gente ya se ha ido muriendo", es lo máximo que suelta, cuando ya te tiene algo de confianza. Si lo interrogas sobre los perjuicios que le ha ocasionado a su familia, pone cara de confusión, como si le estuvieras hablando en chino. Si lo cuestionas sobre sus arranques de ira, también se muestra desconcertado. Debe ser un error, te aclara, porque él nunca ha llegado a su casa rompiendo objetos ni lanzando porrazos contra todo lo que se mueva. Tampoco admite que arma líos en la calle. "Lo que pasa -explica- es que yo tengo una voz muy fuerte y cuando hablo muchas personas piensan que estoy peleando". De los hospitales -agrega ahora, mientras revuelve el pitillo dentro de la botella- recuerda muy poco. Al final, como si descargara el recto de derecha largamente preparado, se viene con una de esas frases felices que pronuncia cuando quiere cerrar un tema embarazoso. "Menos mal que ya salí de los problemas y ahora soy un hombre nuevo. Gracias, Colombia, te lo dice Pambelé".
-¿Ahora sí me va a decir dónde quedó el anillo de oro?
-Hay unas personas de Cartagena que lo tienen guardado porque van a montar un museo sobre la vida mía.
-¿Quiénes son esas personas?
-Vamos a dejar las cosas de ese tamaño. Tú sabes, ese es un anillo de oro fino y no es bueno que la gente sepa dónde está.


-Él nunca va a decir dónde vendió el anillo ese -me advierte Miguel Gómez-. Es la persona más mentirosa y manipuladora que yo he conocido en mi vida.
Gómez es el propietario de Bogotana de Ediciones, una empresa distribuidora de libros donde Pambelé actúa como "relacionista público". Los dos piden citas en diferentes empresas de la capital, para ofrecer enciclopedias didácticas. Ante los obreros reunidos en pleno, el ex boxeador pronuncia unas palabras sobre su caída en el vicio. Hace dos días, por cierto, los acompañé a visitar un cultivo de flores de la sabana de Bogotá. Pambelé comenzó su intervención recordándoles a los presentes que él había sido el primer campeón mundial de boxeo nacido en Colombia. Lo tuvo todo a sus pies -prosiguió- pero cayó en la mala situación "por culpa del licor, las drogas y las mujeres malas". Luego, sin dar mayores explicaciones, soltó una conclusión feliz.
-He encontrado la luz al final del túnel.
Me pareció que seguía al pie de la letra un libreto gastado en la memoria, deteriorado por el uso. No era el testimonio vibrante de alguien que se ha sumergido hasta el fondo en el horror, sino un parlamento epidérmico, recitado a la carrera como parte de una estrategia comercial. El hombre no abría su corazón: trabajaba.
Sin embargo, el auditorio lo escuchaba con la boca abierta. Cuando Pambelé terminó la presentación, Gómez sacó la caja de la mercancía y la puso sobre la mesa. En cuestión de minutos, se vendieron las enciclopedias. Cada empleado se arrimaba después a Pambelé, para que le autografiara su ejemplar. Cualquiera que hubiera visto la escena sin conocer al personaje, habría podido confundirlo con una celebridad literaria de El Congo. Ese mismo día, por la noche, se fue para Barranquilla sin avisarle a nadie. Entonces, convertido de nuevo en su propio fantasma, emprendió el camino inverso de su discurso, hasta encontrar otra vez el túnel al final de la luz.
-Es manipulador -repite ahora Miguel Gómez.
Estamos sentados en el altillo de su casa, en el norte de Bogotá. En Turbaco, los hijos de Pambelé me habían comentado que tienen una deuda de gratitud con Gómez, no sólo por el sueldo que le paga a su padre, sino también por la protección que le ha brindado a toda la familia durante casi 15 años.
Hoy, sin embargo, Gómez se declara aburrido por la conducta de Pambelé. Le ha aguantado muchas fallas, me dice. Una vez, en Manizales, tuvo que ir en persona a sacarlo de una bodega, donde estaba revuelto con seres cadavéricos que llevaban varios años consumiendo bazuco sin ver la luz del sol. Después, en Bogotá, debió hospitalizarlo de emergencia, porque la mesera de un restaurante del barrio Santa Fe le había partido el pómulo con una botella. También le ha tocado rescatarlo en Cali y en Armenia. Lo peor -añade- no son sus desmanes públicos sino sus mentiras. Para justificar su apreciación, cuenta la historia de la madrugada en que lo llamaron a su casa, para avisarle que Pambelé estaba retenido. Cuando Gómez llegó a la estación de policía, encontró a los agentes de turno asustados por la posibilidad de que Pambelé resultara matándose delante de ellos, ya que tenía las manos sangrantes de tanto estrellarlas contra las paredes. Además, lloraba como un niño y le pegaba cabezazos desesperados al borde de una banca.
Ya liberado, cuando Miguel Gómez le preguntó por qué lo habían retenido en la estación, Pambelé le dio una respuesta que lo dejó perplejo.
-¿Y a ti quién te dijo que yo estaba preso? Lo que pasa es que esos policías son amigos míos y me invitaron a tomar tinto.

Gómez -como muchas de las personas con las que me entrevisté- considera que a Pambelé le hizo daño el no haber conservado su arraigo social cuando fue campeón. Marcado por su infancia tan pobre, sentía quizá que debía mejorar el estrato económico para que su éxito fuera completo. Por eso se mudó para el exclusivo sector de Bocagrande, donde nunca antes habían aceptado a un negro, y cambió a sus amigos de siempre por gente famosa o adinerada como él. Ensoberbecido en las alturas, olvidó quién era y de dónde venía. No entraba en el Mercado de Bazurto porque le parecía hediondo ni visitaba a sus antiguos compadres porque vivían muy lejos. Caminaba sin mirar para los lados. Y ya no quería comerse el pescado con la mano sino con cubiertos de plata. Extraviado en un círculo social al que no pertenecía, sus relaciones dependían más del dinero que del afecto. Algunos de los vecinos que le abrían calle de honor cuando lo veían a bordo de su Mercedes Benz deportivo tal vez habían pasado frente a él, sin saludarlo, cuando era un muchacho pobre que andaba en chancletas vendiendo Marlboro de contrabando por el Camellón de los Mártires. ¿Quién, en ese universo ancho y ajeno, tendría interés en protegerlo?
En cambio Rodrigo Valdez -me decían las fuentes- preservó el sentido del arraigo cuando fue campeón mundial del peso mediano. Siguió viviendo en Olaya Herrera, con el argumento de que el pobre es pobre aunque tenga plata. Compraba buses para darles trabajo a sus compadres, abría las puertas de su casa, se comía el pescado con las manos. Como era tan tímido, sólo se sentía cómodo entre su gente. Huía de los extraños -aun de los más distinguidos- como si fueran el mismísimo demonio. Una noche le dejó la cena servida nada menos que al Príncipe de Mónaco, con la excusa monda y lironda de que tenía mucho sueño. Al día siguiente, mientras desayunaba, alguien le dijo que había actuado mal. "Verdad que sí -admitió- qué pena con ese pobre príncipe".
- Gracias a algunos de sus nuevos amigos ricos -dice Gómez-, Pambelé probó la cocaína. Claro que lo peor de él es eso de creer que es campeón mundial.
-Es su obsesión.
-Yo no sé si tú recuerdas que antes, cuando los boxeadores regresaban a Colombia después de ganar el título, los subían en un camión del Cuerpo de Bomberos y los paseaban por las calles para que la gente los viera. Él sigue creyendo que es 28 de octubre de 1972 y que ya vienen a buscarlo para darle su paseo.
-¿Usted no cree que ponerlo a firmar libros es seguirle dando tratamiento de campeón?
-Si a eso vamos, ¿dónde quedan los periodistas que le hacen reportajes?


De las palabras de Miguel Gómez me acordé la última tarde que me vi con Pambelé. Fue en la carrera 7a. con calle 17, igual que las veces anteriores. Lo encontré parado en la esquina, con un vaso de tinto en la mano derecha. Cuando empezamos a caminar rumbo a la cafetería, un pordiosero que estaba acurrucado en el piso lo saludó levantando el pulgar derecho. Luego un agente de la Policía, guiñando un ojo, dijo que así como se veía hoy era como todos los colombianos querían verlo. Lo saludaron el vendedor de libros piratas y la empleada de la tienda de discos. En la cuadra siguiente nos tropezamos con un hombre que, al reconocerlo, le tiró un gancho suave en el estómago. De pronto, los pasajeros de un bus estacionado en el frente, empezaron a llamarlo a gritos:
-¡Adiós, campeón!
-¡Campeónnn!
Pambelé hizo la "V" de la victoria con la mano izquierda, aparentemente despreocupado por establecer de dónde venían los gritos. Sonrió, tocó la cabeza de un niño que venía en un coche. Entonces tuve la impresión de que ya no avanzaba a pie sino encaramado en lo más alto del camión de los bomberos, donde jamás de los jamases volvería a alcanzarlo la derrota. Lo vi desamparado en su quimera, pero dispuesto a defender hasta el final el único trono que le queda.